Skip to main content

Full text of "Adolfo Agorio 1917 La Sombra De Europa"

See other formats


ADOLFO AGORIO 


LA SOMBRA 

DE EUROPA 


Transformación de los sentimientos 
y de las ideas 



MONTEVIDEO 

CLAUDIO O Alt C Í A, Editor 

««I-CALLE SARANDI-441 

1917 



LA SOMBRA DE EUROPA 




ADOLFO AGORIO 


LA SOMBRA 

DE EUROPA 


Trasformación de los sentimientos 
y de las ideas 



MONTEVIDEO 

CLAUDIO GARCÍA , Editor 

44i-'CAI,I,B SARANDI— 441 

1917 





Imp. “El Siglo Ilustrado”, de Gregorio V. Marino, San José, 938 



A la intelectualidad francesa 


París, Mars 1917. 


Cher Maítre, 

Le Comité de la Societé des Gens de Lettrcs, dans sa 
séance du 29 janvier 1917, a pris, á l’unanimité, la ré- 
solution, pour rendre un juste hommage d votre beau 
tálent, vous exprimer V admiración qu’il éprouve pour 
vos ouvragss, et resserver les liens qui unissent les écri- 
vaitis de France á ceux de Wruguay . de vous nommer 
memhre corrcspondant de la Societé des Gens de Lettres. 

Je vous prie, cher Maitre, de me faire savoir si votis 
voulez bien f aire á la Société Vhonneur d’agréer le titre 
qu’elle se fait un devoir heureux de vous offrir, et de 
croire a mes sentiments de sincére et profonde admira- 
tion 


Pierre Decourcelle. 


A M. Adolfo Agorio. 

* 

* * 

Montevideo, le 30 Mai 1917. 


Cher Maítre, 

J'ai Vhonneur de vous accuset récéption á votre lettre 
datée le, mois de mars dernier et dans laquelle vous avez 
bien voulu me communiquer que le Comité de la Société 
des Gens de Lettres a pris, á Vunanimité, la résolutioni 
de me nommer leur memhre correspondant. J’ai toujours 



6 


ADOLFO AGORIO 


été fier de me considérer un fils intellectuel de la Franco, 
et c’est avec une émotion pro f onde que je viens d’appren- 
dre le titre et l’hommage que vous me rendez si géné- 
reusement et qui contribu cront, j’en suis sur, á resserrer 
les liens qui unissent ma pensé e et, celle de mon pays á 
la grande littérature frangaise. 

Veuillez, cher Maitre, agréer le témoignage de ma pro- 
fondo gratitude, et je vous prie d’adresser aux membres 
du Comité de la Société des Gens de Lettres l’crpression 
de mes sentiments de vive et sincére sympathie. 

Bien vótre 


Adolfo Agorio. 


A M. Fierre Decourcelle, Président de la Société des 
Gcns de Lettres 


;¡í 


Quiero que este libro sea la respuesta obscura y pro- 
funda al honor que me ha discernido la intelectualidad 
francesa, respuesta obscura ¡porque nace en la nebulosa 
de las psicologías, en la i-nicerti chambre que nos enseña 
a meditar, y profunda porque toda ella es pensamiento 
enérgico, volición y sinceridad. La sombra de Europa 
no constituye un evangelio de impotencia erguido frente 
a la humana barbarie, Sino que es la expresión de una 
fuerza consciente, espiritualizada por el sentimiento de 
la justicia. De ahí la parábola extraña y desconcer- 
tante que parte del misterio moral de las razas para mo- 
rir en la luz de la revelación. La intelectualidad fran- 
cesa ha puesto una nota de claridad en medio de este 
problema angustioso. Es el pensamiento de Francia el 
que transforma el espíritu y el que acecha las inquie- 
tudes del planeta. Genio maravilloso y profético, que 
todo lo ve entre las tinieblas, ahora nos anuncia el adve- 
nimiento de una nueva aurora. Acaso la paz en el de- 
recho no sea más que un descanso vacilante para las 



A LA INTELECTUALIDAD FRANCESA 


7 


emociones despertadas por la brutalidad sanguinaria del 
hombre. Acaso la justicia no sea más que el producto 
de mi equilibrio milagroso entre la cultura moral y los 
apetitos desenfrenados. Acaso los ensueños fraternales 
sean una necesidad para la tregua recelosa de los bár- 
baros, que afilan sus anuas en el umbral de la civiliza- 
ción. Pero la vida del alma no se detiene. Aun ouan- 
do las quimeras se. alejen por vías discretas y esconidli- 
das, la verdad toma los caminos menos solitarios y apa- 
rece siempre con cierto desenfado elegante, y triunfa 
siempre con la severa impudicia del conquistador. Des- 
conocer las realidades sensibles es viVir dentro de un 
mundo falso. Corresponde a Ir intelectualidad france- 
sa la gloria de haber presentido, contra la opinión de 
los políticos enervados por la retórica electoral, la mar- 
cha funesta del fenómeno europeo. La guerra, la deso- 
lación, la crisis de los principios morales, el confusionis- 
mo de las doctrinas, el espectáculo de la familia humana 
despedazada, todo estaba contenido en el análisis impliai- 
cable de ese lento proceso de la descomposición social de 
Europa por la fi ebre pan germ anista. La bancarrota se- 
ría fatal, necesaria, inevitable. No era ya posible retro- 
ceder. Sólo la inteligencia debería orientarse sin pér- 
dida de tiempo, en el sentido de atenuar las consecuen- 
cias de sus' errores. La intelectualidad francesa adivi- 
nó la explosión y supo anunciarla) valientemente. En el 
curso de este libro podrá percibirse la sutil armonía die 
los pensadores franceses, genio profundamente lógico 
une hoy reconstruye la esencia moral de la nacionali- 
dad, herramienta flexible que ausculta el corazón de 
Francia y a la cual todavía le sobra tiempo para exten- 
derse sobre el mundo y descubrir a los amigos de su 
espíritu. De esta manera el bnaizo fraterno pudo hun- 
dirse entre las brumas escandinavas y estrechar al in- 
signe Jehan Ti o jar : pudo caer sobre el país del hierro v 
ungir a Marlc Baldwin, el pensador, y a Roosevelt, el 
conductor de hombres; pudo llegar finalmente hasta mí, 
hijo de una nación casi desconocida, perdido en un mun- 
do une la ignorancia europea supone salvaje v misera- 



8 


ADOLFO AGORIO 


lile. ¿Qué fuerzas extrañas y secretas llevan al genio 
francés a Suprimir las fronteras, ia, honrar a los traba- 
jadores d.el espíritu sin observar si proceden de una na- 
ción débil o d'e un imperio poderoso? He ahí el admi- 
rable mecanismo que forjó tres revoluciones y que pro- 
clamó la universalización de las* ideas. El espíritu fran- 
cos es dueño del linaje humano porque lo ha libertado. 
Por ello la humanidad tiene para Francia un misterioso 
encanto, gracia profunda que sube como una brisa de 
bendiciones, como coro de pechos viriles, como incienso 
libio de reconocimiento y de emoción. 


Adolfo Agorto. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


Ha llegado hasta América el viento ds fuego. En me- 
dio de nuestro aislamiento continental , hemos sentido 
el soplo trágico de la guerra , el grito desapacible de la 
matanza. Al ensancharse , el círculo sangriento va supri- 
miendo despiadadamente la masa muda y atónita de, 
los espectadores. La sombra de Europa comienza a en- 
volvernos. Sombra de humo y de genio , sombra atrave- 
sada por el rayo, desgarrada por el resplandor de los 
relámpagos , Europa se desdobla en un fantasma de 
maldición y de piedad. Su fuerza enloquecida, su cólera 
desenfrenada, ha lanzado las ideas seculares a las lla- 
mas, a la gigantesca hoguera que hoy prepara nuevas 
resurrecciones. El torbellino avanza sobre nosotros. 
Será necesario sacrificar otras energías ai su voracidad 
insaciable , a su espíritu destructor, transformador de 
sentimientos y de creaciones. El gran drama no correrá 
ti riesgo de languidecer por falta de actores. Pero nues- 
tras fuerzas no se perderán inútilmente entre las len- 
guas de fuego del incendio. Los ideales se desgranan 
para ser devorados en medio de fermentos renovadores, 
de la misma manera como la semilla cae sobre la tierra 
saturada de gérmenes, para ser absorbida por la vitali- 
dad del planeta. La sombra de Europa es una mancha 
fecunda. Desaparecer entre los estallidos de la vida, 
confundirse con la naturaleza exasperada, perderse en 
ti in finito , pero dejando marcada la huella de nuestro 
paso, abierto el surco de nuestro destino, es llegar al 



10 


ADOLFO AGORIO 


coronamiento supremo de la conciencia moral. Eclipse 
no quiere decir agonía. La sombra de Europa supone 
un amanecer ardiente ; ella no es más que el sueño ligero 
de un día luminoso. Mientras la mitad de la humanidad 
duerme, la brisa de la noche refresca nuestras sienes 
cargadas de fiebre. Bajo el ala discreta y fatal , Améri- 
ca asiste a la transformación de todos los valores huma- 
nos. La guerra ha revelado los aspectos desconocidos de 
la especie, ha modificado los modos de ver y de sentir, 
ha trastornado el orden de los problemas morales. No 
adivinaremos el porvenir sin poner en marcha el com- 
plejo mecanismo de nuestro pensamiento. La sombra de 
Europa, que ahora nos adormece, debiera exaltarnos 
c on la pasión de la justicia. ¿ Por qué corrompedle en 
medio de una inercia mortal? No vamos a resolver el 
grave conflicto de las almas con una doctrina de triste- 
za, de impotencia y de abatimiento. Aquellos que todo 
lo esperan de la voluntad ajena, no lean este libro. Be 
nada servirán las presentes páginas si ellas caen en el 
seno de esas generaciones decrépitas que no han per- 
feccionado más que sus vicios y donde la virtud se res- 
peta y se cultiva corno un mito histórico. No es nece- 
sario contaminarnos con el veneno de las aguas muertas. 
La juventud de América tiene la palabra. Ella es fuer- 
za y acción, ella es el ideal sin fronteras, el ensueña 
libre, sin cortapisas miserables, el músculo noble que na 
conoce más que el sacrificio como único límite del es- 
fuerzo. La juventud nos manda. Desbordante de fuerzas 
siempre renovadas, nos empuja sin piedad hacia el des- 
enlace ele nuestro gran drama íntimo. En medio de 
uva época vertiginosa, sumida en apetitos mezquinos, 
dominada por intereses bajos, acosada por las preocupa- 
ciones materiales, la juventud busca una senda apaci- 
ble de claridad moral y de severo recogimiento. El 
desasosiego de los espíritus no se calmará ni con Ins 
fórmulas ele Averroes. ni con la sabiduría de Raimundo 
Lidio. La sombra de Europa acabará por disolverse en 
la luz de las nuevas ideas. En tiempos de Villehardouin, 



LA SOMBRA DE EUROPA 


11 


cuando toda la Edad Media se llenaba con el ruido de 
los hierros bélicos y se aturdía con las oraciones de los 
místicos, se juzgó perdida para siempre la ruta de la 
verdadera perfección espiritual. Pero mientras los esco- 
lásticos se desvanecían en la embriaguez de sus choques 
teológicos, de sus polémicas brumosas, de sus disputas 
absurdas y sutiles; mientras la humanidad se hundía 
en las tinieblas de su propia incomprensión de la vida , 
tos sillares de las viejas basílicas se estremecían al soplo 
del nuevo evangelio, y las naves de las catedrales góti- 
cas, resquebrajadas, abiertas al horizonte de la contem- 
plación, dejaban ver las desnudeces inquietantes del 
\ universo . Los humanistas empezaban a hacer sonar en 
sus manos el llavero mágico de Grecia. Toda se orien- 
taba en medio del desorden de las cosas y de los espí- 
ritus. La especie había encontrado su camino. El Rena- 
cimiento era su despertar. 




CAPÍTULO I 


“Hicieron, pues, guerra a los de Madian como Dios 
lo halda ordenado, y mataron a todos los varones . . . Y 
-Moisés les dijo: ¿Habéis dejado vivas a todas las muje- 
res ■ . . . Matad ahora a los hijos varones, y matad a 
toda mujer que haya estado en compañía de varón”. El 
Pentateuco justifica a los modernos teóricos de la vio- 
lencia. La guerra posee en el culto de la divinidad sus 
fundamentos más preciosos. Es entre los malvados donde 
uno puede escoger los mejores creyentes. Las fantasías 
perversas son deterministas a su manera. Los bandidos 
sagrados de la Biblia proceden como los salteadores de 
ru estro tiempo. Instrumentos pasivos de una inteligen- 
cia superior, su responsabilidad se confunde con las 
cosas del universa. De ahí que nos hallemos frente a una 
montaña de valores inertes, de cadáveres galvanizados 
por la religión, manejados por fuerzas dispuestas más 
allá del bien y del mal. La historia del pensamiento hu- 
mano nos revela que se ha buscado siempre, una reía 
ción íntima entre el espíritu del hombre y el espíritu de 
la naturaleza. Una filosofía de inquietud y de debilidad 
se empeñó en hallar fuera del hombre las causas ele 
nuestra impotencia moral. De la consubstanciación pan- 
teísta se pasó lentamente a las concepciones antropo- 
mórficas del poder divino. El Dios dé los espíritus ver- 
daderamente religiosos no podía ser un vulgar organi- 
zador de matanzas, sino armonía ética, serenidad au- 
gusta en el sentimiento y en la comprensión. El Dios 
celeste de los hindúes, Varona , es una suerte de gendar- 
me .sideral y de custodio de las conciencias. Su misión 
divina consiste en hacer visibles nuestras? relaciones con 



14 


ADOLFO AGORIO 


el infinito. Guardián del orden cósmico y del orden mo- 
ral, Varuna es el punto de unión entre el temor de las 
almas y el misterio de los astros;. 


* 

* * 

Pero el hombre no piensa siempre igual ni de sí mis- 
mo ¡mi de sus dioses; los siglos modifican la mentalidad 
humana y trastornan el sentido de la, existencia. La es- 
pecie. se rebela contra el destino, grita, maldice, se exas- 
pera, rompe sus relaciones espirituales con el planeta 
y acaba por volver Sus armas contra una realidad im 
creada, absoluta, que le sirve a la vez de liza y de des- 
canso. Todo aquello que, para nosotros, posee en sí mis- 
mo la razón de su existencia, se convierte en un campo 
de meditación y de angustia; es el grillete creador de 
nuevas arquitecturas, el lecho fecundo que nos man- 
tiene encadenados y que nos acoge sin fiebre, tanto para 
la batalla corno para el sueño. Da vida e.s una perpetua 
transformación, una transformación de la cual no ve- 
mos más' que un solo aspecto impasible. En su Discurso 
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad en- 
tre los hombres , Rousseau se empeña en reconstituir, a 
fuerza de abstracciones coordinadas y de sistematizacio- 
nes de lógica pura, la historia dé las sociedades primi- 
tivas, vale decir, la célula madre del mecanismo social 
presente. El razonamiento de Rousseau es admirable, 
pero sus conclusiones son infantiles. El autor del Con- 
trato Social , otra fantasía generosa, explica al salvaje 
aislado, entregado a su industria grosera y a su cultivo 
rudimentario. Luego el hombre primitivo construye una 
cabaña, se une a la mujer y echa de este modo las bases 
de la familia. Al fin un espíritu egoísta coloca límites 
alrededor de un campo, y declara que esa parte de la 
tierra le pertenece. Asistimos al nacimiento de la pro- 
piedad. El factor económico interviene despiadadamen- 
te. Otros ambiciosos siguen el ejemplo del primero, y 
pronto aparecen las clases sociales, los ricog y los po- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


15 


bres, los explotadores y los miserables. Repentinamente, 
como por ensalmo, nacen los medios coercitivos contra 
el derecho de los desheredados. Temiendo por su segu- 
ridad, escribe Rousseau, los ricos se entienden para en- 
cañar a los pobres, creando su legislación de clase, pro- 
mulgando constituciones y leyes, estableciendo el ejérci- 
to y la policía. Minorías ¡astutas dominan por el fraude 
al resto del género humano. Con una superficialidad me- 
ros pedantesca que la de Marx, el siglo XVIII ve des- 
puntar principios absurdos de materialismo histórico. 
Todo lo disparatado que los enemigos de Rousseau ha- 
llaron en las teorías del maestro ginebrino, se funda 
precisamente en la imilateralización de los problemas 
sociales. Anatole Franoe descubre mejor las fallas risue- 
ñas de la sociedad humana. Su escepticismo es hijo de 
una alta interpretación del espíritu universal. Su burla 
intelectual es la expresión del profundo descontento de 
las doctrinas. En cambio, acaso sinceramente, Rousseau 
simplifica a su alrededor la imagen objetiva del mundo. 
Su visión descarnada del organismo social toca a veces 
las fronteras de una puerilidad desesperante. Si Rous- 
seau hubiese estado dotado de la pedantería de los soció- 
logos alemanes; si hubiese defendido su jardín sin som- 
bras con una valla' erizada de. espinas de misterio y de 
paradojas impenetrables; si no hubiese permitido des- 
florar su meditación, atacando al enemigo con Lai retó- 
rica fatal del enervamiento, o con la lógica sutil del 
sofista, podría asegurarse* que sus prosélitos no hubieran 
acabado con Robespierre. El éxito de las religiones se 
funda en la. potencia de sn materia ininteligible. El 
vulgo se siente atraído por las fórmulas obscuras. Los 
sacerdotes defendieran s'iempre el tesoro inmenso de su 
poder con liturgias indescifrables. Hay una tendencia 
muy humana a admirar y respetar lo que no se com- 
prende. La moderna crítica histórica ha demostrado 
que las tres cuartas partes del pensamiento religioso de 
rínente no son más que pesados y torpes galimatías. 
Ensombrecer es dominar. 



16 


ADOLFO AGGRIO 


* 

* * 

La sombra de Europa nos' oculta los secretos de una 
vasta transformación. Sería aventurado explicar el fe- 
nómeno por medio de doctrinas. Ese choque de propor- 
ciones! volcánicas se inició entre el sentido universal de la 
justicia y el deslumbramiento colectivo gravitando sobre 
un monarca exacerbado por el delirio de la fuerza. No 
es posible ve.r con justeza en medio de la pasión deseoca* 
dc) nía id a. Los años aclaran el ideal de las multitudes muer- 
tas, el móvil de las grandes figuras. desaparecidas. Pero los 
contrastes sen nivelado# por las revoluciones. Los con- 
flictos de raza y de mentalidad incuban el germen de 
la rebelión. Como lo comprueba el insigne historiador 
Théodore Duret, fué después del movimiento revolucio- 
nario de 1848 que Lamartine empezó a substraerse a la 
fascinación de la epopeya napoleónica. (1). El entu- 
siasmo por las* hazañas militares de Bonaparte era en- 
tonces vértigo de locura, neurosis brillante. De un modo 
admirable, se había preparado el terreno para el adve- 
nimiento de cualquier bribón que perteneciese a la fami- 
lia del gran vencedor de Europa. Y fué Bismarck, ati- 
borrado de los principios reaccionarios del Congreso de 
Viena, espíritu sin les'crúpu.los subjetivos,, dotado dje 
fina malignidad, que envenenaba la política internacio- 
nal con las conquistas de su cinismo frío, quien supo 
sacar partido de esta anestesia histórica de la nación 
francesa, aberración formidable cuyo centro de grave- 
dad s'ocial se desplazó luego hacia Alemania, merced a 
los métodos imperialistas del canciller de hierro. La 
cuestión es compleja en sus consecuencias, pero simple 
en su naturaleza. La espada de Napoleón I llenó un 
ideal de la conciencia europea, mientras esa espada re- 
presentó los principios de la Revolución francesa. Pero 
las armas del general republicano deberían mellarse eon- 
tra las tradiciones de dignidad humana que. había de- 


(1) Théodore Duret: Les Napolcons. París, 1900. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


17 


tendido eoin,' tanto brillo. Las creaciones caprichosas y 
artificiales! de Bonaparte trastornan el sentido de las 
nacionalidades y van contra el espíritu de la Revolu- 
ción. Ahí está ese absurdo reino de WestMia que el 
emperador da a uno de sus hermanos ; ahí están esas 
falsas repúblicas de Liguria y Cisalpina, organismos 
sin vida, que no tienen otea razón de ser que la voluntad 
del vencedor. Napoleón, atnte todo, es militar; ha naci- 
do y vivido para la guerra. Así es que juzga y procede 
como un soldado. Solamente, en Thierg y en Víctor Hugo 
la grandeza de lo sublime se confunde sin - mancharse con 
la perfidia del crimen y con el lodo de la traición. “No 
obstante, ciertos países conquistados u oprimidos, como 
Italia y Polonia, escribe Théodore Duret, 'hacen reposar 
s'u esperanza en Napoleón, quien ha tomado a Prusia sus 
provincias polacas y con las cuales crea el gran ducado 
de Varsovia. Pero no ha podido o no ha querido quitar 
a Rusia y Austria sus tierras polacas para constituir un 
Estado verdaderamente poderoso”. (1). Como vemos, 
Napoleón se empeña en sembrar la semilla de futuros 
conflictos. Tiembla al pensar que puede permanecer 
ocioso en su misión de guerrero profesional. Un soldado 
que ha sacado de la guerra toda su grandeza, debe sa- 
crificar a la guerra los últimas destellos de su genio. 

* 

* * 

Después de sus grandes desastres de España y de 
Rusia, ya casi desangrado, Napoleón reconquista a pru- 
sianos y eslavos toda la Sajonia y una parte de la Sile- 
sia, vence en Lutzen y en Bautzen, consigue el armisti- 
cio de Pleinitz y simula interés en participar de la con- 
ferencia de Praga. Su duplicidad precipita a Austria en 
la coalición. Napoleón se encuentra al fin frente a Met- 
fernioh. Aquella entrevista es conmovedora. Cuando 
Metternich le manifiesta la certidumbre de que está per- 


íli 1 h^odore Duret: Les Napolcons, pílgs. 70 y 7L. 



18 


ADOLFO AGORIO 


elido, cuando le, reprocha s'u agotamiento y le dice que 
ya no le quedan más que los niños para hacer matar, 
Napoleón . se irrita, golpea la mesa con el puño y arroja 
al suelo el sombrero. Su cólera estalla y su rostro se des- 
compone como el de un epiléptico. “-Usted no sabe nada, 
exclama. Usted no es militar, .¡ Usted no tiene, como yo, 
el alma de un soldado ! Usted no está acostumbrado a 
despreciar la existencia de. los otros ni la suya propia. 
Je me /... de la vie ds deux cent mille hommes ! ” 
Pero Mietternich no se inmuta. Acostumbrado a dominar 
sus nervios', recoge sonriendo la- preciosa declaración. 
“¡Abramos, señor, las puertas y las ventanas, replica, 
para que toda la Europa os oiga ! De este modo, la 
causa de la paz que yo defiendo, saldrá ganando”. No 
obstante la vinculación a la casa de Austria por su ma- 
trimonio co/n María Luisa, el Emperador la juzga des- 
preciable. Estaba demasiado habituado a vencerla. Des- 
pués de Montemotte y dle Mondovi, después de esa mara- 
villosa campaña de Italia, soberna y fantástica como 
el Sueño de un dios helénico, Napoleón hace triunfar su 
voluntad era el tratado de Campo Foraio. Pero Austria 
todavía se mantiene fuerte. Napoleón la convierte, en 
una potencia de segundo orden, la obliga a los conve, - 
nios de Lunéville, de Presburgo, de Viena, después de 
vencerla sucesivamente en las jornadas de Ma rengo, de 
Ulm, de Austerlitz y de Wagran. A pesar de todo, esa 
nación se levantará para aniquilarlo'. Nuevos desastres 
esperan a Napoleón en Sajonia. Sus mejores generales 
lo abandonan. Bemadotte sie junta a los coligados. 
Marmont lo traiciona en EsSonne. Los regimientos sa- 
jones se pasan en masa al enemigo durante, la batalla 
de Leipzig. El magnánimo Alejandro, con quien Bona- 
parte había partido el mundo en Tilsit, después de ha- 
berlo humillado en Friedland, intenta detener La, agonía 
del corso y le ofrece la paz ventajosa de Chátdllon. Pero 
Napoleón rehúsa,. Quiere perecer en medio de las llamas 
que forjaron su gloria. Entonces loe aliados llegan al 
con vencimiento de que no habrá paz posible en Etaropa 
mientras Bonaparte pueda mandar ejércitos. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


19 


* 

* * 

Francia es al fin invadida. Wellington pasa los Piri- 
neos, y marcha sobre Burdeos y Tolosa. Trescientos 
ochenta mil prusianos y rusos se lanzan delirantes a 
través de la Champaña. Los austríacos penetran en 
Lyon. La-s proposiciones amistosas de. Chátillomi, todavía 
en pie, hubieran sido salvadoras. Pero Napoleón confía 
demasiado en su superioridad estratégica, ese genio im- 
potente contra las fuerzas' fatales de la historia, y que 
en la campaña de 1814 ha de, volver a brillar con res- 
plandores prodigiosos. De nada valen las victorias des- 
esperadas de Montmárail, de Ohaanpaubert, de Ciháteau- 
Thierry. Los aliados avanzan rápidamente sobre París. 
En Arcis-sur-Aube el Emperador se. arroja en medio de 
las balas y busca la muerte inútilmente. La angustiosa 
parábola termina con la abdicación de Fontainebleau. 
Desterrado a la isla de Elba, el César corso no sale de 
su retiro, sino para conocer el desastre de Waterloo y 
el calvario de Santa Elena. 

* 

* * 

Napoleón triunfó sobre la Europa, porque le servía 
de pedestal un gran pueblo, el pueblo francés. Para 
Théodore Duret, ese historiador implacable, maestro 
como Taine en la disección de los acontecimientos, Na- 
poleón es el conquistador de perfiles antiguos, el solda- 
do frío, incapaz de amar, nacido en una roca á&lpera del 
Mediterráneo y que toma a Francia como un instru- 
mento de sus voluptuosidades de guerrero. Sin embargo, 
Duret se equivoca al considerar a Napoleón como al 
único gran culpable de la postración moral de Europa. 
El Congreso de Viena, trabajado por odios mezquinos, 
agravó los males del régimen napoleónico. Aquello fué 
una herramienta, innoble esgrimida, no contra el espí- 
ritu de Bonaparte, sino contra las ideas del pueblo fran- 
cés. Aquello significaba la ruina de la soberanía de Fran- 
cia, la violación del principio de las nacionalidades, el 



20 


ADOLFO AGORIO 


desgarramiento de Polonia, la esclavitud de Italia, la 
muerte de.l espíritu liberal en E/uropa. Aunque parezca 
extraño, la derrota de Napoleón atrasó en un siglo el 
progreso de las ideas democráticas. Pero fué su delirio 
guerrero, llevado hasta la exageración insensata, el que 
provocó, juntamente con el movimiento reaccionario del 
Congreso de Viena, ese torbellino de venganzas misera- 
bles y de extorsiones históricas que fueron el germen de 
mutehas calamidades sangrientas. La república de 1848 
debería hacer vivir un segundo el amanecer ¡aiugural de 
la Revolución francesa. Y por un privilegio del destino 
habría de tocar a Italia, tierra de mártires y de genios, 
el Sacrificio sublime por las viejas ideas, el empuje ini- 
cial contra la obra abominable de 1815. Italia empeza- 
ría a sentir la gran tristeza de la inmensidad, esa noble 
melancolía del esfuerzo destinado a quebrantar la mon- 
taña. Languidecer al pie de una esperanza es dominar la 
eternidad. Nadie comprendió, como Leopardi. el abati- 
miento fecundo de esta soberana transformación de la 
vida. 

E che pensieri immensi , 
che dolci sogni mi spiró la vista 
> di quel lontano mar, qiiei monti azzarri, 

che di qua scopro, e che vareare un giorno 
io mi pensara . . . 

El límite, de nuestros sueños acaba con el sentimiento 
de nuestra justicia. Se renace a costa del dolor y de la 
muerte. Los* grandes afectos crecerán vigorosos bajo la 
fres'ca lluvia de las lágrimas. Nuestro deseo es el espas- 
mo efímero que agoniza y se pierde en el silencio de 
nuestro corazón. No dominamos más que un instante. 
Soberanos de una hora, nos creemos dichosos con nues- 
tro imperio fugitivo. Pero si el infinito pertenece a la 
historia, todo el universo cabe y palpita dentro, del 
alma. . . 



CAPITULO II (1) 


El presidente Wilson, espíritu archipacifisita, enemi- 
go teórico del militarismo y de la violencia, a quien el 
mundo creyó definitivamente perdido en un mar de 
abstracciones humanitarias, acaba de firmar una decla- 
ración de guerra. Bajo su mano se forja el destino de 
cien millones de hombres arrojados* de pronto a la ho- 
guera. Movimiento ftaíbal y trágico, que representa una 
gran enseñanza psicológica, movimiento inesperado 
para el mismo Wálsoln, que había llevado hasta la neuro- 
sis sus ardientes quimeras! fraternales. No hay duda 
que el presidente de los Estados Unidos jamás pensó 
que, bajo la terrible presión de los acontecimientos?, pu- 
diera arrastrar a la matanza a sus connacionales. Es 
verdad que Wilson sigue siendo aihora tan pacifista como 
antes de la guerra, aún después de haber asistido al de- 
rrumbe de sus ilusiones, al fracaso práctico de sus 
ideas morales. La experiencia nos golpea rudamente, nos 
conduce en medio del torbellino universal, pero no re- 
nueva las debilidades de nuestro corazón ni substituye 
los ideales que hemos amado durante toda la vida. El 
ideal es la fisonomía del espíritu, es el rasgo vivo y pal- 
pitante por el cual las almas! se. atraen, se penetran y se 
reconocen. La ilusión interior sólo se desvanece con la 
muerte. De la misma manera se borran; dulcemente las 
líneas de nuestro rostro. Al toque de la agonía se des- 
compone nuestra existencia en sus principios eternos, y 
las quimeran vuelan, locas y dispersas, en bandadas 


(1) Una gran parte de este capítulo apareció en La Nación de Buenos Aires de 
20 de mayo de 1017. 



22 


ADOLFO AGORIO 


errantes. Entonces sentimos una ir? definible, sensación 
de vacío y de desesperanza, como si algo frágil se que- 
brase dentro de nosotros. Es que, en el silencio de nues- 
tro recogimiento escéptico, vemos cómo se nos escapa 
para siempre el contenido moral de la vida. 

* 

# * 

Imposible reconstruir nuestros sueños con la misma 
fe, con el mismo entusiasmo, con la misma sinceridad. 
Jamás conseguiremos animar láis ruijuasi, nunca 
edificaremos con escombros ni con cenizas. He 
ahí por qué, bajo el manto de su retórica optimista, la 
última parte del mensaje de Wilson destila una atroz 
amargura.. “Es un deber ingrato y angustioso el que he - 
tenido que cumplir al dirigirme a vosotros, dice. Acaso 
tengamos que soportar muchos meses de duras pruebas 
y sacrificios. Es una cosa terrible conducir a este, gran- 
de y pacífico pueblo a la más desastrosa dé todas las 
guerras. La civilización misma parece hallarse en la 
balanza. Pero yo opino que el derecho es algo más pre- 
cioso que la paiz. Combatiremos por cos'as que siempre 
hemos tenido muy cerca del corazón, por la democracia, 
por el derecho de aquellos que sometiéndose a la autori- 
dad, tienen que esperar la defensa de su .gobierno, por 
los derechos y libertades de las pequeñas naciones' contra 
la universal dominación, vale decir, por el respeto que 
merecen los pueblos libres”. Como vemos, el propio Wil- 
son se encarga de proclamar la crisis' del ideal pacifista 
frente al derecho amenazado por el pangermanismo. 
Pero la bancarrota teórica de las ideas morales seguirá 
forzosamente a este espantoso cataclismo objetivo de las 
doctrinas!. Ninguna teoría interracV nal ha salido sana 
del desastre. Ningún s’stema huma.riitario ha sufrido 
victoriosamente la dolorosa y smgrmnta prueba. Los 
hechos han vuelto a erguirse contra las ideas artificiales 
exasperadas por la fiebre de los predicadores. No obs- 
tante las lecciones de la tragedia. William Loubat escri- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


23 


i e que el espíritu de l¡as convenciones de La Haya mo ha 
perecido. A pesar del repetido ultraje a todos los prin- 
cipios del derecho internacional, no faltan inteligen- 
cias movidas por factores místicos, aisladas de la. huma- 
nidad por la brama espesa de la metafísica, impermeables 
a las verdades más crueles, que prosiguen, construyendo, 
insensibles al estrépito de afuera, sus fórmulas abstrac- 
tas y frías. 


* 

* * 

Para después de la guerra se espera un choque gigain- 
tesco contra los fundamentos morales de la sociedad 
humana, choque tan formidable, tan íntimo, que puede 
cambiar la esencia de nuestras fantasías pacifistas. Nos 
hallamos al borde de esta suprema transformación. Yai 
ha comenzado el gran proceso de todos los valores éti- 
cos, la gran revisión de tocllas las* entidades fraternales, 
el gran análisis de todas las garantías jurídicas. El 
universo reposa sobre instintos que han sido ideas. Na- 
die sospecha lo que resultará de este balance mudo que 
tiene por teatro el misterio inquietante de las almas. Es 
necesario que 1a. concepción abstracta de la paz se trans- 
forme en instinto natural, em sentimiento orgánico’, para 
que pueda ser nna realidad concreta entre los hombres. 
El pastor protestante de Octavio Mirbeau, oliendo a 
g.in, mascullando trozos del Evangelio bajo el cielo encen- 
dido de China, siguiendo el rastro ensangrentado de los 
ejércitos, cree también en la paz, como buen cristiano. Pero 
su creencia es hija de un deber profesional, jamás un ins- 
tinto. “Por todas partes donde hav sangre derramad, ai que 
legitimar, escribe. Mirbeau, piraterías que consagrar, viola 
ciones que bendecir, estamos seguros de ver a este Tarto Po 
británico realizando, bajo el pretexto de proselitistno reli- 
gioso o de estudio científico, la¡ obra de abominable conquisl? 
ta”. ¡ Ah ! ¡ Con qué vertiginosa rapidez se desplaza el cen- 
tro de gravedad de la moral universal ! Mirificara murió con- 
vencido de que el Tartufo pacifista no tiene nacionalidad. 
Los teóricos de la guerra germánica inocularon a la especie 



2 1 ADOLFO ACORTO 

el virus ele. su cinismo elegante, transmitiéndole el 
gusto de la hipocresía cargada de retórica. Olausewitz 
•sostiene que la guerra más cruel y monstruosa es la más 
humana, puesto que resulta la más breve. Dentro de su 
fórmula negativa y bárbara, Clausewitz amaba la peiz. 
Mirbeau no se equivoca, «pues, cuando presiente la som- 
bra astuta y feroz del pacifista cristiano perfilándose 
sobre la desolación de los pueblos vencidos. Cuando no 
íaivorece abiertamente la obra insensata del atropello, la 
paloma evangélica interviene para entorpecer la marcha 
de la justicia. De ahí que el gran demoledor que fué 
Mirbeau, cuando transforma su razonamiento en tempes- 
tad de blasfemia, descubre la fría sonrisa del salvador 
espiritual al luidlo del sloldado ebrio y del Shiylock de 
presa, junto al umbral de la última cabaña arruinada, 
“llevando la civilización en la llama de las antorchas, 
en la punta de los sables y de las bayonetas”. El pacifis- 
mo no puede triunfar mientras resulte del enervamiento 
de todas las facultades creadoras del hombre. La paz debe 
responder a una mentalidad afirmativa, a. un sentimiento 
irracional, y no a un barniz de cultura filosófica.. Debe 
ser una isla de intereses, de fuerzas* afectivas, anclada en 
la conciencia de los hombi'es. No hay que olvidar que 
no es la verborrea de los políticos lo que hace la histora. 

* 

Existe una energía natural, ciega, instintiva, casi sal- 
vaje, que socava lentamente los fundamentos de la hu- 
manidad. ¿Qué significa esa polvareda de sistemas mora- 
les, ese vértigo de Sangre arrebatando a la sociedad hu- 
mana enloquecida, trastornando nuestra concepción here- 
ditaria del mundo? Una prueba de que los hombres evo- 
lucionan en piamos distintos es la diversidad infinita de 
predisposiciones) y de tendencias, las cuales pueden sola- 
mente ser encauzadas hacia un fin único por la discipli- 
na férrea del Estado. La verdadera armonía no se realiza 
en los ideales, sino en los apetitos. No nes hallamos ante 



IjA SOMBRA DE EUROPA 


25 


la legión absorta en el deslumbramiento de las ideas, simo 
fíenle ial rebaño dócil que marcha aguijoneado bajo la 
espuela sórdida de todos los deseos subconscientes. La 
última etapa de la evolución ideológica de iWilson coinci- 
de con la guerra, es decir, con el espíritu negativo de 
todo su ensueño jurídico, con la ruina, absoluta de ese 
lirismo fraternal, acaso menos absurdo que impotente 
para orientar a la especie diesen frena día. Ya en plena orgía 
de violencias, arrastrada por la locura sanguinaria de 
Europa, la gran nación norteamericana nos reserva mu- 
chas sorpresas. Dotado de una admirable preparación 
técnica, el pueblo norteamericano puede crear nuevos y 
espantosos mecanismos de destrucción, dar a la guerra un 
sello de originalidad inesperada. En pocos países como en 
los Estados Unidos pueden hacerse posibles los sueños 
prodigiosos de Edison. La bancarrota, de las ideas mora- 
les traerá un renacimiento de todas esas' fuerzas ocultas 
que enriquecen la ciencia, de los ejércitos, herramienta 
sutil y formidable puesta al servicio de la muerte. 


* * 

Por lo pronto, los Estados Unidos empiezan a transfor- 
marse de potencia industrial en potencia militar. Los 
aspectos internacionales de ese fenómeno histórico del 
cual depende quizá el porvenir de la América latina me- 
recen meditarse. Pero ahora ms interesan las consecuen- 
cias técnicas posibles' de este nuevo conflicto. La guerra 
moderna es obra de ciencia, de método, de disciplina. El 
porvenir mo hará más que acentuar la intervención del 
laboratorio en el exterminio matemático de la raza* hu- 
mana. Gustavo Le Bon, en su libro Premieres conséqucn- 
ces de la guerre, aparecido en París al finalizar 1916, 
sostiene la teoría de que la guerra futura será dirigida 
por simples especialistas. Los períodos de paz, eadia. vez 
más largos, favorecerán notablemente el proceso de la 
eopecializac’ón . El maqumismo, el terrible maquimásmo 
que, en el taller, va su.prinnie.ndo sin piedad al obrero, 



26 


ADOLFO AGOBIO 


acabará por substituir también al soldado. “Ya se entrevé 
el momento — escribe Le Bon, — en que la máquina de 
matar reemplazará al guerrero, de la misma manera que 
la hulla desalojó en otro tiempo al esclavo. Para ese día, 
los' inmensos ejércitos actuales serán substituidos por 
pequeños equipos de. especialistas, capaces de manejar 
miramientos destructores formidables”. Actualmente los 
artilleros combátela sin verse. Detrás de los soldados hay 
uii/a compleja organización técnica de usinas y laborato- 
rios, sin la cual el ejército sucumbiría. Los generales diri- 
gen las operaciones a muchos kilómetros de distancia, e¡n 
el silencio de utn gabinete que es el centro de todo un sis- 
tema nervioso de millones de soldados. El horror de lia 
lucha lia superado a las creaciones de las fantasías más 
ardientes. Y hay que tener en cuenta que apenas han sido 
desflorados los secretos de la bacteriología, de la radiolo- 
gía, de la teranoquímiea. Rutherford nos deja presentir 
lo que sería una guerra; que utilizase el radium como 
fuente de energía, haciendo notar que cada gramo produ- 
ce, en equilibrio radioactivo, 876,000 pequeñas calorías 
anuales. Con uin solo gramo de radium podría abstenerse 
un equivalente mecánico gigantesco el día en que se descu- 
briese el procedimiento científico para explotar, en el 
sentido de la guerra, esa cristalización de fuerzas mons- 
truosas e incalculables. ¿Y qué decir de los cultivos capa- 
ces de aniquilar por la peste a pueb’os enteros, de las 
ondas hertzianas organizadas para producir explosiones a 
distancias inverosímiles, buscándose en el espacio, neutra- 
lizándose con 'misteriosas interferencias ? ¿ Qué decir de 
las pastillas aiparelnitemente inofensivas, productoras de 
gases envenenados y de llamas voraces, elaboradas para 
arrasar aldeas y ciudades? ¿Q.u i decir, en fin, de los tor- 
pedos guiados por vibraciones eléctricas, como por una 
mano mágica, desviados de su camino o lanzados a la 
destrucción abominable? Frente a es'tos cuadros, som- 
bríos y horribles, el Napoleón de las oleografías, empi- 
nándose. sobre los estribos para dominar el campo de ba- 
talla, aparece como urna pobre imagen sin sentido lógico. 
Las matanzas' ganarán en embriaguez, en voluptuosidad 



LA SOMBRA DE EUROPA 


27 


intelectual, en desolación. Desgraciadamente, los aconte- 
cimientos ¡actuales nos demuestran que el espanto no es 
i'actor de -paz. Tal vez se espera demasiado del genio nor- 
teamericano, que hoy pone todo s'u ¡pensamiento en la gue- 
rra. Nada debe sorprendernos en este cálculo infinito de 
probabilidades. Conviene no olvidar que la imaginación 
de Wells, el profeta británico, no es otra cosa que, ciencia 
anticipada. Por otra -parte, no hay país mejor organizado 
que los Estados Unidos para adelantarnos algunas' visio- 
nes de la guerra futura. En momentos en que la espada 
de Washington vuelve a caer en la balanza, de los destinos 
humanos para afirmar la victoria de la justicial, el mundo 
se, recoge solemnemente y espera en silencio el minuto 
trágico de la revelación. 


* 

<: * 

La bancarrota de las ideas morales tiene su origen en 
un malestar general de la raza humana, en un creciente 
fastidio de todas las' cosas del mundo . Estarnos descon- 
tentos del despotismo y de la democracia, de todas las 
formas de, gobierno destinadas a limitar la libre expan- 
sión de nuestra personalidad. Un vicio hereditario nos 
ha habituado a objetivar nuestro disguste en la lucha 
política. Pero lai política es arma imperfecta, que no 
toea más que los aspectos exteriores de las cosas, incapaz 
de adaptar las mentalidades y de transformar las psi- 
cologías. Desde el tiempo de Aristóteles, que dió en 
sugerir las fórmulas del buen gobierno, la política ha 
seguido siendo un juego inocente o diabólico, el sonajero 
que distrae a los pueblos, que les hace olvidar un mi- 
nuto su eterna inquietud. Los problemas de la sociedad 
humana no tienen más solución que el ser substituidos 
por otros problemas. El enigma de nuestra finalidad 
y de nuestro destino se renueva constantemente. No¡ hay 
solo desigualdades económicas, opuestas al ideal de la 
fraternidad, sino desigualdades morales, abismos de di- 
ferenciación psicológica, barreras que dividen a la hu- 



28 


ADOLFO ACORTO 


inanidad en castas irreconciliables. La pedantería con- 
temporánea ha intentado corregirlo todo mediante el 
cálculo, el análisis y la experimentación. El fanatismo 
del laboratorio ha reglamentado el trabajo cerebral ; pero 
su sombra, malsana se ha filtrado en la arquitectura ín- 
tima del universo. El furor científico ha causado a la 
especie males peores que el furor de Atila. La ciencia 
crítica, fría, geométrica, desposeída de toda grandeza 
.subjetiva, nos ha convertido en rebaño de salvajes disci- 
plinados. Esa ciencia funesta que hace de nosotros ex- 
celentes mecánicos y detestables psicólogos; ese furor 
científico, sin resortes inhibitorios, nos lleva lentamente 
al canibalismo moral, a la prostitución del alma, al en- 
canallamiento de la conciencia. Exagerar, como Paul 
Bourget, los beneficios del fenómeno religioso es caer en 
el mismo error de lógica, contaminarse con los gérmenes 
de las más groseras supersticiones. Todos los fanatis- 
mos, ya sean místicos o racionalistas, poseen un fondo 
común de hiperestesia mental, de instinto exagerado por 
el misterio. Religión no es otra cosa que el deseo de 
nuestro perfeccionamiento moral fundado en principios 
extraterrenos. El sociomorfismo de. Guyau no es más 
que un sentimiento subordinado a voluntades, que el 
hombre primitivo coloca fuera de la individualidad hu- 
mana. El método de la historia natural de. las religio- 
nes es el método de la historia natural de la costra te- 
rrestre. Hay una geología de las creencias que. nos en- 
seña la formación de los viejos mitos y que nos hace 
presentir nuevos sueños. 


❖ 

5 *: 

De nada vale el temor religioso sin el freno moral. La 
piedad es a veces un desbordamiento frenético. Los' pri- 
meros mitos civilizadores, la verdad y la justicia, na- 
cieron del miedo. Pero no sólo el horror ai lo descono- 
cido es capaz de dirigir el espíritu humano. No hay 
duda que Guillermo II teme a Dios, aun cuando se per- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


29 


mi-te darle consejos*. Además del sentimiento de su po- 
der infalible ; Guillermo II posee en alto grado La¡ neu- 
rosis de la divinidad. Un día, contra la opinión de to- 
dos los eruditos de su Imperio proclama que cierto busto 
descubierto en oasa de un anticuario, pertenece, a Leonar- 
do de Vinci. Dentro de la obra de arte fueron bailados 
más tarde periódicos ingleses' de fecha reciente que ha- 
bían servido .al escultor para sostener la arcilla. Otro día, 
según nos informa en su libro Orfeo el eminente histo- 
riador de lias religiones, Salomón' Reinach, el emperador 
falla en un asunto de índole sagrada. Se trataba de las 
leyes de Hammurabí, desenterradas cerca de Babilonia. 
Las investigaciones arqueológicas habían demostrado 
que, no obstante su parentesco con la legislación de Moi- 
sés. el código babilónico llevaba seis ¡siglos de ventaja 
sobre las leyes mosaicas. “Por tanto, dice Reinach, si 
este último código hubiese sido dictado por Dios a Moi- 
sés. la divinidad habría plagiado a Hammurabí. Esta 
conclusión pareció, con justa razón, inadmisible al más 
universal de los sabios alemanes, al emperador Guillermo 
II. En carta famosa dirigida a un almirante, resolvió 
que Dios había inspirado sucesivamente a varias emi- 
nencias, entre ellas a Hammurabí, Moisés, Carlomiaigno, 
Lutero y a su abuelo Guillermo I. Esta opinión no dejó 
de prevalecer entre los cortesanos.” Las páginas de 
Salomón Reinach, escritas algunos años antes de estallar 
el conflicto europeo, son de una actualidad permanente, 
la actualidad de las cosas hechas para sobrevivirse. Sa- 
lomón Reinach es un espíritu emancipado de los' pre- 
juicios ancestrales, un corazón abierto sobre horizontes 
de esperanza, unía fuerza en matucha hacia el perfeccio- 
namiento infinito de la humanidad. (1) De ahí que Gui- 
llermo no aparezca retratado al través del juicio de un 


(1) Párrafos de una carta de Salomón Reinach dirigida al autor de este libro: 
«Dans la langue sonore que je vous envíe de faire vibrer si puissamraent, Fuerxa y 
Dcredrt exprime des vórités óternelles. Je salue avec vous le génie de la Marseillais e 
qui préparc laborieusement, raais súremont, un monde nouveau, une religión nou- 
velle. Vouz serez de ceux qui auront éloquemment añnoncé Tavenir». 



30 


ADOLFO AGORIO 


hombre frívolo. Su temor d'e Dios se nos presenta como 
una de las tantas variedades del rico temperamento tea- 
tral de los IlohenzoillernS. La religión de la familia po- 
see sus fundamentos en una moralidad de tribu salvaje, 
absolutamente inferior, que coloca la violencia por en- 
cima de todas las conquistas del espíritu. La simulación! 
se junta al fastidio para cargar los matices de la ban- 
carrota moral. Comparad el áspero espíritu religioso 
del monarca germánico con la religión de Platón, de Spi- 
noza, de Lammenais o de Augusto Comte. No sería po- 
sible establecer diferencias entre la idealidad del deber 
moral, entre los encantos superiores de la ética pura, y 
el brutal misticismo de la matanza, ese delirio sangriento 
reducido a fórmulas de- escolástica. Existe la crimina- 
lidad con manto aristocrático, defendida detrás de un 
depravado refinamiento intelectual. Hemos llegado in- 
sensiblemente a corromper nuestras meditaciones. Cava- 
mos nuestra fosa, con la herramienta sutil de los doctri- 
narios. La teoría de la barbarie es ya peor que la bar- 
barie misma. Se diría que el mundo busca reintegrar 
las fuerzas perdidas por el culto de la abominación. 



CAPÍTULO III 


En 1913, un año antes de estallar el gran conflicto, la 
librería de Chapelot publicaba en París una edición fran- 
cesa de La guerra de hoy, el célebre libro de Bernhardii. 
Lia obra, cuidadosamente revisada por el teniente coro- 
nel Colín», cayó entonces e.n el vacío. Apenas si alcanzó 
a circular entre un limitadlo grupo de profesionales . y 
de especialistas. Fué necesario el cataclismo de todos 
los valores humanos, la fiebre atroz de la guerra, para 
que el libro de Von Bernhardi surgiese de nuevo envuel- 
to en las llamaradas del incendio, vestido con los res- 
plandores de una actualidad trágica. Con el instinto 
adormecido por quimeras fraternales, sometido a la apa- 
riencia de realidades pacifistas, los pueblos latinos ha- 
bían llegado a un estado de enervamiento fatal, inquie,- 
tante, hecho de confianza y de idealismo. En medio de 
este cuadro apacible, el general Bernhardi resultaba un 
humorista sombrío. Imposible separar la debilidad fí- 
sica de la exaltación de las fuerzas morales!. Cuando la 
energía material parecía languidecer, el espíritu regene- 
raba. las viejas aberraciones de la conciencia colectiva. 
Un soplo misterioso avivaba la llama del alma. De, ahí 
que se haya identificado el renacimiento filosófico de la 
justicia con la fiesta mortal de la decadencia. Los* sol- 
dados deponían las armas para discutir los principios de 
la Internacional. Los pensadores relajaban la disciplina 
del ejército. El personaje de Lavedam, que abomina de 
su carrera militar impuesta por las tradiciones de la 
familia, que habla de la guerra como de uin vieio repug- 
nante y que rehúsa a la Francia el invento diabólico que 
puede darte la victoria, no es menos digno que el héroe 



32 


ADOLFO AGORIO 


improvisado por la tragedia, el soldado que sale de la 
molicie intelectual para empuñar la bayoneta y cargar 
sonriendo a la muerte. No constituye ningún reproche 
para Francia el hecho de que sus soldados hayan discu- 
tido sobre el alcance psicológico de las matanzas huma- 
náis y hayan sentido hondamente el terrible conflicto mo- 
ral entre la devoción de los ideales puros y la necesidad 
cruel de la defensa armada. La capacidad para la victo- 
ria nace precisamente desde .el fondo de estos grandes de- 
bates íntimos. Sin el espíritu, sin el sentimiento, la 
ciencia es un montón de cenizas frías. Leyendo ahora a 
V'..n Bernhardi se experimenta urna extraña voluptuosi- 
dad. El general alemán es un teorizante de la fuerza 
brutal. Cree únicamente en la violencia científica, en la 
eficacia de los medios exteriores, en el progreso infinito 
de la técnica', en el perfeccionamiento ilimitado del me- 
canismo militar. Para el autor de. La guerra de hoy, 
las doctrinas' morales distraen la verdadera actividad del 
soldado, son una carga dañosa, un peso inútil que estor- 
ba la buena marcha de la máquina. Yon Bernhardi se 
asombra ante la idea de que puedan existir gobiernos 
pacifistas. Su rudo sentido germánico no perdona a la 
filosofía pura el haber preparado la bancarrota de la vo- 
luntad. “Antes', escribe con ironía, los apóstoles de la 
fraternidad universal eran algunos soñadores y utopistas 
congregados en torno de Kant. Hoy son los gobernantes 
quienes se han apoderado de esas ideasl para cubrirse, con 
el manto de una humanidad superior. ’ ’ Para el general 
Bernhardi, la guerra es el estado normal de la especie. 
De ahí que la paz, garantida por pedazos de papel, se 
concibe únicamente como un armisticio efímero en me- 
dio del gran' conflicto secular. “Los tratados, agrega, 
cuando no s'e limitan estrictamente a ciertos puntos de 
derecho, representan casi siempre un pretexto para es- 
conder tentativas políticas de otra índole; los tratados 
son heahos muchas veces para provocar la guerra que 
pretendían evitar”. Como vemos, Bélgica no constituye 
una excepción. Su martirio representa la fórmula des- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


33 


muda del pensamiento germánico, es la¡ ley implacable 
que, a pesar de las grandes enseñanzas del siglo, quiso 
hacerse universal en virtud de principies salvajes y de. 
teorías' absurdas. 


* 

* * 

Los historiadores del porvenir dirán que 1917 no deseó 
la paz como una aspiración precisa y coherente. Arras- 
trada por un torbellino de sensaciones contradictorias, 
Europa lucha contra los fantasmas que ella misma ha 
creado>. La paz se siente como una embriaguez brumo- 
sa, como un ensueño triste. ¿ Para qué deliberar sobre 
la posibilidad de una nueva tregua, poblada de amena- 
zas, cuando la canción bárbara ruge todavía soibre los 
campos ensangrentados ? Su ritmo áspero cuenta los 
segundos, como si ellos fuesen las gotas de sangre de una 
humanidad que se va vaciando lentamente de todo su 
contenido moral. Cada minuto que se aleja es un es- 
fuerzo precioso que se pierde. No obstainte, la paz de 
ahora quiere decir guerra dentro de quince años. La 
fraternidad humana no puede reposar más que sobre el 
ideal superior de la nacionalidad. Nada valen liáis coa- 
liciones cuando substituyen y renuevan el imperialismo. 
El congreso de 181 5, inspirado en ideas aimtinapoleóni- 
cas. no hace otra cos'a que agravar los males causados 
por Bonaparte. El congreso de. 1878, lejos de atenuar 
la obra perniciosa de Bismarck, se complace en perfec- 
cionarla. Suprimir los términos del problema no es re- 
solverlo. El sentido social de los estadistas se nos an- 
toja incompleto, precisamente porque no roza más que 
los aspectos sensibles de la vida colectiva. Es necesiario 
profundizar los sentimientos íntimos de la sociedad hu- 
mana para aproximarse algo a las Poluciones verdaderas. 
Aliviar un malestar cuando no se comprende, equivale 
a prolongarlo. Algunos de los pueblos de Europa siae 
t'on que se desangran para libertar a Bélgica y a Serbia, 
para asegurar a las naciones débiles los beneficios de la 
justicia internacional. En eso han puesto su honor y 



34 


ADOLFO AGORIO 


su gloria. He ahí dos bellas palabras que coinciden en 
unía esperanza sublime. Alfredo de Vigny sonreía tran- 
quilo, ya que él pensaba que basta sentir una cosa para 
creer en su existencia. Realizar el ideal es renovarlo. 
Se aleja de nuestra mano, pero su luz recorre eterna- 
mente los horizontes de la inteligencia. Detrás de nos- 
otros no quedan más que restos helados, fragmentos fos- 
forescentes, la nada con fisonomía, el vacío animado por 
el recuerdo. No se trata de yen ti r odio hacia lo que ha 
de venir, sino repugnancia por esa amenaza sin forma, 
que se filtra por las rendijas de nuestro edificio moral, 
gelatina infame, adaptada tanto al culto de la bondad 
como al doetrinarismo de los malvados, molusco viscoso 
y abominable que rechaza, el molde enérgico del alma 
para hacer de la humanidad un monstruo ciego, un vol- 
cán de instintos fatales. A pesar de todo, entristece el 
meditar que otra vez se volverá al respeto hipócrita de 
los tratados, que otra vez las naciones garantirán su in- 
dependencia con pedazos de papel cubiertos de firmas'. 
Y entretanto, mientras el planeta se siente estrangulado 
por un anillo de fuego, mientras las ciudades se convier- 
ten en polvo y las torres góticas se. derrumban con es- 
trépito, los neutrales cierran los ojos al horror, quedan 
inertes ante el sufrimiento y dejan que la canción bár- 
bara siga contando, con su ritmo maldito, la agonía del 
mundo. 


* * 

* 

El eminente profesor Aulard, el sabio escrutador del 
gran período revolucionario de Francia, el demoledor de 
lógica inflexible que destruyó las leyendas atroces pro- 
pagadas por los historiadores realistas, pronunció una 
notable conferencia en la Sorbona sobre la Revolución 
francesa y la guerra actual. Aulard sigue detenida- 
mente la evolución del pensamiento europeo en el siglo 
XVIII. Luego nos habla de la unión soberbia de Fran- 
cia en su plano moral y político, la patria que nace, la 
gran federación nacional, las múltiples federaciones pro- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


35 


vi aciales del Rhin, del Delfinado, de Anjou, de Bretaña, 
de Alsacia, de Lorena. . . La palabra del maestro, clara 
y concisa se empaña por la emoción cuando evoca el día 
glorioso en que todos esos pueblos, con un entusiasmo 
patriótico jamás igualado en la historia, juraban no for- 
mar más que una sola familia de hermanosi. ‘ ‘ Eise pacto, 
exclama, ha sido cimentado con sangre en el curso de. 
inolvidables guerras. Tiambién hoy es en nombre de esos 
principios que Estrasburgo y Metz nos esperan como a 
libertadores”. Pero el orador alcanza el ipunto más 
cautivante de la disertación cuando se aipoya en ideas 
alemanas para desarrollar con más amplitud la esencia 
de su doctrina revolucionaria. Kant le sirve de atalaya. 
Haciendo abstracción de su proverbial criticistno meta- 
físico, Aulard va sin vacilaciones al fondo de la filosofía 
germánica del gran siglo. Dentro del principio del li- 
bre consentimiento de los pueblos, Francia debe asegu- 
rar la paz de Europa sobre la base de la Declaración de 
los Derechos del Hombre. “El axioma es indiscutible, 
dice, hasta el punto de que lo han adoptado los grandes 
parladores alemanes. Los escritos políticos de Kant no 
son más que el resumen de. las teorías y de las ideas de 
la Revolución francesa”. Para justificar sus palabras, 
el ilustre historiador lee algunos párrafos del filósofo de 
Ivoenigsberg, donde se condena el espionaje y las falsas 
noticias, donde se defiende el derecho de gentes, donde 
se abomina de la guerra de conquista y de toda campaña 
militar que no tenga por objeto la defensa del país. “Si 
Kant viviese todavía, agrega el orador, estaría con nos- 
otros en la guerra actual y condenaría los procedimien- 
tos de las tropas del Kaiser. Al considerar el famoso 
manifiesto de los intelectuales alemanes, Aulard se sor- 
prende y se indigna. No puede admitir cómo los pro- 
fesores teutones han tenido la suprema audacia, el des- 
enfado inaudito, la atroz impudicia de colocarle bajo la 
autoridad del gran espíritu que fundaba el derecho in- 
ternacional sobre una federación de Estados libres, y que 
reconocía la legitimidad de intervenir en la constitución 
de un pueblo extranjero cuando esta constitución crea- 



36 ADOLFO AGORIO 

ha un peligro grave para la libertad de las otras nacio- 
nalidades. “Cuando hayaanos triunfado, termina Au- 
lard, nos apoyaremos en esas palabras de Kaint para des- 
prusianizar la actual constitución alemana”. Pero lo 
que calla el célebre historiador es que, dentro del sistema 
de. hierro de los modernos germanos, Kant es un pensa- 
dor brillante y sensible, un disfraz sin grandeza. Ante 
todo, la filosofía de Koenigsberg es humanitaria. Para 
la Alemania actual la moralidad kantiana no tiene sen- 
tido'. ¿No enseñaba el fundador de los más formidables 
métodos críticos de la conciencia, cpie no hay nada tan 
hermoso como el cielo estrellado sobre nuestras cabezas 
y el sentimiento del deber en nuestro corazón? ¿No nos 
aconsejaba que obrásemos como si nuestros actos queda- 
sen convertidos* en ley general? La Alemania que que- 
brantó el derecho eia Bélgica, no puede creer sincera- 
mente que lo mejor de este mundo sería que todos los 
fuertes pisoteasen a los débiles, se mintiesen los unos* a 
los otros y traicionasen la propia palabra empeñada. 
Para algo existe la consideración mutua entre los hom- 
bres* y el respeto recíproco entre los pueblos. La única 
ley universal posible es aquella que descansa sobre la 
justicia. No existe moral alguna que pueda fundarse 
sobre el error, sobre el despojo, sobre, la. superchería hi- 
pócrita. Kant creó un postulado ético capaz de domi- 
nar la eternidad. Los modernos teorizadores han edifi- 
cado un sistema brutal, castillo perverso y bárbaro que 
no alca/Dizará a vivir en nuestra conciencia ni un solo 
minuto de gloria., ni un solo instante de emoción, ni un 
solo segundo de .afecto, ese segundo mágico de los sue- 
ños, esa gota de aigua en el tiempo, que horada las for- 
talezas de piedra y convierte en polvo el acero que abatió 
a los hombres y asombró a las generaciones. 



CAPÍTULO' IV 


No se trata de uno de esos videntes del tiempo de 
Cagliostro. que leían el porvenir en el fondo de una bo- 
tella de agua clara. Los que. pertenecen a la escuela eso- 
térica del gran aventurero que predijo los horrores de la 
Revolución y la muerte trágica de María Amtonieta, s'e 
empeñan todavía, como Madame de Thébes, en inter- 
pretar el futuro ia base de círculos magnéticos, de gestos 
sibilinos y de pases incoherentes. No obstante, si para 
mucha gente Cagliostro resulta un miserable impostor,, 
no falta, en cambio, quien lo defienda como el más ge- 
nial visionario de su siglo. Se. ha dicho qu,e Cagliostro 
fundaba sus profecías en una teoría propia, personal, 
con asiento en las ciencias positivas y un campo infinito 
abierto sobre el horizonte, de las deducciones geométri- 
cas. Fué el precursor de una ciencia que actualmente 
empieza a crecer y que nos ilumina con sus resplandores 
nacientes. El hombre que comenzó por fascinar al fino 
e ingenuo cardenal de Roban, acabará por seducir a la 
humanidad entera con el estallido de su razón omnipo- 
tente. E'l escultor Houdon nos lo presenta mirando al 
vacío como queriendo escrutar la maquinaria sutil que 
gobierna nuestro destino. Hay mucho de misticismo y 
de altivez en su frente amplia y despejada. En sus ojos 
dominadores s'e advierte ulna mezcla de súplica y de de- 
safío. Y les labios se pliegan, rudos' y apretados, como 
¡tara contener la explosión de unía, fórmula reveladora, 
¡mn embargo, su enseñanza solitaria escolló contra la fa- 
tal.’ dad. E'n la edad contemporánea, los profetas destoo- 
íKtcen el fondo pitagórico de la gran doctrina que hace 
del porvenir una solución matemática. Edifican con 



38 


ADOLFO AGORIO 


formas exteriores, proceden! como meteorólogos a quienes 
tii trae el cálculo elástico de las probabilidades y el valor 
dosificado de los teoremas convencionales. A pesiar de 
todo, este sistema ha realizado prodigios!. Dentro de su 
imperfección relativa, nos ha hecho comprender una ley 
universal, el eslabonamiento misterioso entre los sucesos 
pasados y los que están aún por producirse. En Fran- 
cia, el coronel De Civrieux esperaba la guerra para 1914, 
pronosticando la violación de Bélgica, la intervención de 
Inglaterra y la neutralidad de Italia. Entre los germa- 
nos, la predicción asume formas más espantosas. Yon 
Bemhardi nos presenta a Alemania luchando enfurecida 
como una bestia a la cual se cerca cora murallas de bayo- 
netas, abriéndose paso a sangre y fuego, pasando sobre 
las naciones como una tempestad de acero, arrasando 
todo, no respetando los derechos de nadie, fundando su 
grandeza sobre pedestales de carme deshecha y hedionda. 
Pero nada tan inquietante, nada que desconcierte tanto 
como la profecía de un militar desconocido, de P. B. 
Gheusi, que es en la actualidad oficial ordenanza del ge- 
neral Gallieni. En un estudio aparecido en la Nouvelle 
Eeime correspondiente al 1.* de enero de 1912, está con- 
tenida, era términos generales, tocia la crónica de la gue- 
rra, desde la batalla del Mame hasta la línea de trin- 
cheras que se extiende de. Bélgica a Abacia, pasando por 
las márgenes del Aisne. “Tendremos la guerra, escri- 
bía Gheusi. Un inmenso despertar (nacional ha galvani- 
zado los corazones. La culpa de esta movilización ele los 
espíritus, precediendo a la movilización de los ejércitos, 
incumbe toda entera a Alemania y a su política de vc\- 
jac iones”. Luego el profeta nos describe la inacción de 
Italia, el concurso militar y naval de. Inglaterra, los' 
primeros fracasos, la ayuda tardía de Rusia, “la gigan- 
tesca línea de batalla que hará frente al enemigo desde 
Dunkerque hasta Belfort, pues la neutralidad de Bél- 
gica será decididamente violada por los alemanes”, j. No 
están aquí presentidas, además de la novedosa guerra de 
topos, las retiradas sangrientas de Mons y de Oharleroi? 
En cuanto a. la acción del Mame, las frases de Gheusi 



LA SOMBRA DE EUROPA 


39 


superan todas Ibis/ previsiones imaginables. La victoria 
francesa está resuelta con la exactitud de un problema 
algebraico. Asistimos primero al plan defensivo de Jof- 
fre, esa concepción maravillosa que levantó tantos temo- 
res y despertó tantas emociones. “Aún cuando los ejér- 
citos de.1 Este y del Norte renuncien a.1 .principio a esa 
ofensiva tan querida de los tácticos franceses, igualmen- 
te podrán alcanzar la victoria coinitra un enemigo que 
tendrá que sufrir el fuego de una artillería de tiro rá- 
pido, abastecida como para realizar doscientos disiparos 
por pieza.” Ahora entrarnos en Chálons. Ya. sentimos los 
primeros estruendos de la gran batalla del Mame.. ‘ ‘ Se 
dejaría penetrar al enemigo en dirección >al campo de 
Chálons, agrega Gheusi. Estaremos sostenidos entonces 
por la fortaleza formidable del campo atrincherado de 
París. Y los? alemanes, aventurándose en esa ratonera, 
no escaparán de ella simo completamente deshechos. Si 
Francia sabe conservar s'u sangre fría, su derrota será 
imposible, aun después de sorpresas funestas y de re- 
veses inmerecidos”. Pocas cos'as tan simples y verdade- 
ras. Con. los ojos cerrados, el profeta ha esbozado una 
gran parte de la historia de Francia, ha pronunciado sus 
fallos dos años antes de verlos cumplidos. Y Gheusi no 
es más que un sencillo oficial, una unidad casi anónima 
en la masa obscura de los soldados. Es que el genio no 
reconoce jerarquías. Al igual que un insecto diabólico 
y brillante, s'e posa tanto sobre las corolas perfumadas 
como sobre las chozas infectas. Su inconsciencia loca es 
el mayor atributo de su grandeza. Oscila del P'izarro 
analfabeto al Napoleón erudito, legislador y soldado. 
Por eso, cuando el profeta nos cuenta lo que todavía es- 
peramos, nuestra conciencia se ensancha, nuestra alma 
se puebla de vibraciones raras, se llena de supremo en- 
canto y de vago consuelo Después de haber volado eim 
le sombra, Gheusi vuelve hacia nosotros susí ojos escru- 
tadores y optimistas. “Pasada la guerra, termina, ha- 
bremos finalizado un medio siglo de querellas odiosas y 
do persistente mala fe. Nosotros lloraremos a nuestros 
muertos, curaremos nuestras heridas, volveremos a edifi- 



40 


ADOLFO AGOBIO 


car ciudades nuevas y tendremos delante de nosotros lar- 
gos laños de paz fecunda, de trabajo y de libertad”. El 
profeta calla, desgranando sftis últimas palabras en una 
promesa fraternal. Cuando la barbarie más abominable 
perturba el corazón de los hombres y desgarra las en- 
trañas de la especie, pensar en el trabajo es volver a 
nacer dignificado y limipio de toda suciedad espiritual. 
El pensamiento de la Francia entera, vuelto a las! ideas 
reparadoras de su gran siglo revolucionario, ha sabido 
ya purificar las perversidades de la guerra con su graiu 
ensueño de justicia. Estamos dando los primeros pasob. 
La postrer profecía empieza a cumplirse. 



CAPÍTULO V 


Hasta los espíritus más escépticos, los' cerebros más 
fríos, los pensadores que más hondamente han penetrado 
los angustiosas secretos de liai historia, se complacen ahora 
en abrir con ademanes furtivos la válvula dorada de los 
sueños. El vaho acre de la tragedia parece excitar el 
recuerdo de las viejas quimeras humanitarias. Ahí está 
Ernesto Laviss'e, el escalpelo inexorable que resquebrajó 
la costra atávica de Europa, el maestro que desentrañó, 
con los orígenes de la civilización francesa, el germen 
de la cultura occidental ; ahí está el historiador, aburri- 
do de contemplar el drama de la barbarie humana, can- 
sado de asistir al triunfo de la violencia y de la men- 
tira, el sabio cuya pupila ha revivido en el escenario de 
las grandes guerras olvidadas, y que hoy, a pesar de 
todo, se deja arrastrar por blandas visiones de bondad. 
El observador, rudo y metódico, el alma que catalogaba 
el dolor, el hambre, la tristeza, sin sentir el latigazo ener- 
vante de la emoción, el autor insensible de una síntesis 
maravillosa de las pasiones y de las ideas, empieza a 
creer, corno el Spencer crepuscular que agonizó desco- 
rriéndonos el velo de lo desconocido', en la redención del 
mundo, por medio de abstracciones morales, por el fan- 
tasma lívido de la justicia. “Esta guerra, escribe, la 
más extraordinaria, 1a. más grande, la más atroz, no 
puede terminar como las otras guerras. No puede defi- 
nirse por una convención de paz firmada por diplomáti- 
cos. Sería un epílogo miserable para un drama tan im- 
portante”. Lavisse no se detiene ante la enormidad de 
un pensamiento que sería impracticable en el mismo 
Olimpo, donde los dioses estaban contaminados por todos 



42 


ADOLFO AGORIO 


los vicios y todos los apetitos del hombre. “Junto al 
congreso de la paz, prevemos un congreso de la justicia, 
agrega. En el primero tomarán asiento los delegados 
de los gobiernos, y en el segundo los representantes de 
los pueblos. E*stos representantes populares serán ele- 
gidos por los parlamentos, por todos los parlamentos de 
la tierra.” Ernesto Lavisse afirma que ante una supre- 
ma corte se ventilará el gran proces'o. Ante ella com- 
parecerán todas las naciones en lucha. “El más grande 
(-rimen cometido contra la humanidad, exclama, debe «cr 
juzgado por la humanidad misma.” Pero luego el his- 
toriador reacciona nerviosamente, coano sorprendido del 
asombro que ha de causar su iniciativa. “Es ésta una 
idea absurda, quimérica, grotesca, dice. Comprendo 
bien que así ha ele. parecer a casi todo el mundo político 
de Francia y de los otros países; a los profesionales de 
la política, a los enervados de la política, a los habituales 
de la política, prisioneros en horizontes estrechos', des- 
encantados. relajados' muchas veces hasta el estigma por 
la vista o la práctica de las intrigas cotidianas”. No 
obstante el impulso sentimental de Ernesto Lavisse, nos 
hace sonreír su ensueño grandioso, ese imponente, jurado 
de la humanidad que resucitará de las cenizas y de la 
sangre paira dictar al planeta su ley sin canción, para 
descargar un castigo que nadie se atreverá a aplicar a 
los fuertes. También en esa hora suprema harán más 
fuerza cien mil bayonetas que todos los tribunales' del 
mundo. Las millones de cadáveres que cuesta la guerra, 
obtendrán justicia cuando seamos capaces de torcer los 
designios naturales de la raza humana, de suprimir el 
misterioso mecanismo que nos gobierna, de edificar nues- 
tra casa sobre las ruinas de la insensatez y del error. 
“Tan grande es la fuerza de la justicia, que ni los mal- 
hechores que se alimentan dé sus crímenes podrían vivir 
sin observarla a su manera.” En esta frase de Cicerón, 
se adivinan las enormes desilusiones, las grandes amar- 
guras que la cultura latina dejó filtrar por los resquicios 
de nuestro estado social. Y Ulpiano, que dio al renaci- 
miento de occidente el vigor de su substancia jurídica. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


43 


entendía que la equidad constituye la baste ética de nues- 
tro derecho. Los bandidos que, en lo más espeso de la 
selva, se reparten en porciones iguales el producto de sus 
despojos, colaboran también al triunfo de una idea mo- 
ral. ‘ ‘ Guardaos de hacer la justicia delante de los hom- 
bres para ser vistos”, decía Jesús. Eli medro de la so- 
ledad, ocultos a la mirada de la policía, los bandoleros 
de Cicerón cumplen religiosamente la máxima cristiana. 
ITe ahí los grandes extravíos' del derecho, que son a la 
vez las grandes ilusiones de la especie. Con el tribunal 
de Lavisse, donde estaría representado todo el rebaño 
humano, los fallos serían engendros? monstruosos. Nin- 
gún pueblo como el alemán está más convencido de la 
justicia de su causa. Fuera de Kiarl Liebnekcht, que 
salvó c-on la cárcel su voto como representante de la de- 
mocracia social, pero que es capaz de sacrificar s'u vida 
en el campo de batalla y de abdicar de su libertad en 
obsequio a lo que él llama expansión de liáis ideas germá- 
nicas; fuera de Maximiliano Harden, que defendió la 
intervención de Italia contra Austria, pero que es en el 
1 ondo más pan germanista que el mismo Bislmarck; fuera 
de algunos estómagos hambrientos, no existen en Ale- 
mania voces discordantes ni crisis interna®. El tribunal 
de la humanidad quedaría, en cambio, desorientado ante 
el espectáculo de los demás países, dividido® por crite- 
rios diversos, con sus torbellinos de descontentos y de 
huelguista®, con sus parlamentos inquietos, donde la crí- 
tica, asoma a cada rato y donde la protesta ruge a veces' 
como la metralla. Hay que confesar que ha hecho más 
mal a Inglaterra la retórica envenenada de Bernord 
Shaw que todos los submarinos de Von Tirpitz. Lo mis- 
mo podríamos decir de lo® lirismos pacifistas de Romain 
Rolland. Efe que, debajo de, las nerviosidades más legí- 
tima®, se esconde un placer morboso e hipócrita. A pe- 
sar de sus rachas de indignación convencional, todos de- 
sean que la enfermedad se prolongue para seguir inven- 
tando hastia el infinito sus fórmulas humanitaria® y va- 
cías. El día en oue la tragedia, termine, acabarán ellos 
también en su oficio de apóstoles. Para ellos, ése será 



44 


ADOLFO A GORIO 


el capítulo más triste del conflicto europeo. La huma- 
nidad ahorrará mucha sangre el día en que se le ocurra 
fusilar a los soñadores como a los espías). Mucho de 
nuestro dolor lo debemos a hombres que no pensaron en 
las consecuencias funestas de sus malabarismos, que lo 
han sacrificado todo por una intriga brillante o por una 
frase bonita. Ellos sabían, sin embargo, que la justicia 
es un fantasma secular de quien hemos oído hablar mu- 
cho, pero que jamás hemos visto ; ellos sabían que la vir- 
tud sólo triunfa en las novelas de Georges Ohnet, que 
nuestros medios de apreciación moral son imperfectos, 
que los inocentes abarrotan las cárceles y que los i mal- 
vados se abren camino sobre la carne palpitante de los 
débiles y de los infecundos, desechos llenos de tristeza, 
eternamente condenados, que señalan el derrotero de una 
fuerza biológica y que revelan toda nuestra melancolía 
de bestias heridas por la muerte. 



CAPITULO VI 


Oarlos Richet, el ingenuo sublime, vuelve a afirmar su 
fe en la misión redentora de la ciencia,. Cree que el pro- 
greso científico llegará más allá de la conquista práctica 
del planeta. Su ideal no está hecho de ferrocarriles, ni, 
de laboratorios, ni de cañones. Su fuerza se aleja de la 
tierra, sobrepuja la estrechez del inundo material. La 
ciencia creará una moralidad distinta, alcanzará la re- 
forma íntima de los espíritus. ¡ Pobre Richet, entregado 
furiosamente al espiritismo, 'buscando su sendero en me- 
dio del torbellino d'e una religión experimental, para 
luego pervertirse en las realidades sensibles o ^agonizar 
con el contagio de la banalidad mística 1 Creer en la 
ciencia como si ella, fuese el instrumento de una moral 
superior, no es ningún delito. Pero los hechos demues- 
tran todo lo contrario. Richet, que palpó fantasmas' en 
Argelia, según su propia declaración, no ha podido pe- 
netrar una evidencia menos difusa que las alucinaciones 
extrañas danzando alrededor de las mesas parlantes. Si 
los postulados del sabio profesor fuesen verdad, Alema- 
nia. debería ostentar la mlás alta moralidad universal, 
puesto que su adelanto científico es el más prodigioso de 
todos. La violación de Bélgica, la falta de respeto por 
la palabra empeñada, el desprecio por la, firma puesta 
al pie de los tratados, todo ello nos revela que la moral 
alemana, en su plano colectivo, está muy lejos de haber 
alcanzado un desarrollo paralelo al de su progreso ma- 
terial. Fuera de la acción quimériciai de los pensadores, 
vibración que ye pierde en el vacío, estremecimiento que 
llega casi apagado a la entraña psíquica de la raza, el 
resto de los h nibres oculta su estructura espiritual pri- 



46 


ADOLFO AGORIO 


mitiva bajo el manto brillante de su capacidad para la 
victoria práctica etn el seno vertiginoso de las sociedades 
contemporáneas En cambio, numerosos pueblos de, la 
india, donde las ventajas de la ciencia son casi nulas, 
lian alcanzado un maravilloso grado de cultura moral. 
Según nos cuentan los exploradores ingleses, existen tri- 
bus a orillas de los grandes ríos indostánicos donde los' 
hombres no mienten nunea ; donde no se conoce el fraude, 
ni la violencia, ni el robo, ni el asesinato ; donde los seres 
mueren viejos, sin una mancha en el alma, sin una llaga 
en el corazón. Todo esto se ha conseguido merced a la 
convivencia mental con la luminosa verdad filosófica en- 
cerrada en los grandes libros sagrados de la India, esos 
monumentos de la humana sabiduría, que han llegado 
basta nosotros bañados por el misterio de una teodieea 
cuyos secretos ¡no hemos podido arrancar a la stambra. 
A pesar de nuestras fórmulas, que nos permiten seguir 
en el infinito el curso de los cometas; a pesar de nues- 
tros inventos, que nos dan facilidades para pulverizar 
ejércitos enteros a treinta kilómetros de distancia; a pe- 
sar de nuestros aparatos, que llevan el pensamiento de 
un extremo a otro del mundo, que lo sujetan a un cable 
de acero o lo libran iai la inmensidad del espacio, Hernando 
de ideas las nubes y el aire; a pesar de todas las mara- 
villas de nuestra niecániciai y de nuestro análisis, no te- 
nemos todavía la preparación moral suficiente para com- 
prender la perfeccionada niaituraleza de esas tribus que, 
e,n nuestra insensatez, llamamos salvajes. Leed a Barth, 
a. Burnouf, a Bergaigne, si queréis ver cuánta luz, cuánta 
grandeza incomp rendidla, cuántos sacrificios silenciosos 
palpitan bajo la piel obscura de esos hombres raros que 
no conocen el liowitzer ni los zeppelines! Cuando Hum- 
phry Daivv exclamó que el universo se componía de 
ideas, fué otro gran iluso. P?1 noble visionario experi- 
mentó la amargura de su debilidad nerviosa, la asechan- 
za del estado patológico provocado por una reacción 
química, q Ah, uo! El universo no se compone de. ideas, 
sino de espectros de ideas. Richet sufre el mismo des- 
varío, s'e deja arrastrar por sus sentidos hiperestesándos 



L.v SOMBRA BE EUROPA 


47 


con los horrores del desastre. L?1 viejo profesor está erna- 
íii orado de las virtudes mágicas de la ciencia. ‘‘Tan 
pronto, escribe, como una paz gloriosa y estable haya 
devuelto a los pueblos y a los individuos la libertad de 
pulsar, cuando toda esta agitación guerrera, que nos 
impide ver hacia dónde vamos, haya terminado, un es- 
píritu nuevo animará a las jóvenes generaciones”. La 
juventud dirigirá sn predilección y su confianza a la 
c'euicia, “nuestro guía, nuestra esperanza ”. Para Richet, 
saber es poder. “Por el conocimiento del mundo ex- 
terior, agrega, uno ste convierte, en el amo. Y esto es lo 
que aparece con una evidencia creciente, El esfuerzo 
humano buscará las verdades escondidas ein los hechos 
dispersos, aplicará los métodos científicos a toda una or- 
ganización social”. Al leer estas líneas, Bergson debe 
haber sonreído con tristeza, como sonrió Lucrecio cuiatndo 
tuvo la certidumbre de que nada humano era ajeno a 
Su inteligencia. ¿De qué vale el dominio exterior, mien- 
tras continuemos ignorándonos nosotros mismos? El ge- 
nio de Spencer, después de abarcar todos los ramos del 
saber humano, se sintió tambalear cuando su luz fría, tocó 
las fronteras de lo desconocido. Su último libro es una 
lágrima de escepticismo, de angustia y de tortura. “Cier- 
tamente, prosigue Riclliet, ]as letras y las artes tendrán 
la bella parte que les corresponde. Esperamos un es- 
pléndido renacimiento del cual los hombres de mi edad 
no verán acaso más que la aurora. Pero lo que nosotros 
veremos seguramente, es el culto siempre creciente del 
espíritu científico. Platón decía que Dios es geómetra. Él 
quería decir con ello que las leyes inmortales y sobera- 
nas de la naturaleza! boto las fórmulas en medio de las 
cuales evolucionamos”. He allí el sueño desgarrador de 
Guvau, el espectáculo del mundo que se hiela, que se 
transforma en ciencia glacial. He ahí los teorema® mu- 
dos, que insensibilizan nuestro afecto, que convierten!, 
en sollozos lo mejor de nuestros entusiasmos. Hasta 
ahora la ciencia nos ha distraído con juegos sutiles, lia 
calmado la irritación de nuestros nervio® con espejees 
fugaces. Pero en su intimidad desconocida, ella es una 



48 


ADOLFO AGORIO 


aliada ciega de la guerra, del cáncer, de la tuberculosis, 
es una amiga de todos los males que no puede curar, de 
todas las calamidades que es incapaz de vencer. Es el 
rictus de la muerte, la máscara de la fatalidad, la mano 
llena de sortijas! sombrías, que escancia venenos y seña- 
la derroteros. Es la impotencia frente, a la nebulosa, el 
recogimiento frente al protoplasma en que se elabora la 
vida. Marchamos sin prisa hacia ese escenario vacío, 
haciia ese futuro sin religión donde dominarán las gran- 
des' verdades científicas, la desconfianza, la perfidia y el 
cálculo. Mucho nos preocupa el porvenir, y no sabemos 
todavía de dónde hemos salido. El destino nos sella los 
labios y nos paraliza el cerebro. Por suerte, habremos 
desaparecido antes* de entrar en ese reino de bienestar 
material, de dudas morales, de monotonía y de dolor. Ya 
lo elijo el maestro Risihi Narada: ‘'Es* muy agradable 

morir para los que han olvidado el lugar de su naci- 
miento”. 



CAPITULO VII 


Inglaterra y Francia disciplinan severamente los re- 
cursos 'de su vasta organización económica. Para vencer, 
€•3 necesario el ahorro de las fuerzas vitales de la nación. 
Y para ahorrar las fuerzas, es preciso medirlas en su 
intensidad y en sus consecuencias. El triunfo resulta im- 
posible sin probar antes la potenioia de nuestros múscu- 
los y el alcance de nuestras energías más íntimas. De 
ahí que el pueblo de la Gran Bretaña y de Francia haya 
'aceptado sin protestan este, nuevo sacrificio de sus liber- 
tades individuales. Renunciar ahora a la autonomía per- 
sonal es fundir el derecho en los grandes intereses de la 
sociedad amenazada. Dentro de la concepción británica 
del Estado, este, movimiento de ideas revela un cambio 
profundo de la conciencia, colectiva. La obligatoriedad 
no ha sido nunca un principio francés y mucho menos 
una característica del .espíritu británico. Cuando el 
torniquete social funciona contra el individuo, cuando 
nuestra voluntad está subordinada a esa gran esperanza 
fine nos salvará del deslastre, cuando se estrechan dura- 
mente centra nosotros los resortes fiscales, la acción con- 
tra el enemigo se organiza a sí misma y arroja fermen*- 
tos eternos. No importa que. es'ta crisis individualista 
sea contraria a nuestro instinto, a nuestras costumbres, 
a nuestra mentalidad. Una vez pasada la tormenta, las 
viejas ideas renacerán al pie de una forma muerta, la 
arquitectura que se derrumba por falta de motivos mo- 
rales. Nuestro propio organismo es un ejemplo cons- 
tante, una enseñanza viva de. esa transformación sobera- 
na El fagocito posee una individualidad irreductible. 


4 



50 


ADOLFO AGORIO 


Lelamente el peligro es capaz de. someterlo a una ley 
común. La necesidad de la defensai lo arrastra a la aso- 
eiaef.ón, a la lairimonía, al esfuerzo coherente. Los' ganglios, 
plazas fuertes erguidas contra la enfermedad, lanzan a 
la lucha a los soldados. Las toxinas avanzan, a pesar de 
todo, los microbios se reproducen en nin vértigo loco, la 
liebre arde, los órganos* de la defensa se hendían con el 
exceso de trabajo y se. diría que van a estallar. . . Bn- 
t ■ '¿ices se inicia la estrategia secreta y sublime, la ludia 
que se desarrolla en medio de las sombras. Y en el mis- 
terio trágico de las células, el drama tiene su desenlace. 
Los fagocitos rodean al enemigo con el abrazo fatal de 
los sendópodos, lo acechan, lo hostilizan, lo envuelven, 
lo devoran, haciendo brotar dle la misma muerte el prin- 
cipio de la conservación de la vida. El campo queda 
sembrado de cadáveres y de moribundos. Un método 
implacable preside esta lucha de lo infinitamente peque- 
ño, guerra soberbia que tiene por teatro las tinieblas de 
la subconciencia,. El menor descuido, el más pequeño 
error, una simple debilidad en el mecanismo de la de- 
fensa, destruye a los soldados nobles, precipita la agonía 
y lleva a lais arterias el veneno de la enfermedad y de la 
muerte. El anfibio es el centro de un sistema de fuerzas 
armónicas. Hasta nuestras visceras calculan sobre el 
peligro y poseen la justa medida de éxito. 

* 

El método subconsciente que ordena la guerra de las 
células, se transforma en método de la inteligencia cuan- 
do debe disciplinar el choque sangriento de los hombres. 
Cuando Lloyd George, en el deseo de acelerar la evolu- 
ción militar de Inglaterra, demostró que imitar los mé- 
todos alemanes no significaba incorporarse el despotismo 
de Alemania, quedaba entonces establecida la universali- 
dad de los principios que pueden conducir a la victoria. 
Los sistemas, como las bayonetas, sirven tanto como ins- 
trumentos de tiranía 1 o de liberación. Imaginad lo que 
hubiera, sido de Europa, dueña de un equilibrio más 



LA SOMBRA DE EUROPA 


51 


positivo que el de los tratados, si en los' comienzos del 
conflicto Inglaterra y Francia hubieran contado con una 
organización técnica comparable a la de Alemania. Fue 
necesario que todo se crease en medio del incendio, que 
todo se improvisase mientras el cantinearte ardía. Y 
ahora, únicamente ahora, se empieza a combatir a Ale- 
mania con sus propios métodos. Antes existía la tenden- 
cia a unificar los instrumentos de combate,. Hoy se mar- 
cha hacia la universalización del espíritu que mueve las 
armas. De ahí ha surgido Lloyd George, creador cicló- 
peo, modelando a golpes de genio la nueva mentalidad 
británica. De ahí ha surgido Tilomas, el formidable Al- 
bert Thomas', Ministro de Municiones, recogiendo su 
energía gigantesca en el fondo del sindicalismo revolu- 
cionario. De ahí ha surgido esa legión de hombres fuer- 
tes, fecundos en la paz, trabajadores incansables en 
medio de la matanza humana, y que hoy se inclinan, 
como ante un altar monstruoso', frente a los' hornos rojos 
de las fundiciones, entre ríos de metal, frente a las ma- 
quinarias diabólicas que forjan el cañón o el obús, esos 
grandes héroes inertes de la tragedia. La guerra exalta 
la experimentación, desipeja el razonamiento y favorece 
el análisis. Se ha repetido que los alemanes son los 
maestros de la lógica, los padres de ese misticismo ra- 
cional que reglamenta las ideas y que introduce el orden 
en el universo. No obstante, la primera antorcha se 
enciende bajo el árbol robusto del cartesianismo. Aun- 
que hostiles a esta tendencia renovadora, Leibniz y 
Ilegel descienden directamente de Descartes. El Discur- 
ro del Método utos enseñó a materializar las abstraccio- 
nes, a pensar sobre los mismos hechos, a investigar la 
naturaleza de la duda. Descartes organiza la física', sis- 
tematiza el estudio de la psicología, funda la. geometría 
analítica, establece el cálculo diferencial, descubre las 
leyes de la refracción de la luz y rechaza la teoría cía- 
rica del vacío. Luego busca el origen meta físiico de la 
energía natural, la energía que, según él, pone en movi- 
miento a lia. materia y determina los fenómenos físicos. 
I5sa filosofía de hierro, profundamente original, donde 



52 


ADOLFO AGOBIO 


Víctor Cousin cree descubrir una gota del espíritu pla- 
tónico, se desborda Sobre Europa y conquista toda la 
vida intelectual del Renacimiento. ¿Qué importa llegar 
a Dios por el principio de las substancias, como Platón, 
o por el principio de las causas, como Descartes? ¿Qué 
importa admitir, sobre las realidatdey de las cosas, las 
concepciones de lo infinito y de lo perfecto? Lo cierto es 
que Descartes abre brechas terribles en el edificio de las 
ideas clásicas. Su método es su fuerza y su grandeza. Las 
c-oeírii -\.s francesas sorprenden al mundo enervado por 
los repetidores de la cultura antigua, ¿Qué es la lógica 
sino un método supremo, la gran disciplina del pensa- 
miento? Hay en Descartes un principio vivo, un germen 
latente, energía que fermentó bago el imperio de los 
grandes pensadores de Alemania y que pobló dos siglos 
con ideas. Francia debe a Descartes la demostración de 
que ella es capaz de organizar el espíritu y dé orientar 
el discernimiento de los 'hechos. Bajo la luz glacial del 
método han desaparecido las sonrisas de los excépticos. 
La lucha ruda, precisa, matemática, ha borrado los últi- 
mos vestigios de la burla trivial y de la ironía ligera- 
mente disfrazada, de ciencia. El método es un fantasma 
prodigioso y Xalvaje, es el talismán sombrío que duerme 
en una bandeja de oro. Puñal demoníaco, manejado por 
la mano de un niño, que hace de la humanidad un mons- 
truo lúcido o un espectro doliente, el método se funde 
en el pensamiento puro y hace de la insensatez una geo- 
metría. Luego se aparta de la vida abstracta pera bajar 
a la realidad con la amargura de una desesperación re- 
flexiva. Y en nuestra inquietud de bárbaros refinados, 
enloquecidos por el sufrimiento, aturdidos por el casca- 
beleo de la muerte, no pensamos que nuestra desespera- 
ción fría es la única base que nos sostiene, la única 
llave capaz de abrir el santuario donde descansan, en 
medio de cuadros de horror, los' viejos misterios de la 
bondad. 



CAPITULO VIII 


Charlea Maurras señala con entusiasmo el renacimien- 
to de la piedad. La guerra lia temido la extraña virtud 
de poner a descubierto las energías religiosas de Fran- 
cia, las reservas místicas acumuladas bajo el escepti- 
cismo frío del orden jurídico, escondidas en la placidez 
de la paz social. El espíritu ha huido hacia el fondo mi- 
lagroso de ia raza, para volver luego cargado de miste- 
rios y de sueños. Una fantasía de ultratumba, exaspe- 
rada por el dolor de la tragedia, palpitante por la in- 
quietud de lo desconocido, ha vuelto a impregnarse del 
perfume prodigioso de la Chanson de Roland, ha vuelto 
a estremecerse ante el éxtasis de hierro de los guerreros 
y de los' santos. Se diría que la especie quiere volver a 
la edad de aquellos forjadores sombríos que blandían 
espadones ensangrentados mientras sus labios se crispa- 
ban con el murmurar de la oración. Tiernos* y monstruo- 
sos, los héroes medioevales identificaban con su icleal de 
justicia la matanza de los enemigos de Dios. Su instinto 
implacable coincidía con las dulzuras de la piedad. 
Carlomagno es el tipo soberbio del misticismo de la 
Edad Media. Caballero elegido de Dios, la leyenda lo 
transforma en el apóstol sangriento de la fe cristiana. 
Un ángel vigila el sueño del monarca. El sol se detiene, 
como en tiempos de Josué, a fin de que. la noche no se 
baga cómplice del demorado. Los sarracenos son extermi- 
nados sin compasión. Y hasta la tienda del guerrero, 
áspera- como celda de ermitaño, entre el ayuno y el 
cilicio, allí donde Carlomagno reza y se atormenta, llega 
* 1 ruido de la batalla. Pero el monarca, no puede oir. La 
plegaria lo ha convertido en piedra. Carlomagno está 



64 


ADOLFO AGORIO 


dominado por la visión de Dios. Su espíritu siente el 
vértigo loco de lo sobrenatural y de lo terrible. La sen- 
sación de la divinidad lo enternece y le cubre los ojos 
de lágrimas. Y entretanto, a través de las picas de hie- 
rro, formando valla al refugio del jefe, se filtran las 
súplicas de las mujeres Sacrificadas^ rugidos de ancianos 
y sollozos de niños. . . Frente al éxtasis, la misma cruel- 
dad se nos antoja una sonrisa piadosa. Lo oración nos 
hace insensibles a la vida, nos coloca más allá del bien 
y del mal. ¿Qué importa que los pueblos sean arrasados, 
que se vierta lo mejor de nuestra sangre, mientras poda- 
mos agradar a Dios? Eteta. es la lógica de la piedad, 
lógica abominable que se vuelve contra nosotros mismos 
coano una serpiente irritada, lógica fatal que. enturbia 
nuestro pensamiento y nos deforma el horizonte de la 
justicia. De nada vale que Charles' Maurras vaya a soñar 
junto al polvo sagrado de ilas catedrales deshechas por 
el bombardeo. Ante nuestra concepción del infinito, ese 
infinito eternamente señalado por las agujas de los tem- 
plos góticos, se leVanta una, nueva piedad cristiana, la 
piedad de Lutero y de Guillermo II. Las águilas que se 
posaron sobre Colonia y sobre Estrasburgo han hecho 
sentir m Reinas su ¡aletazo trágico. “Destruid, escribía 
el sabio alemán Goerres en 1814, reducid a cenizas esa 
basílica de Reiaus donde fué consagrado Clodoveo, donde 
nació ese imperio de los francos, falsos hermanos de los 
nobles teutones”. Como vemos, Flavien Brenier no se 
equivoca cuando hace remontar a nn siglo el proyecto 
de la destrucción de Reinas. Las catedrales son fórmulas 
de piedad. Solamente una. piedad contraria puede des- 
truirlas. 


& 

Ser el instrumento de fuerzas divinas es cerrar la 
puerta de las realidades sensibles. Creerse elegido de. 
Dios equivale, a desaparecer para el mundo objetivo. He 
ahí el gran secreto que tralnislforma ideales y que de- 
rrumba arquitecturas. Nada más glacial que la piedad- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


55 


Si el misticismo lleva a una exaltación estrecha de la 
conciencia, la piedad, en cambio, insensibiliza nuestra 
vida. Junto a esta disciplina del alma, hasta la misma 
duda aparece jugosa y amable. Como el hombre siente 
la necesidad 1 de buscar valores morales fuera del alcance 
de los sentidos, la duda nos resulta una forma de la 
creencia. Dudar es creer. Hay en el espíritu una activi- 
dad creyente que funciona a pesar de nuestros? resortes 
críticos, no obstante el análisis de.moledor de la inteli- 
gencia. Sentir toda la vida interior absorbida por qui- 
meras ardientes, como Santa Teresa, equivale a domi- 
nar el problema del conocimiento, precisamente porque 
se estrecha hasta el Sacrificio la concepción, subjetiva del 
mundo. Para conocerlo todo, basta encogerse corno ca- 
chorro asustado, agazaparse a los pies de Dios, caminar 
como un sonámbulo que tuviese la noción precisa de una 
realidad que no ve ni silente. Sin embargo, el más sabio 
es siempre el que más ignora, como Nicolás de Cusa, el 
que no se juzga arrastrado por la servidumbre de la 
divinidad, el que experimenta profundamente la libre 
embriaguez de la vida. Aprender cosas nuevas es ensan- 
char el campo de nuestra ignorancia. Conocer es am- 
pliar el radio de nuestros tormentos, de muestras vacila- 
ciones, de nuestra inquietud. No se trata de analizar a 
Dies, no se trata siquiera de discutirlo. La piedad com- 
prende sólo aquello que siente,. De ahí que Napoleón 
baya conseguido darle uin rendimiento útil. El corso ha- 
bía medido bien el corazón humano y pedía prestado a 
la fe por medio de decretos, como quien firma cheques 
contra un Banco. Nido sombrío de perversiones, la pie- 
dad se transforma de pronto, bajo el azote de la muerte, 
en una fuente inagotable de. energías morales, fuerzas 
Supremas que renacen incesantemente a pesar db la 
destrucción y de la angustia. Lai fe nos falsifica, pero 
nos renueva. Bálsamo soberano, consuelo sublime que 
mata, la teatralidad del dolor, que le da imponente gran- 
deza porque sabe hacer del sufrimiento una dignidad 
silenciosa! Penetrad el nuevo sentido de la piedad. La 
tragedia más intensa es siempre la más muda. Los gritos 



56 


ADOLFO AGORIO 


son el certificado de los impíos, se presentan como mue- 
cas horribles que afean la majestad de nuestro destino. 
El silencio es un creador de prodigios. Mme. de Cas- 
telnau, que ve desaparecer brutalmente a tres de sus 
hijos y que luego se pierde en el recogimiento de la 
piedad, sin un. gesto agrio, sin una blasfemia, sin una 
queja, es el ejemplo vivo de nuestra naturaleza moral 
que reconstruye el porvenir a costa de la abominable ex- 
periencia presente, árbol sagrado que, estremecido por 
la agonía, deja caer al Suelo sus frutos de oro, mientras 
el hacha fúnebre desgaja las ramas y hiere sus raíces. . . 



CAPITULO IX 


Johan Bojer, el gran (novelista noruego, ha reunido 
sus notas, sus observaciones, sus cuadros pintados en lo 
vivo soibre el frente de batalla de Francia. Leyendo a 
Jaban Bojer se experimenta una extraña curiosidad in> 
teleetual. Psicólogo penetrante, su pluma descompone 
las sensaciones, afina el análisis de los temperamentos, 
sutiliza las grandes inquietudes del alma. Se diría que 
una humanidad insospechada surge desde el fondo 
sombrío de las trincheras para desmentir nuestra con- 
capción caprichosa de la guerra, nuestra visión forzada 
de los acontecimientos. Un proyectil de 240 estalla . Algu- 
nos* hombres se aprietan alrededor de dos camilleros. 
“Pero los soldados, escribe Johan Bojer, continúan sus 
ejercicios, sus trabajos, sus* comidas. Un hombre que ®e 
frota el torso desnudo, sigue su tarea como si iíada hu- 
biese pasado. Otro que se afeita, no levanta siquiera los 
ojos. Algunos soldados juagan coano escolares. Uino de 
ellos ha cogido la pipa de un compañero y escapa perse- 
guido por su propietario, mientras los otros bromean. El 
obús que acaba de matar a dos camaradas es un simple 
detalle vulgar. Hace más de un año que todos viven bajo 
la amenaza constante de los* cañones. Han habituado su 
pensamiento a la posibilidad de hallarle en cualquier 
instante con la mitad de su cuerpo arrojada hacia el 
cielo, dejando el otro trozo sobre la tierra’’. En su p cosía 
seca, descarnada, registrador geométrico que posee la 
amarga desnudez de todas* las realidades sangrientas, 
Johan Bojer nos describe el buen humor maravilloso 
que nace de esa suerte de indiferencia trágica ante los 
grandes dolores humanos. La insensibilidad profesional 



58 


ADOLFO AGORIO 


evocada por Thiers, está muy lejos de constituir un mito 
literario, no es siquiera una improvisación psicológica. 
M ejercicio implacable del sufrimiento crea lentamente 
una nueva naturaleza moral. Las visiones más atroces, 
las escenas más) crueles, las enseñanzas más bárbaras, se 
filtran a hurtadillas en nuestro espíritu, se incorporan 
furtivamente a nuestro mecanismo interior. De allí que 
la alegría sea un reactivo sagrado, el ácido amable 'que 
roe y que conserva, (pie nivela la huella de las lágrimas, 
pero que evita la descomposición de la conciencia- Esa 
anestesia grave, eoloeada en. el pasado, se nos ha antoja^ 
do siempre un silencio armonioso. Ahora ella es vaga 
como los sentimientos que sugiere, imprecisa como la 
nueva personalidad moral de donde extrae su fuerza 
soberana. La historia embellece aquello que no com- 
prende y da tonos pálidos a todo lo que no ha podido 
sentir. Cuando pasen cien años, será muy difícil, no ya 
apreciar, s'ino concebir siquiera el nuevo estado de espí- 
ritu producido por la gran guerra. La angustia ya no 
es angustia. El horror ha dejado de ser horror, porque 
no se percibe en medio de una sensación espantosa-. No 
obstante, los valores íntimos no han cambiado funda- 
mentalmente. El sentimiento no está suprimida La 
vida afectiva ha sido aplazada en virtud elle un impulso 
subconsciente, discreto y sabio. El guerrero teme las 
consecuencias de la sensibilidad. Mirar los aconteci- 
mientos, colocándonos' detrás de una cortina de lágrimas, 
es mirar al través de un prisma funesto. La guerra es 
un mal negocio para los sentimentales. Deformar la 
realidad para engañarse a sí propio, equivale a decla- 
rarse vencido sin haber luchado. 

* 

❖ ^ 

“Mientras marchamos entre, los fosos y las barreras, 
escribe Johan Bojer, mi caballo pisa en falso y amenaza 
caer. Maquina luiente, -mi vista busca la tierra, y enton- 
ces descubro que el casco de la bestia ha resbalado 
sobre un brazo humano. El brazo se encuentra solo en 



LA SOMBRA DE EUROPA 


59 


este paraje. La mano está completamente negra”. Más 
adelante, J olían Bojer nos pinta el cementerio militar, 
donde un cura fliaeo, de barba negra, maneja la pala 
entre las tumbas y arregla las cruces con la prolijidad 
de un jardinero que cuidase de plantas monstruosas. . . 
A pesar de todo, mientras la tierra tiembla y el hierro 
llueve din descanso, la naturaleza sonríe bajo el sol. 
Una dulce serenidad, una tristeza apacible' ®e apodera 
de los hombres y de las) cosas. Nada de espantos prodi- 
giosos, nada de contorsiones diabólicas. La fatalidad 
carece de oropeles. La muerte es en sí mismai una melan- 
colía y una sonrisa. ‘ ‘ Empiezo al fin a comprender alguna 
cosa de es'a calma del campo de batalla, declara Johan 
Bojer. A pesar de todo, reina una paz profunda alrede- 
dor de nosotros. El sol, que comienza a descender hacia 
el oeste, cambia la llanura gris eln oro”. Luego el escri- 
tor evoca el curioso contraste de algunos infantes con- 
movidos ante un conejo muerto; los) soldados leyendo 
las cartas de la familia, insensibles al trueno formidable 
de las baterías; las pequeñas locomotoras que desapare- 
cen en los agujeros de los* túneles, llevando la comida 
caliente; los clarines que lanzan sus notas errantes, ein 
la quietud del atardecer, como si saludasen a los últi- 
mos destellos del día. . . “De pronto, la noche cae sobre 
Ja vasta llanura,. Solitaria, la luna se destaca en la obs- 
curidad azul, mientras un dirigible pone la proa contra 
su rostro lívido. Entretanto, sin tregua, los cañonazos 
se desgranan en la noche, tranquila”. Cada espíritu ve 
las cosas a su manera. En el plano inmenso de la con- 
ciencia ser sincero significa lo mismo que ser exacto. El 
cuadro de Johan Bojer se pierde en una atmósfera, de, 
misterio y de poesía. Posee el sello enérgico de una in- 
teligencia y el grato perfume de un instinto. Pero su 
suavidad encantadora es también su suprema/ fuerza. 
Desde el fondo de las cavernas, sube la frase áspera y 
profética de los bárbaros. NietzSehe busca, la verdad de, 
esta paz sublime entre las brumas del hombre primitivo. 
“No por desentenderse del temor y ele la piedad, escri- 
be: no por librarse de una pasión peligrosa por lo vehe- 



60 


ADOLFO AGORIO 


mente, como lo entendió Aristóteles, sino por estar uno 
mismo por encima del temor y de la compasión, la eter- 
na alegría del vivir, es por lo que lleva en sí misma la 
alegría del aniquilamiento, por la que se vuelve nueva- 
mente al punto de partida”. ¡La alegría del aniquila- 
miento ! He allí el sentido íntimo de la guerra, el nervio 
t culto de las grandes matanzas. Entonces la muerte se 
siente como un goce sádico y la agonía como una carca- 
jada salvaje. Los estertores desaparecen en medio de 
una tarde de égloga y se funden en el sol, en el aire 
vestido con polvo de oro... Pero la alegría del aniqui- 
lamiento no es simplemente el espasmo primitivo de 
Nietzsehe. Representa, Sobre todas las cosas, una mara- 
villosa adaptación al peligro, el nuevo instinto sagaz, 
perpetrante, infalible, que nace bajo la pesadez de la 
costumbre y que encama una. actividad brutal contra 
los mismos hábitos de la vida sangrienta. E*1 buen humor 
resulta algo más que eSa reacción sagrada contra los 
horrores del desastre. Es el deslumbramiento fácil, la 
ilusión brillante, la gracia risueña, provocada ein medio 
del cataclismo, la esperanza que brota en las fronteras 
de lo irreparable y que renuevo sin descanso la fuente 
engañosa de nuestro bienestar moral. 



CAPITULO X 


ile ahí un año que se inicia cora, una agonía y cora 
una esperanza. La paz muere, sobre los nuevos umbrales, 
ya manchados por la embriaguez y .por la sangre. Pero 
una. gran esperanza renace al borde del sombrío desga- 
rramiento de la muerte, la esperanza del derecho resta- 
blecido y de la justicia victoriosa. Ninguna locura más 
trágica que la de volver sobre, nuestros pasos repitiendo 
los errores de antaño. Nada más' insensato que confiar 
ctra vez la causa de la humanidad al azar psicológico 
de los tratados. No obstante, nos sentimos por encima de 
la divisióia convencional del tiempo. La vida confunde 
las virtudes y renueva los vicios. Las ideas que contá- 
bamos muertas, se mueven y marchan como cadáveres 
galvanizados. ITay leyes superiores a la voluntad uni- 
versal de las sociedades?, fuerzas misteriosas que constru- 
yen dentro de nuestro instinto. Al pie de la más apacible 
fraternidad estalla el furor de Las blasfemias bíblicas. 
Cuando Montesquieu, al penetrar la vieja organización 
romana., concibió al igual que Jostefo, la guerrai como 
roa, meditación y la paz como un ejercicio, consideraba 
míe prepararle para pensar es disponer las armas en 
líneas de batalla. Los términos del terrible problema no 
lian cambiado. No existe la paz sino como una tregua 
febril. llana de asechanzas, donde los hombres se vigilan 
con recelo y se imponen el deber de desconfiar de todo 
<1 mundo. La especie está cansada de sí misma, siente 
el fastidio de la lucha sin objeto y la repuignanciiai de 
las fantasías sangrientas. Si la guerra es' ura oficio triste, 
la, pez es en cambio un aburrimiento fecundo. Hace 
cuarenta siglos, a orillas de los grandes ríos sagrados? 



02 


ADOLFO AGORIO 


de la India, en la sombría humedad de los bosques, bago 
los templos rústicos, hechos con cañas doradas, poblados 
de ídolos gesticulantes, anacieron los primeros mitos 
fraternales. Durante cuatro mil años los profetas de 
todas las civilizaciones' nos han trasmitido con palabras 
distintas, la esencia de, la moral predicada por los viejos 
sacerdotes indostánioos. A pesar de todo, desde tiempo 
remoto, la humanidad se viene despedazando en dispu- 
tas atroces. Detrás de las conquistas más brillantes se 
extiende el vacío, la amargura, el fanatismo. Al cabo de 
sus victorias prodigiosas, Napoleón se sintió invadido, 
como Mareo Aurelio, por esa frialdad escéptica y deses- 
perada del alma que no lia realizado su ideal. El vence- 
dor de Austerlitz comprendió entonces la impotencia de 
la fuerza para hacer algo duradero. “A la larga, excla- 
mó, el sable será vencido por el espíritu”. Conviene 
observar que nadie experimentó tan profundamente 
como Napoleón el vértigo loco y sanguinario de la vio- 
lenta. En un rasgo de. cinismo elegante el César corso 
había dicho: “Tengo cien mil hombres de renta”. La 
carne humana era su sueño, su riqueza su gloria. Pero 
sobre los cadáveres amontonados en piláis horribles' na- 
cían principios eternos. Veinte años de guerras napo- 
leónicas constituyen un cuadro pálido frente al espanto 
de. la contienda actual. Hay que tener en cuenta que, 
en su desesperación reflexiva, P>on aparte había previsto 
la grandeza íntima de la hora presente,. Nuestro siglo 
hace combatir los valores morales junto a los soldados. 
Nunca como ahora se ha. sentido la impotencia irreme- 
diable de la fuerza. La nacióla que poseía el florecimiento 
económico más) sólido, la mejor preparación industrial, 
la técnica militar más perfecta, se considera incapaz de 
desarrollar hasta el fin su plan imperialista. La nación 
que luchó siempre con ventaja, que llevó por sorpresa 
a territorio extranjero los primeros empujes victorio- 
sos, se detiene de pronto en medio de la batalla y hace 
reñales de paz a las razas que había juzgado degenera- 
das. La nación para la cual el planeta era demasiado 
pequeño, repudia sius deseos de conquista y sobeita el 



LA SOMBRA DE EUROPA 


63 


derecho de guardarse detrás de sus fronteras naturales. 
La nación que quería acuñar a la humanidad con su 
propio sello, reclama el libre ejercicio universal de las 
nacionalidades. Toda esta formidable evolución ha sido 
impuesta por una necesidad inevitable, y ya declaró el 
canciller imperial que la necesidad no reconoce ley. Será 
preciso entonces garantir el nuevo estado de cosas me- 
diante una convención firmada. ¿Tero no habíamos es- 
tablecido que los tratados son pedazos de papel? La 
paz no puede reposar sobre, la desconfianza. Una ga- 
rantía din solidez, hedía de recelos recíprocos, arrastra 
fatalmente a perturbaciones peligrosas. Las teoría® ger- 
mániciaH han llevado al espíritu internacional un torbe- 
llino de fermentos negativos. De ailií que, la nación, do- 
minadora, sin ser vencida por los ejércitos adversarios', 
se vea estrangulada por e.1 aborrecimiento universal, abo- 
gada por su propia sangre, aplastada por el odio del 
inundo. Empieza a recogerse la herencia triste, de Bis- 
marck, el ídolo ruido que encarna toda la ironía, feroz de 
la especie. Bismarck es un minuto de la barbarie an- 
cestral, de la barbarie con genio. El canciller de hierro 
sentía la áspera voluptuosidad . del odio. Sembraba a 
todos los vientos sus gérmenes ¡malignos.. Pero guiado 
por una fuerza secreta;, el mando se estrelló contra el 
sistema de violencias representado por Bismarck. Se 
entendió luego que consistía en un deber lo que. en rea- 
ldad era el instinto de la sociedad humana irritada por 
la injusticia. De aquella montaña de espantosos erro- 
res surgían los principios contradictorios de la fraterni- 
dad, gran reactivo de la barbarie. De la misma manera, 
el brazo fantástico de Timur-Leng, que construía pirámi- 
des' aterradora^ con cráneos humanos, fundaba pueblos, 
hacía circular la .sangre fecunda de su raza y abría, a 
fuerza de dolor, la senda trágica, del destino. Y el mo- 
narca asiático, vestido de pieles, entregado a las caricias 
de sus ochocientas mujeres, enardecido por el canto gue- 
rrero de sus tres mil hijos, podía saborear en silencio, 
alrededor del hogar familiar, en medio de sus comas so- 
brias y órneles, la sensación enervante de la muerte. 



04 


ADOLFO AGORIO 


Quien esparcía la vida a su antojo, se creía con derecho 
u suprimirla en matanzas monstruosas, entre el resplan- 
dor de los incendios y el aullar de las aldeas pasadas a 
cuchillo. La fecundidad aplicada a la muerte es un 
juego abominable y morboso. Byzaneio se descubre por 
sus des'eos criminales. Antes del derrumbe, de Rouna, 
llega hasta nosotros el ruido de la orgía. El perfume 
sutil del pecado, el vaho mortal y discreto que atormen- 
tó a los humanistas de la decadencia, denuncia la ago- 
nía de una civilización. Festines suntuosos, banquetes 
magníficos donde la fatalidad mete su mano sombría¡. 
Flores, vino, oro, música, lujuria, todo se funde en un 
vapor misterioso y sagrado. La bajeza se extiende como 
una llaga brillante. Nada más fácil que socializar la 
miseria moral, la vulgaridad enriquecida, las falsas vir- 
tudes. La obra del pensador es en sí misma una indi- 
vidualidad que no llegará nunca a la multitud. Todo el 
progreso humano, sin embargo, no alcanza al trabajo es- 
piritual de cincuenta elegidos. “Jamás serán patrimo- 
nio de la comunidad lais cosas grandes y bellas, escribió 
Nietzsche. Pulchrum est paucorum hominum”. No 
existe más que un perfeccionamiento, el de nuestra bar- 
barie, que antes era intuitiva y que ahora es* científica. 
En cambio, el primitivismo moral es completo. Los sen- 
timientos morales han evolucionado únicamente en el 
seno de pocos espíritus. Lod valores del alma no tienen 
más que una grandeza espectral; viven de la luz difusa 
que crea los sofismas y que hace los milagros. De ahí 
que, cuanto más se analiza la Alemania actual, más ad- 
mirables resultan sus espíritus contradictorios, mas po- 
tentes surgen su Kalnt soñando con el sistema grandioso 
de la paz perpetua, su Schille.r enamorado de los dere- 
chos del hombre, su ITeine lanzando su diatriba contra 
los Hohenzollern. Pero lo que nos consuela es que. hasta 
el odio se pierde como un temblar pasajero. Tout pass e. 
tout lasse, tout cnsse . . . Nuestra fuerza empieza a sentir 
la helada impotencia del miedo. Sólo el sacrificio por 
la justicia nos reconcilia con la humanidad. Los hom- 
bres caen, ruedan al abismo abrazados con rabia, mor- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


65 


■liándose entre hipos de cólera. Ya en el fondo, el trar 
bajo los une, el olvido lotí vuelve a transformar en gu- 
sanos miserables, arrastrándose bajo el látigo del amo. 
La existencia es guerra, suplicio, esclavitud. . . Estiércol 
abrumado ele desprecio, barro servil, hatajo de abúlicos, 
jamás despertarás de tu letargo gris, ese ensueño turbio 
c-n cine has envuelto al planeta. Tu vida representa el ani- 
quilamiento del ideal, la llaima divina que se enciende a 
ras 4 de tierra, el soplo maravilloso que hace fermentar la 
conciencia-, que anima a ratos al misímo fango y que evoca 
oasis sublimes en el infinito de la muerte. 



CAPÍTULO XI 


Ernesto Renán nos enseña que la vieja Roma se s-aeri- 
iicó para darle a la humanidad el derecho, es decir, su 
más magnífico presente. Los hombres no luchan sólo 
guiados por factores económicos, no mueren en holocausto 
de apetitos 'bastardos, ni se desangran para tonificar los 
resortes de muestra vida material. En el fondo de todo 
sacrificio palpita una llama íntima, hay algo de. fe, de 
religión, de misticismo, existe esa base subjetiva que es 
el motor de los grandes esfuerzos. Pero nada maravilloso 
se alcanza sin que el sufrimiento sude copiosamente, nada 
adelantaremos sin que la fiebre suprema, de la agonía 
queme dentro de nosotros corno un volcán. Perseguir un 
ideal es aumentar el caudal de la muerte. El choque 
grandioso de razas y de teogonias, de donde la epopeya 
clásica extrajo sus formuláis eternas, no es más que la 
continuación en el tiempo de un principio inmutable. La 
amargura de las generaciones es perpetuada a través de 
los poema® heroicos'. Una tristeza sórdida, cuyo objeto 
no habíamos comprendido, surge de pronto como una re* 
velación. Aparece, desconocida y luminosa, en los la- 
bios del genio. ¿Qué son Valmiki } Homero. Virgilio, 
Ronsard, diño los peldaños de esa misteriosa escala ten- 
dida hacia el infinito? Tres años de guerra han dejado su 
sedimento gigantesco de angustia', de histerismo, de. per- 
versidad. Los ejércitos han edificado su casa monstruo- 
sa, s’u calvario de cráneos aplastados, su montaña de es- 
panto hecha oon seis millones de cadáveres. Detrás de 
cada hombre que cae, de cada, espíritu que se abisma, 
queda una herida abierta. La muerte que se cierne so- 
I re las trincheras, repercute en los hogares' lejanos y se 



LA SOMBRA DE EUROPA 


67 


hace anunciar con lágrimas. Lisas desgarradoras esta- 
dísticas del dolor nos dan la clave del destino humano. 
El mundo descanisía soibre uina situación de violencia. 
Nada puede un espíritu libre contra ]a ley universal de 
la mentira y de la barbarie» El salteador nocturno ne- 
cesita armarse para dar sus golpes^ y el hombre honrado 
oprime nerviosamente la culata de su revólver cuando 
se acerca a la guarida del bandidaje. La justicia sin 
fusiles y sin bayonetas es una farsa abominable;. Nadie 
podrá defender sus derechos con los puños ligados. Su- 
primir esta modalidad fantástica del universo, equivale 
a torcer con nuestra voluntad el curso de los astros. De 
las naciones en lucha, no triunfará la que tenga más 
razón, sino la que posea más fuerza. Los débiles no 
sólo fracasan en la filosofía de Stirner. So/n también el 
desecho melancólico, la piltrafa olvidada en las realida- 
des ásperas de nuestra existencia. Ninguna idea se con- 
quista suplicando. De rodillas no puede obtenerse más 
que el perdón y el desprecio de los fuertes. ¿Para qué 
llorar el aniquilamiento de seis millones' de hombres, que 
han exprimido su sangre sobre los surcos donde ha de 
germinar más tarde la planta invisible, de los renovadores ? 
Se han abierto los diques del sufrimiento. La muerte, 
purificando nuestra baja materialidad, ha dado su savia 
a nuevas auroras. El dolor brota y salta como un to- 
rrente. He ahí el gran consuelo que cae sobre el espí- 
ritu como un rocío de frescura. El dolor es la luz sa- 
grada que arde en nuestra conciencia, el fuego implaca- 
ble que limpia las impurezas del alma. Habéis leído en 
Amiel el diario atroz de un agonizante. Todas sus pá- 
ginas sangran. Pero ese martirio íntimo le infunde al 
escritor un respeto ignorado, lleno de serenidad crepus- 
cular, de dignidad suave. La congoja de la madre,, 
fuente soberana de toda grandeza, manantial sublime, 
estalla con la misma fuerza en la Cornelia virtuosa que 
en la Popea corrompida. La leyenda del Laoeoonte, in- 
movilizada en un grupo admirable, dibuja la mueca fe- 
roz. el rictus desesperado de la humanidad que se siente 
arrastrar por el destino. Por todas partes, Signos mis- 



68 


ADOLFO AGORIO 


teriosos, números fatales. El mismo Miguel Angel es- 
culpe en la frente de su Moisés la arruga soberbia del 
pensamiento, un pliegue lleno de sombra, adolorido y 
triste, de donde fluye el inmenso dolor de los creadores. 
Bajo el cincel prodigioso de Donatello aparece la línea 
delicada de Santa Cecilia, flor mística de neurosis y de 
piedad, mancha blanca que se abre tiernamente, como 
un lirio, y que nos estremece como si fuese un suspiro 
hecho de mármol. Y hasta Rodin nos representa el beso 
mezclado con algunas gotas de placer sádico, con carnes 
que palpitan de dolor y de espasmo, sensualidad supre- 
ma que se desvanece en la epidermis y que se denuncia 
en las crkpaciones de los dos cuerpos vacilantes. Nuestra 
ruta ha sido fecundada pGr los sollozos, se ha enrique- 
cido con las lágrimas. La polvareda del camino traza 
sobre nuestros vestidos figuras extrañas. Un lodo san- 
griento, endurecido en la duda y en el pesar, forma las 
paredes de nuesltra casia,. Los millones de cadáveres, 
amontonados por las horas que pasan, por los minutos 
que transcurren, no son más qut una parte pequeña del 
enorme tributo que. debemos pagar a la muerte. Las 
puertas del dolor se abren tanto para el paraíso como 
para el infierno. Son las únicas puertas que no hemos 
podido cerrar bien, las tablas llenas de resquicios y ra- 
jaduras. Su encanto está en su propia dureza enigmá- 
tica, en s'us caprichos atenaceados por el secreto, en esas 
formas misteriosas, que hacen de las virtudes un pasaje 
sobrehumano, el sendero trágico que nos lleva sucesiva- 
mente a la verdad y a la locura. 



CAPÍTULO XII 


«lean Lorrain había hallado sin esfuerzo la voluptuo- 
sidad de lo monstruoso. Su refinamiento era un instin- 
to pervertido, el instinto de lias deformidades tristes y 
de los apetitos extravagantes. De Quineey buscaba en 
el crimen la obra de arte, la obra maestra que no apa- 
recía más que como un reflejo de su razonamiento frío, 
el espectro pálido de sus propias ideas. Por otra piarte, 
la psicología pedante de nuestros contemporáneos ha 
buscado una estética de la crueldad en la fantasía sa- 
tánica de Baudeladre, en los suplicios abominables de 
Mirbeau, en los cuadros grises) de. Villiers de L ’lsle Adam. 
La. Inquisición, pintada por Edgard Poe en El pozo 
y el péndulo, posee cierta belleza diabólica. Y en ver- 
dad que el espectáculo literario de la sangre es siempre, 
agradable. Nuestra sensibilidad necesita el contacto en- 
fermizo de lo trágico, el beso agrio de la crueldad. Cuan- 
do las fuentes de la perversión sangrienta quedaron ago- 
tadas, el espíritu europeo voló hacia lai China misterio- 
sa, poblada de sombras, donde se mueven seres impasi- 
bles, de ojos inmóviles, hechos con el duro metal de los 
ídolos. Bajo los arcos de las pagodas solitarias, nació 
entonces el gran drama de lar inquietud occidental, in- 
quietud en la literatura, con uro ció n en las almas, rictus 
amargo cortando 1a serenidad de las conciencias). China 
mueve su mecanismo espantoso contra un rebaño de hom- 
bres de hielo. Yuan-Shi-Kai no tenía enemigos. Todo® 
habían perecido ai manos del tirano, en medio de pade- 
cimientos atroces. Yuan-Shi-Kai había descubierto en 
la leyenda desapiadada de sJns antepasados los viejos mi- 
tos de la crueldad. "El condenado, escribe Farjcncl, 



70 


ADOLFO AGOBIO 


sufría sucesivamente la extirpación de la nariz, de las 
orejas, de las manos y de los pies. Luego, con un cuchi- 
llo, se despojaba a la víctima de. los' senos y de todas 
las partes protuberantes del cuerpo”. Después, para 
que el sufrimiento se prolongase, para que los verdugos 
pudiesen saborear sJo. placer perverso, se le practicaba al 
condeiniado una incisión en el vientre y se le extraía una 
parte de los intestinos. “En seguida se le arrancaban 
los ojos, agrega Farjenel. Al fin, Se le abría la frente 
y se le, sacaba el cerebro, lentamente, con ulna cucha- 
ra. .. ” Por otra pairte, se llevaba a cabo un suplicio ex- 
traño, formidable, y que, ,a. pesar de todo, se presentaba 
a la imaginación de los esbirros como una golosina de- 
licada. He ahí el poder soberano de la observación cien- 
tífica. Gustavo Le Boin transcribe el testimonio de Far- 
jenel nada más que como un documento psicológico. Esa 
cadena de tormentos gigantescos pasa a la ciencia, pre- 
suntuosa de los occidentales como una clave infalible, 
como la fórmula que aclara la niebla de las mentalida- 
des desconocidas, el teorema que interpreta los sombríos 
secretos de Asia. Para la ciencia, no obstante, toda 
montaña de horrores' colectivos es la imagen de un in- 
fierno justo. “La justicia es lo establecido, escribió 
Pascal con ironía. Y así, todas nuestras leyes estable- 
cidas serán necesariamente consideradas como justas sin 
ser examinadas, puesto que están establecidas”. Nunca 
aprenderemos demasiado en este surco profundo, abierto 
por las meditaciones del genio. Ese camino nos lleva a 
la serenidad ideal, al receptáculo de las grandes ense- 
ñanzas universales. La segunda mitad del siglo XIX 
hizo sucesivamente de la ciencia una religión v un fana- 
tismo. Ahora marchamos hiaicia la pedantería supersti- 
ciosa, sin moral y sin cálculo, hacia el reino enmarañado 
de las leyes empíricas. Explicar no es condenar, no sig- 
nifica siquiera poner en movimiento todos los recursos 
de nuestro espíritu crítico. Mientras la sensibilidad des- 
pierta al vértigo de las emociones, el pensamiento per- 
manece encerrado en el círculo monótono de los hechos, 
águila domesticada, sin color ni voluntad, incapaz de 



LA SOMBRA DE EUROPA 


71 


cambiar el universo de los fenómeno». De esta manera, 
veremos palidecer los resortes' nobles de la inteligencia. 
La lógica se transformará e¡n un instrumento frío de jus- 
tificaciones morales. Limitadas las facultades creado- 
ras del hombre, dejaremos a los hechos la tarea de ex- 
plicarse y de justificarse a sí propios. Muy lentamente, 
hemos llegado al sofisma cientifista de la crueldad. 
Hasta el fondo de las tinieblas ancestrales, donde rugen 
todos nuestros crímenes, llega hoy una luz consoladora, 
discreta y suave. La crueldad posee un origen místico. 
Es la mano de Dios que baja a la tierra en forma de 
castigos terribles, que ya se sufren con resignación o se 
paladean como buen vino. El ritual sangriento de. Baai- 
Moloch se extendió por toda la civilización antigua. 
Pasó por Atenas, llevando hasta Roma y Carta, go el so- 
plo amargo de las hecatombes. El espíritu de. la cruel- 
dad. sita perder totalmente su esencia divina, siguió el 
ritmo de transformaciones' sutiles. No se apagó el re- 
cuerdo de las vestales malncilladas, enterradas' vivas, que 
agonizaban en medio de dolores incalculables, ni el espec- 
táculo de los sacerdotes egipcios amurallados', ni el marti- 
rio atroz de las hechiceras de la Edad Media, condena idas 
al fuego ; no se disipó la sombra trágica de los festines de 
Alejandría, cuando los bajeles, abarrotados de cartesialnias, 
volcaban sobre los muelles su carga de sensualidades y de 
miserias. Más tarde, en medio de la decadencia inevi- 
table de todas las tradiciones elevadas, el refinamiento 
elegante de la crueldad mordió ein la entraña moral del 
bajo Imperio. El mecanismo oculto de las torturas ma- 
teriales había alcanzado una perfección maravillosa). 
Todo sufrimiento era una necesidad practicada en nom- 
bre de los antiguos mitos de Oriente, duros y magnífi- 
cos. Dicha necesidad se transformó luego en deber re- 
ligioso y social. Pero fue necesario el advenimiento de 
los monarcas turcos, al frente de sus soldados ebrios y 
ferooos. pifi ira hacer del viejo culto misterioso una super- 
chería perturbadora. FAitomees la barbarie secular del 
hombre puso sobre sí la máscara helada de la civilización 
contemporánea». La reacción victoriosa contra Adbul- 



12 


ADOLFO AGORTO 


Ilamid descubrió en la residencia de Yildiz Kiosk pasa- 
jes subterráneos, galerías secretas, una ciudad maldita 
que desaparecía en las tinieblas. Las víctimas, asegura- 
das dentro de sacos sólidos', pasaban por allí de la vida 
a la muerte, resbalaban silenciosamente e iban a dormir 
para siempre al fondo del Bosforo. 

:*c 

Aquella organización infernal huía de la luz. Hubiera 
sido preciso dirigir la vista ha-cia algunas sectas de la 
India para hallar la crueldad en toda su desnudez va- 
liente y divina,. Hubiera sido preciso escrutar las ve- 
tustas ruinas del país del silencio y de la meditación, las 
ruinas bañadas por la luz de la luna, los templos* en es- 
combros, perdidos entre los bosques, donde los buitres 
sagrados esperan impasibles su ración de humana carne 
palpitante. Y allá van los sacerdotes, salmodiando ora- 
ciones, empujando a la víctima al gran sacrificio de la 
soledad. En una cueva horadada en la piedra y que el 
tiempo ha convertido en osario, boca abierta sobre el in- 
finito de los cielos, lecho de desesperación que oprime las 
arterias y que enfría la sangre, el condenado espera, con 
las extremidades ligadas y los labios rígidos, la visita de 
las aves fatales. Imposibilitado para la defensa, mudo 
e inerte, con la lengua arrancada y puerta a su lado 
como un sebo sangriento, el hombre escucha de pronto 
un concierto fúnebre, chillidos ásperos, batir de alas, res- 
tallar de picos hambrientos. El olor apestoso de los 
buitres flota en el ambiente. 41 cabo de un rato, el con- 
denado siente sobre su pecho el hielo de las garras sagra- 
das. E'l abominable festín comienza, sin más testigos 
riñe las viejas ruinas solitar'ias. Los ojos* de la víctima 
desaparecen. Del vientre desgarrado, entre criapacio- 
nes, asoman las visceras chorreantes de sangre. Bandas 
negras despuntan detrás de las torres medio derruidas*, 
detrás de los altos muros agrietados y cubiertos de mus- 
go. Muy pronto el banquete tocará a su fin. Nuevos 
invitados, incalculables y voraces, se abaten sobre el 



LA SOMBRA DE EUROPA 


cuerpo despedazado, enrojecido como una llaga viva. El 
terreno queda limpio de piltrafas ensangrentadas. Lue- 
go, como respondiendo a una señal invisible, los buitres 
emprenden su vuelo lento y silencioso. Hasta el suelo 
llega un graznido uniforme de bestia satisfecha. Y allí 
donde se había dejado un hombre, no queda más que 
una pobre figura descarnada, una osamenta rota que el 
sol de la India abrasará lentamente con su caricia de 
fuego y que la lluVia arrastrará en sus torrentes vertigi- 
nosos. Y mientras el viento de la Selva canta bajo los 
troncos centenarios su loca canción desenfrenada, el alma 
de Oriente refuerza los mitos exóticos de la crueldad.. 
Pensar que habíamos intentado, en búsqueda fatigosa, 
descubrir novedades crueles eintre los conquistadores de 
América, cuando chirriaba sobre las brasas el músculo 
í batido de Guatimozin, equivalía a no desesperar de. ese 
porvenir que creíamos despejado y que nos reserva iaún 
peores abyecciones. Las escenas horribles de Servia y 
i.l .? Bélgica nos dicen que la ciencia ha hecho de la cruel- 
dad un monstruo lógico. Se hiai armonizado el sentido 
de todos los apetitos feroces y se ha llegado a un método 
coherente de la barbarie. De acuerdo con el aforismo 
de Pascal, se empieza por aceptar apariencias estableci- 
das. Por algo la vida interior mío es más que una larga 
coordinación de fantasmas mentales. Luego se funda 
el punto de partida de un razonamiento falso que va a 
perderse en el. laberinto de la metafísica-. La vida del 
espíritu necesita del paralogismo, de la savia impura, 
mala hierba que denuncia la tierra fecunda. Se fuerza 
la máquina del pensamiento de la misma manera que se 
violenta el laboratorio de los fenómenosi. Liai voluntad 
humana ha transformado nuestra visión del universo. El 
sofisma de la crueldad pasó luego al arte bajo la forma 
de un espectro brillante. Buscamos los contrastes insó- 
litos, los paisajes raros, las lujurias devoradoras. En li- 
teratura, la fiebre de Extremo Oriente incubó creaciones 
de horror, cayó como fermento maligno en las almas de- 
pravadas por orgías demoníacas, arruinadas por encan- 
tos f, a-tales, trabajadas por sensaciones espantosas. Villiers 



74 


ADOLFO AGORIO 


do L’Tsle Adam se nos; aparece como una imagen de pe.- 
sadilla, vampiro monstruoso escarbando en las carnes 
enfermas. Sorbemos la crueldad literaria como si fuese 
una droga. Entonces la literatura es vicio amable y 
trágico, aberración que aniquila, paraíso que envenena, 
la gota de, opio que trastorna nuestros sentidos y que 
nos adormece en la dulce embriaguez de la inmortalidad. 



CAPÍTULO XIII 


‘ ' Ebtre los hombres jóvenes de veinte a veinticinco 
años, escribe un observador, podemos contar más' de dos 
millones de muertos”. Casi toda la juventud de Euro- 
pa lia desaparecido en los campos de batalla. Una de 
las mayores virtudes de la guerra consiste en sacrificar, 
con sus primeros zarpazos, a los ¡hombres eaipaces de vi- 
vir el delirio de las cosas nuevas'. Con ©sita tragedia, 
veremos atrasarse en ulna centuria el progreso lógico de 
las ideas. No hay nada grande, ni sublime que no se ame 
a los veinte años. Esia, edad es una locura, una fiebre, 
"“una embriaguez sin vino”, como decía Goethe. Mu- 
chachos a quienes apunta el bozo débilmente, con el la- 
bio apenas sombreado por la pelusa de una fruta que 
todavía no está madura, se hinchan y se descomponen 
bajo la tierra. Jóvenes recién Salidos del hogar, cere- 
bros frescos, llenos de quimeras, que han alimentado sue- 
ños ardientes detrás de los muros de las universidades', 
se amontonan en pilas anchas, simétricas, a las cuales s'e 
pone fuego. La obra de las llamas hace su camino en 
medio de crepitaciones formidables. Manchas de humo, 
torbellinos de ceniza, danzando bajo el sol, se confunden 
con el oro y el azul del paisaje. Los músculos, que aun 
no habían adquirido formas viriles, se. deshacen, se di- 
suelven, estallan, mordidos por las brasas, devorados por 
d incendio. No quedan más que montoncitos blancos, 
trozos calcáreos, residuos calcinados , desechos frágiles 
como el cristal, que se hacen polvo al contacto de nues- 
tra! mano. A eso van a parar todos nuestros Sueños, 
todas nuestras ilusiones. Del maravilloso conjunto de 
vidas, no quedan más que cifras, el número de cobre que 
marcha al cuartel general, la notación geométrica que 



76 


ADOLFO AGORIO 


servirá piara identificar un cadáver que ya no existe, un 
cuerpo que se ha volatilizado en el espacio. La juven- 
tud ha marchado enloquecida contra el fantasma de la 
destrucción gloriosa. Los resplandores del heroísmo han 
encandilado sus ojos. Atraída por un juego armonioso 
de luces, la flor de la cosecha humana se ha dejado que- 
mar sin un grito, sin una protesta dolorosa. Los veinte 
años saben fascinar con el encanto de su virtud indis- 
creta, de su fuerza victoriosa; ellos embellecieron todos 
los' vicios, adornan todos los extravíos, doran todos los 
pecados. Lai juventud tiene una concepción romántica 
de la libertad, del derecho, de la fuerza. En cambio, 
los viejas escépticas, los sabios que han empalidecido so- 
bre los papeles, hasta tomar el color y las arrugas de 
los polvorientos infolios, mueren con un sabor agrio en 
la haca. Ese feroz libertinaje de la incredulidad ha se- 
cado su corazón entristecido. Los viejos han espiado 
las fórmulas del universo, han atisbado las incertidum- 
bres del mundo, han interrogado al planeta sin recibir 
más que respuestas vacías y sonoras como carcajadas. 
En la persecución de las verdades fugaces, el destino se 
burla de nosotros mismos. Cuando queremos penetrar 
el misterio que, nos rodea, nos parecemos' al borracho 
que dialoga con su propia sombra. El enigma que flota 
junto a nosotros, no sabe responder más que con nues- 
tro pensamiento. Lo que creemos obra de una tenacidad 
sin límites, es solamente el fruto d!e nuestros desvarios 
visionarios. Por eso, nada lle?iará el lugar de la juven- 
tud que muere agotada por la carga diabólica de los 
obuses. Su esencia lírica es la única llave, capaz de abrir 
la fatalidad; ella es también la única herramienta capaz 
de forzarla. La misma historia que, con Renán, es fan- 
tasía lícita, y que con Challemtl-Lacour, es' imaginación 
fatal y legítima, no desmiente esta suprema verdad. 
Nuestra vidia se compone de sueños discontinuos, de idea- 
lidades incoherentes. Sólo la juventud que yia, no exis- 
te, los veinte años' que se han marchitado corno una co- 
rola, pétalo a pétalo, pudieron haber puesto orden en ese 
delirio sin objeto y haber hecho fecunda la fuente nunca 
acotada del humano dolor. • 



CAPITULO XIV 


Un sol amarillento de primavera iluminaba las hojas 
de los limoneros con reflejos dorados. Hastia la empa- 
lizada, hecha con ladrillos resquebra jados y madera vie- 
ja, llegaba el olor enervante de la hierba, ese aliento de 
la tierra que estalla en un hervidero de sensualidad. Por 
todas partes trepaban las lianas, los acianos, las ama- 
polas. Era un jardín encantado y sialvaje, lleno de hu- 
medad y de silencio. La luz de la mañana había puesto 
sobre el verde de los senderos una pátina de oro antiguo 
Detrás de los árboles despuntaba la verdadera alegría 
del vivir, la frescura inagotable de la naturaleza que to- 
davía no ha sido m anadiada por la depravación huma- 
na. Ante el horror de la matanza, frente a la delirante 
atrocidad del suicidio colectivo, el filósofo se sintió in- 
quieto y turbado. Como los héroes de Bocaceio, huyen- 
do de la peste de Florencia, quiso buscar un retiro agres- 
te, la soledad frecuentada por los lagartos, visitada sólo 
por los insectos' de élitros metálicos y alas zumbadoras. 
Se había desencadenado sobre el planeta un azote mucho 
más espantoso que lia epidemia negra de los florentinos. 
Monstruos de acero, forjados para desgarrar las entra- 
ñas de los astros, rugían a cada segundo. E*n la isitmós- 
fera flotaba un veneno sutil que hacía fluidas las canos 
y convertía a los hombres en espectros. La muerte dor- 
mía en la cápsula blanca de los azahares y se aspiraba 
•'•on el perfume de las flores'. Cortejos de carretas fúne- 
bres, chorreando sangre por sus ejes, aparecían y des- 
aparecían como fantasmal. Ejércitos de enterradores 
mudos, embozados en cogullas sombrías y esgrimiendo 



78 


ADOLFO AGORIO 


hachones funerarios, caminaban hacia lo desconocida EJ 
viento traía el ruido de las campanas como si fuesen 
quejas', y removía el cántico de las oraciones como si 
fuesen despedidas. De todas las encrucijadas surgían 
visiones macabras y escenas de agonizantes. Y fué en- 
tonces cuando el filósofo escarpó al espectáculo de tanta 
miseria, aturdido por el toque crepuscular y moribundo 
de las altas torres. El círculo de sangre se había ensan- 
chado. Otras naciones, nuevas razas, se habían apresu- 
rado a participar del abominable desgarramiento. El 
filósofo había observado demasiado, se había encallecido 
en el análisis del desastre, y sentía agotarse su reserva 
sentimental. ¿Para qué derrochar las lágrimas? Ninguna 
tarea más loca que la de cicatrizar lo irremediable. Nada 
más peligroso que jugar con el corazón la comedia hue- 
ca del afecto y de la simpatía. Bajo la empalizada rús- 
tica, sobre la mesa de piedra enverdecida por la lluvia, 
oculta en e.l follaje, salpicada por el sol en forma de pe- 
queñas manchas luminosas, un libro estaba abierto. El 
filósofo inclinaba sobre las páginas su cabeza grave y 
plateada. A través de los párpados suavemente entor- 
nados, se. filtraba uinia mirada de ensueño. Su mano fina, 
transparente, surcada por venas de un azul obscuro, se 
crispaba sobre la mejilla pálida. Un arrullo de hojas, 
profundo y tranquilo, acariciaba el oído y adormecía los 
nervios- En medio de la paz, del arrobamiento, el si- 
lencio parecía mecer ideas. El filósofo había llegado al 
calato trigésimotereero del Infierno, cuando Dante, entra 
en el recinto blanco, donde el hielo oprime con estrechas 
ligaduras a los condenados. Soibre el desierto helado, 
una humanidad sufre boca arriba. Su mismo llanto le 
impide poder llorar. El dolor se ha petrificado. Las' lá- 
grimas que no pueden salir afuera, caen hacia adentro 
para aumentar la angustia. Los sollozos se. han trans- 
formado en hielo, y hasta los mismos ojos desaparecen 
bajo una pared de cristal. El filósofo, aterrado, lleno 
de emoción, leyó: 



LA SOMBRA DE EUROPA 


79 


Lo planto stesso li pianger non lascia, 

E’l duol, che truova in su gil occlii rintoppo, 

Si volve in entro a far crescer l’ambascia : 

Ché le lacrime prime fanno groppo, 

E, si come visiere di cristallo, 

Kiempion sotto’l ciglio tutto il coppo. 

La brisa hizo volver las ¡páginas. Un abatimiento plá- 
cido, una laxitud extraña, 'invadió al lector. Sus pier- 
nas flaquearon y la barba se clavó en el pecho, corno si 
se hubiesen aflojado repentinamente todos los resortes 
de Su voluntad. Había tropezado de pronto con el gran 
sufrimiento inexpresable, con la gran angustia que no 
puede brotar a la luz, que queda en el fondo de nosotros 
\ que nos roe la base de nuestra alma. El filósofo se 
sentía vencido. Hace seiscientos años el poeta florenti- 
no había adivinado el espectáculo soberbio y trágico de 
una humanidad anegada y endurecida en su propio do- 
lor. Ante el choque gigantesco de los hombres, ante la 
congoja que se amontona, ante la miseria que aumenta 
y el padecimiento que crece día a día, la sensibilidad hu- 
mana reviste su túnica polar, i Con qué objeto seguir 
fabricando teorías absurdas? ¿De qué sirven las fór- 
mulas magníficas? Seguiremos sufriendo a través de 
dos ojos glaciales. La gran angustia es* la solución de 
un problema que se. renueva con nuestro ser. “El mis- 
mo llanto nos impedirá llorar”. Poco ganaremos con 
atormentar nuestros cerebros modernos, máquinas sutiles 
fatigadas por el vicio y podridlas de literatura. Más 
vale, como el filósofo, cerrar el libro de la vida en la 
soledad y dejarse arrastrar por el sueño. 



CAPÍTULO XV 


‘ ‘ Esos pacifistas, neutrales ante el crimen, escribe 
Roosevelt en su último libro, son los más grandes ene- 
migos de la paz. No puede haber paz posible en la in- 
justicia”. La barbarie mística creó la barbarie cientí- 
fica. El pacifismo naturalista dió origen al pacifismo 
contemplativo, inerte, asexual, el pacifismo que incuba 
los mayores crímenes y que produce las situaciones de 
violencia. La fe sencilla, soñada por Tolstoi, ‘‘forma- 
da de luz y de sombra, como se manifiesta en cualquier 
analfabeto”, fué el punto de partidla de la mansedum- 
bre, de la resignación y de la esclavitud. El pope Ca- 
pón, el sacerdote que se cruzaba de brazos mientras sus 
camaradas oaiían asesinados baio la fusilería cosaca, era 
un pacifista a sn manera. Sócrates pudo haber confun- 
dido a sus detractores, pero su pacifismo resignado lo 
arrastró hacia la muerte. J estás devoraba en silencio los 
ultrajes. De aíhí que a su lado brotase la planta de las 
pasiones groseras, la traición de Judas, la bajeza de Pon- 
eio Pilatos, el sadismo vulgar de Caifas. El reformador 
no tiene más armas que las de 1 espíritu, las armar; f”° 
vencen al tiempo, pero que no le impiden ciaer abatido 
en un segundo. Jesús siente hondamente la vida del al- 
ma, pero no sabe defenderla. Su pasividad fué el mejor 
instrumento de su martirio. El verdadero humanista 
pone un cercado de espinas a las conquistas de la paz y 
rechaza ccin la fuerza los avances de la mentira y de la 
injusticia. Mahoma fué soldado antes* que soñador. El 
poder militar fué la garantía más eficaz de. sus ideas fra- 
ternales, liáis mismas ideas de Jesús desarrollándose en 
un orden de actividad más cercano a las realidades de 



LA SOMBRA DE EUROPA * 


81 


’a vida,. La naturaleza sensible es urna, lucha cométante 
de selección, de adaptación, de conservación. La exis- 
tencia del espíritu es una batalla contra el error, una 
cruzada contra las fascinaciones de la perversidad fácil 
y del delito amable. No resistir al mal es* envilecer la 
conciencia. Amar la paz sin sanciones morales, dejarse 
asimilar ia la belleza inmóvil del mármol, poseer la neu- 
tralidad de la estatua, es detener el progreso humano y 
suprimirse para la verdad. '‘Nos odian, escribía Bis- 
marck. He ahí la prueba de que nos temen, de que so- 
mos fuertes”. Se odia a la fuerza pura, porque está al 
servicio de la misma fuerza. Se ama a la justicia, porque 
está por encima de la violencia. Piero no se teme más* qüe 
aquello que no se comprende. Temer es encoger el alma. 

* 

•{* ¥ 

El pacifista moderno es incapaz de amar, porque el 
amor reposa sobre el sacrificio. Llorar lágrimas de gan- 
so cebado no es abrazar la causai de los débiles. El pa- 
cifista de hoy e.s nn terrible fermento de guerras futu- 
ras, porque todo desaparece, lo bueme y lo malo, frente 
a su tranquilidad interesada Romain Rolland solloza 
ante el sufrimiento de Bélgica, pero agrega que Alemai- 
nia es un paraíso y que la guerra no puede durar un 
minuto más. Las cosas deben quedar como están. El 
derecho se restablecerá después por sí s?olo-. Dentón, el 
ministro del pueblo, amaba la paz en otra forma. Su 
único lirismo era su fuerte sinceridad. Hasta el último 
momento defendió la causa del derecho, luchando a bra- 
zo partido con la muerte, sonriendo con desprecio a susf 
jueces, escupiendo la verdad al rostro de sns verdugos.- 
Dentón sacrificó su vida a la grandeza de su apostolado 
fraternal. No cayó como uto pacifista de profesión;, sino 
como un admirable forjador de la paz futura. El cadal- 
so fué la tribuna de sus ideas, la mejor trinchera de su 
pensamiento. Hay en la historia de la revolución de 
París, en 1871, un episodio inolvidable, que conmueve, 
por su heroísmo y que enternece por su inmenso dolor. 



ADOLFO AGORIO 


■S2 

La-íí tropas de Versailles habían acorralado en Pére La- 
cliaise a un grupo <le revolucionarios. Desangrados, 
agotados, casi sin armas, los comuneros se defendían con 
encarnizamiento. Aquellos hombres generosos, que ha- 
bían proclamado principios de paz universal y de fra- 
ternidad sin fronteras, prefirieron morir al pie de sus 
sueños. Llegó un instante en que las municiones falta- 
lían, en que era necesario abroquelarse detrás de las t, um- 
itas del cementerio, atacar con astillas de. cruces y con 
fragmentos de sarcófagos. . . Los cadáveres formaban 
montones ensangrentados. Pero mientras quedó un. solo 
hombre con vida, esíe hombre resistió, hasta la muerte. 
Heroísmo supremo, heroísmo gigantesco, que hace su- 
blime la lucha por la justicia. Ñadí» duda que la 
Francia de hoy es una nación pacifista. Pero su paci- 
fismo inio es el pacifismo de Rom ai n Rol laúd, no es la in- 
diferencia literaria hecha, de cálculo, la frialdad delibe- 
rada ante el abominable incendio que devora lo mejor 
de las energías universales, sino la fuerza que persigue 
unía etapa definitiva de equilibrio moral, y de solidaridad 
humana. Hay un sentimiento más profundo, del deber 
oí la frase del soldado francés que escribe a su madre: 
Muero para que mis hijos punían vivir en paz , que en 
todos los libros pedantescos de los pacifistas profesiona- 
les. Demuestra que ama más lia paz aquel que muere, 
por ella, silenciosamente, anónimamente, que. quien la 
elige de tema para hacer más sonora su retórica y dar 
más teatralidad a su literatura. 



CAPÍTULO XVI 


En la Academia Francesa, durante la Sesión memora- 
ble del 1-1 de diciembre de 1916, Ernesto Lavisse definió 
soberbiamente en su prosa acerada, hecha con nervios de 
metal, el contraste íntimo entre la mentalidad germáni- 
ca y e,l espíritu humanitario de Francia, “xllemania, 
dice el ilustre historiador, no quiere reconocer ningún 
derecho de humanidad en las naciones ni en los) indivi- 
duos. Se considera sobrehumana, porque ella es tran- 
quilamente inhumana. Tenían, pues, razón al desear la 
destrucción de la Francia, que proclamó los derechos del 
hombre v los derechos de los pueblos'.” Inútil buscar 
en el discurso del maestro frases de odio, condenas atro- 
ces o blasfemias sombrías. Ernesto Lavisse no justifica 
las violencias abominables, no defiendo los atropellos a 
la diginidad moral de la especie, no perdona siquiera 
aquello que comprende. Ilay en él osa protesta inte- 
rior, inquieta y «severa, ese sarcasmo amable que se pier- 
de siempre en una sonrisa de angustia. De los hechos 
desnudos, naufragando en la inmensidad del desastre, 
surge el choque psicológico, inevitable, la ironía sangrien- 
ta. Es cpie Lavisse comprende que existen organizacio- 
nes que son. un atentado permanente al derecho, orga- 
nizaciones que responden a factores morbosos, a una abe- 
rración trágica del verdadero sentido social. “Alema- 
nia y Francia se oponen la ulna a la otra, punto por pun- 
to, exclama, precisamente porque Alemania deseó una 
Francia ruinosa, impotente, que no tuviese influencia en 
el mundo”. Es verdad que las virtudes del alma fran- 
cesa desbarataron e«a suerte de fatalidad formidable, 
diabólica y triste, impetrada' por una legión de agore- 
ros voraces. De ahí que FJrnesto Lavisse no sienta la 



84 


.ADULFO AGORIO 


embriaguez de la gloria. Sabe que detrás del oropel 
brillante no hay más que dolor y cenizas. El Secreto de 
Francia está en su ca/pacidad para resistir y para pa- 
decer. El éxito de la guerra se mide con la escala del 
sufrimiento. “Alemania llevó contra nosotros su más - 
grande esfuerzo, dice Lavisse. El haber resistido, el lia- 
¡>er detenido esa marcha, que ella esperaba rápida y 
triunfal, es nuestro honor y nuestra gloria. ¡Pero al 
precio de cuántas ruinas, de cuánta sangre hemos? pa- 
gado ese honor y esa gloria ! ¿ Qué debemos hacer aho- 

ra para reconstruirnos, para rehacer muestra vida? He 
ahí el problema del porvenir. ’ Como se ve, la gloria 
posee un sabor amargo ; aparece aun más descolorida que 
en las páginas de Montaigne / iluminadas por ese. can- 
dor escéptico que penetra en el alma como un ensueño 
de ultratumba. En cuanto al honor, se diría que nace 
y muere como un estremecimiento pasajero, espasmo que 
agoniza al pie de los grandes hechos universales. La 
tragedia transforma el sentimiento del honor en un pa- 
roxismo de la personalidad. Fuera de la fragua, ese 
impulso no es más que una verborragia infantil, la retó- 
rica que me hunde en arenales estériles. “El honor, es- 
cribe Alfredo de Vigny, es la conciencia, pero la con- 
ciencia exaltada. Hs el respeto de sí mismo y de la 
belleza de la vida llevado hasta la más piira elevación 
y hasta la pasión más ardiente. Yo no veo ninguna uni- 
dad en su principio, y todas las veces que s'e ha tratado 
de definirlo, el espíritu se ha perdido en un mar de pa- 
labras”. El honor es una defensa moral. Es el frag- 
mento psíquico exacerbado por el desastre, la célula no- 
ble obligada por la enfermedad a una gimnasia repara- 
dora. La paz cambia Jai moción de los* valores éticos, pero 
no los suprime. Esa corriente discreta, profunda, sub- 
terránea, brota a la superficie como un torbellino, canta 
bajo el sol, arrastra a los soldados... Cuando el acero 
estalla sobre la tierra y rompe la costra helada de los 
prejuicios, una brisa ardiente ensancha nuestro corazón. 
Caricia de muerte o de esperanza, ella posee la irreme- 
diable melancolía y el supremo encanto de lo descomo- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


85 


ciclo. E] genio helénico puso nina venda sobre los ojos 
de Erod. Seguir soñando equivale a prolongar la dulce 
ilusión de los ciegos. Ignorar es amar. 

* -h 

Hay una elegancia apacible, pero imponente, en esa 
congoja silemciosa de los hombres que, entregados a la 
reconstrucción, se sobreponen a las tortura^ morales de 
la guerra. La hora final, .anunciada en medio de la fie- 
bre, del delirio, de risias frenéticas, se aleja más cada día. 
El espíritu se inclina sobre el surco sangriento y espera 
ía aurora. ¿Qué hacer sino provocar la resurrección 
por el trabajo? “Hay que llevar la libertad política., 
filosófica y religiosa, a las leyes y a las costumbres, es- 
cribe Ernesto Lavisse; hay que trabajar, trabajar el es- 
píritu y el corazón en nuestras universidades, en nues- 
tros colegios, en nuestras escuelas, en nuestros talleres 
de artistas, para perpetuar y avivar el genio de Fran- 
cia, inventor de ideas fecundas en la ciencia y en la po- 
lítica, creador de formas nobles y simples; hay que 
trabajar, en fin, después de la victoria, para preparar 
a ese gran herido cine se llama el género humano, la con- 
valecencia y la curación en la paz y el derecho.” Si 
una parte de Francia se sacrifica y muere por un ideal, 
los que quedan deben continuarlo. La humanidad no 
consiste en una simple abstracción de filósofo-. Ella -es 
una realidad viva, palpitante, con instintos, virtudes y 
sensualidades. Detener la vida hoy es recomenzarla 
mañana con más vigor, convertirla en una árbol prodi- 
gioso y fantástico que brotase en medio de la tempesitad, 
bajo la misma podadera del destino. “Hay deberes 
daros, agrega Lavisse, difíciles ciertamente, pero impe- 
riosos. Si nosotros los comprendemos, llegaremos a le- 
vantar nuestras ruinas, afirmaremos el prestigio revolu- 
cionario y bienhechor de Francia y pagaremos nuestra 
deuda a aquellos soldados que, bajo las asechanzas del 
mar y del aire o en el lodo sangriento, desafían peligros 
inauditos, padecen espantosos sufrimientos, y combaten 
y mueren a fin de que la Francia viva”. He ahí la¡ 



86 


ADOLFO AGOBIO 


concepción francesa de «ye porvenir incierto, cuyos 
velos sombríos, apenas desgarrados, dejan entrever la 
csperataza de un perfeccionamiento infinito. Quimera 
amable, sueño generoso y ardiente, clave que balbucea 
el misterio de las cosas y que interpreta un ideal contra- 
dictorio, profundamente humano! ¿Cómo vencer sobre 
este sistema de fuerzas invisibles que orienta siempre 
la conciqncia del planeta ? La semilla de la violencia sin 
objeto, de la brutalidad int el actualizada 1 . del imperia- 
lismo frívolo, se seca sobre un desierto infecundo. Cuan- 
to mayor Sea la grandeza material, más imponente resul- 
tará el derrumbe. De. nada vale declarar la guerra a la 
humanidad, hundir en el océano a mujeres y niños, 
arrancar de sus hogares a familias enteras, menospre- 
ciar los principios sagrados que hacen digna y respeta- 
ble la vida de un pueblo... Puede dominarse durante 
uin Segundo las apariencias del universo objetivo. Impo- 
sible triunfar sobre las comentes del espíritu humano. 
“Las ideas de vuestro tiempo os derribarán y pasarán 
por encima de vosotros”, escribió Napoleón. El vence- 
dor de Jen a conocía corno ninguno la fuerza de la con- 
ciencia universal, las mordeduras secretas del gran fan- 
tasma. No importa que los niños de Bélgica mueran de 
hambre, -no importa que millares de inocentes encuen- 
tren sobre la® aguas una muerte injusta, no importa 
que la fiesta atroz de la barbarie sea organizada sobre 
la ruina de los tratados. Solamente los pobres de espíri- 
tu. la pasta dócil con la cual el bandolero de genio lia 
fabricado todas las humillaciones y todas las servidum- 
bres, solamente los incapaces de grandes cosas, pulveri- 
zados por el mecanismo de. la tiranía, pueden sentir la 
? dimiración y el deslumbramiento del puño enloquecido 
que golpea la tierra. El lanno de la hora es el derecho, a 
pesar de todo, el derecho erizado de cañones, que. extrae 
su vitalidad inagotable del alma, humana herida por un 
supremo ultraje. El mundo ha hallado su equilibr o en 
la justicia. Y mientras el estrépito de la' guerra aturde 
:> los débiles, embriaga a los falsarios v turba a los cri- 
minales. un silencio discreto, silencio de paz y de victo- 
ria 'avanza lentamente sobre la humanidad... 



CAPITULO XVII 


Jean Finot, el eminente hombre de ciencia francés, 
hace, en la Rente algunas consideraciones oportunas so- 
bre el valor material de la simpatía entre los pueblas. 
“Hiny algo, sin duda — exclama — ¡mucho más doloroso 
que comprometer la dignidad humana, que perder algu- 
nas batallas y algunas provincias. La estima y simpatía 
del mundo, tan despreciadas por la Alemania de nuestros 
días, tienen, por otra ¡parte, un gran valor material. 
Alemania ha podido darse cuenta de ello, viendo las 
amistades y los' afectos que rodean a Francia, procu- 
rándole viveros inagotables de fuerza y de esperanza”. 
Pero Fitaiot no hia logrado comprender que los germanos 
buscan la misma finalidad por distintos caminos. Para 
Alemaava. el odio tiene proyecciones tan positivas como 
el amor. Ella ha. aprendido de Federico y de. Bismarek 
los grandes postulados de una violencia radiante, que 
se abre camino en medio de zarzas espinosas y de guija- 
rros agresivos. Nunca Alemania s'e sintió más fuerte que 
el día en que tuvo la sensación de que era odiada. Toda 
su prosperidad, toda su grandeza victoriosa, todas sus 
locuras llenas' de éxito, se explican fácilmente por el 
culto metódico de los sentimientos negativos. Alemania 
nunca hubiera podido crecer y desarrollarse bajo los 
dones de la ternura universal: su estructura étnica re- 
chaza el apoyo de toda simpatía, de toda caricia. Según 
la doctrina de sus! pensadores, sólo los pueblos débiles 
requieren en el exterior la existencia de puntales afecti- 
vos que los salven del desastre en que han de verse en- 
vueltos, de la misma maniera que el inválido necesita de 
piernas artificiales, torpes y miserables, para seguir 
penosamente su vida de torturas y de humillaciones. Si 



88 


ADOLFO ACORTO 


Alemania tuviese que marchar por un sendero de aplau- 
sos, de flores, de sana-isas, probablemente caería aniqui- 
lada bajo el peso de las lisonjas fáciles y el roer solapado 
de las músicas embriagadlorias y de los perfumes ener- 
vante.-». Pero a la luz de esos dos sistemas opuestos, 
pueden- surgir también dos psicologías contradictorias. 
Jean Fmot se limita simplemente a. constatar un hecho; 
él mismo se ve envuelto en la fatalidad del momento 
historien, obedece, a las leyes inmutables de su raza. 
Por otra parte, cadiai pueblo se reconoce en sus estadis- 
tas, s'e ve retratado en sus pensadores. Francia y Ale- 
mania buscan respectivamente en el amor y el odio el 
secreto de su grandeza. De igual "manera, Augusto 
Comte hacía derivar de la generosidad altruista todo el 
juego armónico de -nuestros valores sociales-. Guyau veía 
en la simpatía espontánea de las especies v de los indi- 
viduos la fuente natural del bienestar, la libre expansión, 
de la vida. En cambio, para Nietzsche, para. Max Stir- 
ner, los débiles nunca tienen razón. Nadie mejor que 
esos dos solitarios para representar una raza áspera 
y violenta contra la cual se mueven todas las hostilidades 
del mundo. Sólo pueden inspirar un amor compasivo y 
lleno de desprecio, aquellos que son incapaces de, morder, 
que se sienten impotentes para crispar los puños. Ale- 
mania lia nacido al calor de estos pensamientos terri- 
bles, que todavía lleva impresos en el hierro encarnado 
de su alma. ¿Qué puede importarle ia ella el odio de los 
degenerados, la baba de las naciones que. viven de sus 
desperdicios, que vegetan a costa de la limosna univer- 
sal, que se envilecen en el lodo, que husmean grosera- 
mente las migajas abandonadas por los poderosos, y 
que se acometen a dentelladas para disputarse un pe- 
dazo de carne, putrefacta ? Con la misma lógica de los 
que defienden el imperio del amor, Alemania proclama 
la doctrina del odi-o. Partiendo de premisas indiscuti- 
bles, sus conclusiones son también brutalmente justas. 
Pero el pobre gran imperio se ha olvidado de. considerar 
<[ue estarnos a seis siglos de distancia del medioevo, q-ue ya 
no prospera la audacia de los grandes señores armados, 



LA SOMBRA DE EUROPA 


80 


y que la fuerza militar de las naciones' más poderosas, 
fuerza sutilizada a través de las edades, se encuentra 
hoy al servicio de los ideales subjetivos que forman, la 
garantía ética de nuestro derecho humano y de nuestra 
justicia convencional. 



CAPITULO XVIII 


ITá vuelto a renacer en Francia el antiguo culto por 
e,l viejo gallo de los) galos, símbolo histórico de todos los 
heroísmos de la raza. De los* blasones arrinconados, 
roídos por la humedad, cubiertos por el polvo de los 
siglos, ha volado la silueta arrogante del gallo galo, para 
lucir de nuevo, a los resplandores) lívidos del plenilunio, 
su altiva figura, valiente y fanfarrona. El ave fantás- 
tica ha pasteado a lo largo de las trincheras Maracas de 
nieve, levantando su cola majestuosa como si fuese un 
estandarte, agitando sus alas adornadas de plumas bri- 
llantes, mostrando su cresta de un rojo vivo, como una 
herida recién abierta . . . Con pasos llenos de nobleza, 
señalados por dos espolones afilados, el gallo se ha diri- 
gido hacia las líneas erizadas de fusiles para vigilar el 
sueño de los guerreros. Luego, coano satisfecha de sí 
misma., la sombra heráldica se ha alejado discretamente, 
dejando mareada sobre el sudario helado la huella de 
sus pisadas furtivas, impresas en el suelo como si fueran 
los dibujos caprichosos de, una flor de lis. Pero antes de 
desaparecer en el vacío, el ave sagrada se ha erguido 
sobre sus patas* recias, fornidas, elegantes, y ha encres- 
pado su cuello de seda tornasolada, lanzando al espacio 
las notas de su canto triunfal. A este himno han res- 
pondido todos los gallos) de Francia. Esa música fue 
corno una diana. Sus vibraciones de clarín pasaron como 
ráfagas ardientes sobre, las cabezas dormidas), despertan- 
do r<?6uerdos felices y avivando ensueños olvidados. Pero 
todo lo que el canto tuvo de dulcemente evocador, lo 
tuvo también de atrozmente sangriento. Es que el gallo 
galo sólo confía ¡al viento saos notas de bronce para excitar 
una venganza o para reanimar a un agonizante. Su 



LA SOMBRA DE EUROPA 


garganta incansable nunca- es estéril, nunca canta en vano. 
Los gallos invisibles de la estepa, que se. contestan unió 
a otro desde el fondo de las isbas perdidas en la in- 
mensidad del desierto blanco, debieron proteger la re ti- 
ranía espantosa del gran ejército en las noches -i implaca- 
bles,' de Rusia. Ese clarín misterioso nos reconforta, en 
la soledad. También nos desconciertai si vamos a come- 
ter un pecado, si pensamos en, perpetrar un delito. El 
príncipe -Neklindoff, aquel raro persona je de 'luiste i, 
se siente extrañamente turbado por el canto vigilante, 
de los gallos, sfe siente perseguido y hostigado -por temo- 
res absurdos, la noche en que sale de su habitaeiómi y 
pone los pies sobre la nieve para llevar a cabo su tarea 
de vulgar seductor. Entonces, en esos' momentos de in- 
quietud, nos parece que las notas errantes tuviesen 
ojos a los cuales nada puede ocultárseles, ojos diabólicos 
<pie todo lo ven, que todo lo atraviesan, que so cuelan 
por los resquicios de nuestro cuerpo y que se sumergen 
en las tinieblas de nuestrá coineieueia. Francia lia elegido 
su símbolo amable en un momento de supremo equili- 
brio moral. Posee la alondra y el gallo, es' decir, la. 
gracia frágil y la fuerza arrogante. El canto que enar- 
dece, que aplasta o que conmueve, tiene toda la escala 
del arrebato reflexivo, de la cólera calculada. Al con- 
tacto de esas vibraciones febriles, se han levantado in- 
] crios y resquebrajado tronos. El gallo guard'a. en sus 
entrañas aquellas trompetas de Jerieó que derribaban 
murallas seculares con uno solo de sus toques mágicos. 
Su orquestación posee la frescura matinal de la, aurora, 
o la pureza melancólica del crepúsculo. Predice horas 
radiantes y augura catástrofes. Por eso, cada gesto 
suyo es saludado como una revelación,. Cada uno de sus 
gritos, es un enigma que debe ser descifrado. Y *01 i re- 
tanto, mientras los hombres se matan, cainita el gallo de 
Francia, canta sin descanso, el cuello erguido, el pico 
levantado, batiendo las alas y escarbando la tierra, 
como si quisiese abarcar dos inmensidades en nn solo 
himno. 



CAPITULO XIX 


Cuando Fabre observaba a la araña en acecho, al 
monstruo de patas velludas! disimulándose detrás d|e 
su velo impalpable, moviendo sus ojos diabólicos y 
sanguinarios, como cuentas de ébano, esperando cual 
cazador impaciente la llegada de la, pobre víctima; 
cuando el sabio seguía con el lente la lucha atroz de las 
hormigas, atacándose en fila india o en columna cerra- 
da, cortándose en pedazos, desgarrándose con sus man- 
díbulas hechas en forma de tenazas; cuando asistía a 
todas las incidencias cómicas de una riña de escaraba- 
jos, nerviosos y astutos, disputándose su pitanza hedion- 
da, el maestro debió sentir una profunda tristeza ante 
ese mundo de infinitos dolores, de miserias sin cuento, 
que pasa inadvertido a la raza humana y que retrata, 
sin embargo, toda la insensatez y toda la flaqueza del 
hombre. Si existiese alguna clase de seres Superiores a 
nosotros, su juicio sobre nuestras cosas no tendría si- 
quiera aspecto de razonamiento, sino que sería una 
mezcla de fastidio, de repugnancia y de desprecio. El 
espíritu del mal ha progresado con nuestra mecánica. 
Ha seguido idéntico ritmo que los ideales de bondad. 
De nada vale señalar en nosotros mistmos, como Kant, 
la ley del supremo bien. La perversidad y la mentira 
marcarán siempre el paso a nuestro lado. A medida que 
crece la conciencia moral y afectiva del hombre, más 
se agranda el crepúsculo que la contiene. Marchamos 
hacia adelante sin temor ninguno, confiados y Sonrien- 
tes. Pero el mal se pega a nuestras plantas y camina 
con nosotros. Es un lodo espeso que cubre el sendero, 
que estorba nuestra marcha y que se amontona cada 
vez más sobre nuestros pies. La única manera de que 



LA SOMBRA DE EUROPA 


93 


el fango no aumente, consiste en detener nuestros pasos, 
en no progresar. Toda civilización supone un contenido 
de prevaricaciones' feroces, de farsas incalculables. De 
ahí que se quiera restañar con emplastos legales la san- 
gre vertida neciamente.. Se ha pretendido reprimir la 
maldad con las ataduras del derecho escrito. ‘ ' Más los 
Estados se corrompan, escribió Tácito, más las leyes 
se multiplican ”. Los pueblos no se salvan con remien- 
dos. La humanidad es un pontón olvidado, roído por el 
uso, un barco viejo que se hunde. Las leyes hechas! por 
el hombre son incapaces de dar solidez a las tablazones 
vacilantes. Para comprender este cuadro de melancolía, 
y de injusticia, no es necesario escapar, como Camille 
Flammarion, por la puerta dorada de los sueños. La 
especie, vista desde las estrellas, es un punto perdido 
en el infinito, en la nada azul. El. planeta es un cor- 
púsculo insignificante flotando en el espacio'. “El mundo 
de Júpiter es mil veces más grande que el nuestro, es- 
cribe Flammarion. El sol es mil veces mayor que Júpi- 
ter. y Sirio mil veces mayor que el sol. Siendo Canoputf 
mil veces mayor que Sirio, resulta un billón de veces 
más voluminoso que la morada de los conquistadores 
terrestres”. El espacio sin fita, eternamente abierto sobre 
el misterio, devora lo mejor y lo peor de nosotros mis- 
mos, nuestras pasiones, nuestras debilidades, nuestras 
locuras. Desde lo alto todo es monótono, uniforme y azul. 

* 

* sf: 

“Tenemos poderosas razones, agrega el astrónomo, 
para pensar que, desde allá, somos completamente invi- 
sibles, no tan sólo el género humano, sino aún nuestro 
mismo planeta y todo nuestro sistema solar, con inclu- 
sión de Júpiter y el sol. Visita deade las estrellas la 
guerra es uln crimen incomprensible, todavía más idiota 
que bárbaro”. El maestro se deja arrastrar por su en- 
sueño poético y se pregunta, admirado y atónito, cómo 
nueden los hombres dmd'rsle en ejércitos distintos y 
asesinarse en medio de las más infames atrocidades. Es 
que Flammarion tiene la candidez del sabio. Ha pasado 



.ADULFO .HiolíIO 


ü 4 

-su vida entre la idealidad y las matemáticas'. La 
euiuejniplación de las maravillas celestes le ha hecho 
o lijar nina filosofía de. bondad. Pero el universo no es 
b ' km i o. ni depravado, ni justo. Es simplemente discreto 
y pro Cu ndo. Tiene la gravedad de su siileacio y de su 
destino. Pascal nos demuestra que en im vaso lleno de 
a f UH contenido el mundo sideral. Allí las moléculas 
guau obedeciendo a leyes inmudables, tienen su rotación 
y su traslación, poseen sus astros centrales, forman vas- 
tos sistemas planetarios. Las estrellas nacen y mueren 
como los infusorios. Su fatalidad desconocida se encie- 
nda. cu el vas'o inmenso de la noche. He ahí la soberao a 
h v de la armonía, ese principio casi fantástico q.ue nos 
denuncia hoy las catástrofes sucedidas en el cielo a dis- 
tancias inverosímiles, distancias de leyenda, que la luz 
hia recorrido en cuatrocientos años con su velocidad 
prodigiosa de setenta y cinco.mil leguas por segundo! 
He ahí el supremo encanto de, esos astros que, después de 
muertes, apagándose como luminarias fugaces, nos han 
guiado durante siglos con su fosforescencia desvanecida. 
“Cuando en el sé 1 en ció de las .noches estrelladas, escribe 
F!am marión, contemplamos las luces de lo alto; cuando 
en los bellos crepúsculos de septiembre admiramos ese 
espléndido Júpiter que resplandece como un faro; 
cuando nuestras miradas' y nuestros pensamientos se 
elevan hacia e,l zénit donde la vía láctea derrama su 
blanca luz, sentimos que liay allá una inmensidad .prodi- 
giosa,, gobernada en el esplender, en la armonía, y expe- 
rimentamos como un sentimiento de odio feroz hacia el 
ene migo de la paz celeste. ¡ Sería tam dulce vivir en la 
luz y en la belleza!’’ Flaimmarion termina acusando a 
les germanos de turbar es'ta ley de armonía. Dice que. 
sin ellos, Ja humanidad se sentiría tranquila y feliz. 
Pero, en realidad, las estrellas que nos hablan desde el 
infinito con su lejano parpadeo, y que. según el sabio, 
no*' invitan a, la contemplación y a la justicia, nada 
dicen de que algún principio universal haya sido viola- 
do. Es que la guerra forma parte de esa misma armo- 
nía-. Lo* hombres que se maitan. no son capaces de 



LA SOMBRA DE EUROPA 1)5 

detener la marcha del mundo. De la misma manera, los 
organismos) que se devoran en una gota de agua, ese 
planeta minúsculo de Pascal, no son capaces de conmo- 
ver nuestra vista ni de perturbar el ritmo grandioso del 
océano. Rodando en el espacio, la tierra es un grano 
invisible coin palidez de cadáver. Aún suprimida, el 
universo no notaría' su falta;. Por mucho tiempo todavía, 
ba de amanecer sobre un planeta quemado por el vér- 
tigo de la matanza; por mucho tiempo, al asomar detrás 
de las colinas, el sol derramará su vida sobre una espe- 
cie agonizante, horriblemetoite ensangrentada, ilumi- 
nando con la misma indiferencia la piedad y el crimen, 
el amor y el heroísmo, y dejando tras sí, como un sedi- 
mento impalpable, el polvo de la muerte, de la resurrec- 
ción y del recnerdo. 



CAPITULO XX 


E:n plena noche, sobre las aguas negras de la Mancha, 
el acorazado Formidable, sintió un crujimiento espan- 
toso, como si algo hubiese, estallado en sus entrañas de 
metal. Repentinamente, la enorme masa Sombría se 
tumbó sobre uno de sus lados y empezó a ser atraída 
hacia el abismo, a ser sorbida por el mar. En su viaje 
hacia abajo, el buque arrastró consigo más de setecientas 
vidas humanas. El comandante se dejó hundir sobre el 
¡mente de. mando. No permitiendo que lo salvaran, pre- 
firió llevar al océano el secreto de su. heroísmo o de su 
error. Cuenta uno de los testigos de la catástrofe que, 
mientras se alejaba con otros tripulantes ai bordo de 
las pequeñas embarcaciones, vió como la sombra del 
Formidable se achicaba cada vez más y desaparecía len- 
tamente. Entretanto, desde la cubierta inclinada, al- 
guien que iba a morir les hacía señas con una linterna 
de mamo. Aquellos instantes fueron conmovedores. Lia 
linterna trazaba círculos}, subía, bajaba, se agitaba, se 
estremecía sin cesar; parecía una estrella agonizante 
moviéndose Sobre el fondo negro de la noche. ¿Qué que- 
ría decir esa luz extraña? Más bien que una señal, 
agrega el testigo, aquel punto brillante que palpitaba 
con angustia, “semejaba un postrero adiós”. Cuando la 
( hispa se aipagó en el horizonte, los marineros que huían 
tuvieron la sensación de que todo había acabado. Desde 
e<?e momento, no podrían recibir otro mensaje que el 
de la muerte, soberana de nuevo sobre la superficie, in- 
quieta del mar. Aunque no comprendieron la última 
señal, en lo íntimo de los espíritus quedaba la esperan- 
za de descifrarla. “Si yo lanzo utm grito en el desierto, 
dice un sabio hindú, y es'e grito contiene ideas, nada 



LA SOMBRA DE EUROPA 


97 


se lia perdido”. De la. misma manera, un gesto arrojado 
a la noche, un gesto donde vibra un pensamiento supre- 
mo, no puede morir. La señal melancólica del Formida- 
ble no ha desaparecido con el barco. Su tinte moribundo 
flotairá para siempre en la eternidad necesaria de nues- 
tra fuerza consciente. El vacío que nos rodea está lleno 
de inscripciones que no interpretamos, de ademanes que 
no sabemos lo que significan, de señas misteriosas que 
ignoramos lo que quieren decir. Estamos bloqueados por 
un silencio de templo que no hemos podido penetrar toda- 
vía. Los bajorrelieves del santuario sólo pueden distin- 
guirse a la luz del amanecer espiritual. Nuestras linter- 
nas son aún demasiado imperfectas' como para descubrir 
las breñas que cruzan el sendero. ¡Cuántas veces, en el 
espasmo de. la agonía, dos ojos amarillentos se bain vuelto 
hacia nosotros para decirnos algo que no comprendimos, 
y dos labios pálidos han temblado en un silbido imper- 
ceptible piara darnos la alarma del peligro en que. habre- 
mos de caer fatalmente! La muerte sólo tiene objeto 
cuando nos besa como a Víctor Hugo o a Paul Verlaine, 
en los ardores delirantes de la contemplación moral. 
Dios no podrá estorbar jamás el proceso del infinito. Su 
forma personal es un residuo de la bestialidad que pe- 
rece. Ella es, según la serena sabiduría de los budbistas, 
la sombra reflejada en el universo por la imaginación 
de los ignorantes. Esa sombra, s ; n contornos y sin expre- 
sión, es la mancha fatal que cubre nuestros sentimientos, 
la pantalla impenetrable que sle interpone entre nosotros 
y la luz que viene de arriba. Vivimos de señales abst.ru- 
sas y de jeroglíficos impasibles. Nos guiamos por ruidos 
que no tienen explicación, por in cert; dumb res que ape- 
nas se esbozan en el pensamiento, por cifras que no 
tienen valores en nuestra mente. Y cuando hemos creído 
dominarlo todo, un tupido velo os tapa el horizonte, 
un telón de crespones se corre repentinamente y nos 
aísla de la inmensidad. Nu/estras ilusiones simulan pa- 
radojas terribles. La última señal es. sin embargo, la 
primera palabra de unía carta que todaVía no hemos 
podido leer y a la cual nunca encontraremos el fin. 

7 



CAPITULO XXI 


El genio moderno ha sutilizado nuestra concepción 
del heroísmo. Habíamos creído que el sacrificio era una 
virtud antigua, una suerte de locura, sagrada y bár- 
bara, que vimos primero en las legiones impasibles de 
Milcíades y que contemplamos después en las hordas 
voraces de Teodorico. No importa que el héroe fues'e el 
persa Jerjes, el griego Leónidas o el romano Aetius. 
Pensábamos que el heroísmo de las' edades muertas, in- 
dependiente de toda idea de nacionalidad, era un atri- 
buto profundamente humano, más propio de los indivi- 
duos que de las colectividades, sin llegar a esa forma 
de epidemia sublime que hace La embriaguez de los 
artistas y la confusión de los estrategas. Es que el sacri- 
ficio se identifica con un ideal de altruismo. Antigua- 
mente los impulsos generosos eran atenuados por facie- 
res morales egoístas. Eái La edad clásica existía la fuerza 
íntima del fanatismo, la hiperestesia religiosa, un sent : - 
miento de. inmortalidad superior a todos los prvilegicp 
sociales. El título de héroe daba derechos supremos. En 
la mitología los héroes se mezclan con los dioses, forman 
una misma familia violenta y extraña. La mentalidad 
de la especie luego se ha transformado. El pensador ha 
perdido, corriendo detrás de las ideas, el tiempo que 
hubiera ganado corriendo detrás del dinero. Mientras 
los dioses se derrumban, los héroes vivirán en la pobreza 
y el abandono. Las satisfacciones' morales, por más gran- 
des que. sean, no consiguen quebrantar las durezas de la 
existencia contemporánea. La gloria más pura, que 
antes hacía temblar ai papas y monarcas, hoy no se eot’za 
en ningún mercado mundial. De ahí que med’r el heroís- 
mo por el desprecio de la muerte, equivale a rebajar la 



LA SOMBRA- DE EUROPA 


99 


grandeza de la inmolación. El sacrificio se acrecienta 
por la ternura de nuestros sueños reales, por la visión 
de nuestro hogar desierto, por el amor de nuestros pe- 
queños recuerdos!. El holocausto es tanto más sublime, 
cuanto más poderosos son los valores prácticos de la 
vida. Mauráce Miacterliinick, en sus admirables estudios 
Sobre la guerra, e'voca con lástima el heroísmo de la 
antigüedad, el heroísmo de esos siglos ásperos en que 
la existencia era, más bien que un ensueño amable, una 
carga tonpe. De la misma manera, con un pequeño des- 
tello de ironía, el ilustre escritor trae a la memite los 
choques dispersos del medioevo, choques de cruzados y 
de condottieri, arrastrados en galopes locos, donde las 
armaduras de hierro rechinaban baijo los golpes de la 
lanza, después de dejar sobre el campo un puñado de 
muertos. Ahora, cuando presenciamos el vértigo gigan- 
tesco y sangriento de pueblos enteros, la partida jugada 
por quince millones de hombres que utilizan para destro- 
zarse todos los refinamientos de la civilización, el espec- 
táculo de las guerras antiguas nos hace scinreir- Nadie 
hubiera imaginado que. en uin. minuto de la historia de 
Europa, los seres que sintieron más apego a las comodi- 
dades de la vida, pudiesen desprenderse de sus goces 
normales y de sus afectos apacibles para sacrificar con 
un gesto el trabajo y la riqueza de muchos años. Junta- 
mente con nuestra noción del deber, ha evolucionado el 
mecanismo de nuestras abstracciones. El oficial francés 
que, rodeado de agonizantes er. una trinchera asaltada 
por el enemigo, desespera de la victoria y grita con 
rabia: Deboiit, lea morts!, se cree aimpliar en un plano 
Superior al de sus fuerzas materiales, de la misma ma- 
nera que las razas se sienten formidables en dignidad 
v en grandeza cuando la muerte les remueva el ideal y 
les cambia la fórmula de la justicia. 

* 

* # 

El heroísmo de otros tiempos, exasperado por el espas- 
mo se hace hoy más severo y más silencioso. Su violen- 
cia magnífica está amortiguada, por los resortes de la 



100 


ADOLFO AGOBIO 


reflexión. Se ha hecho menos teatral, pero su majestad 
e.s cada vez más intensa y más imponente. Ninguna tra- 
gedia puede prescindir del material humano, y si es 
cierto, como dice Abel Bonnard, que el hombre es la 
única mancha obscura de La. naturaleza, también es la 
única fuerza capaz de idealizarla y de separarla del 
mundo tangible. E'h verdad que un paisaje con muche- 
dumbre es un paisaje sombrío. Cuando no se siente 
con energías para superarse, el hombre se convierte «ni 
el hollín del planeta. Entonces, solamente entonces, per- 
turba la verdad y ensucia la pureza de la contempla- 
ción. Comunicar las emociones sin aparentar sufrirlas; 
esa es la esencia mística del heroísmo moderno. Ningún 
drama tan grande como esta soberana inquietud. El 
sacrificio se juzga con devoción y se practica con recogi- 
miento; es urna potencia sentimental y una virtud refle- 
xiva. Castelnau perdió tres hijos en la guerra, y sigue 
combatiendo con igual fe, con igual esperanza. Al ge- 
neral Dessirier, todavía firme en su puesto, le mataron 
también tres hijos. Hombres de hierro, en ellos la no- 
ción del deber es más fuerte que el dolor del alma. Los 
que. no tuvieron fuerzas para proseguir, como Maud’ 
huy, por la vía gloriosa, murieron entristecidos y amar- 
gados, corno Bonnal, después de escribir páginas bri- 
llantes, o se alejaron hacia Oriente, corno D ’ Amade, 
éiejando sobre, la tierra ensangrentada, de Francia, con 
el cadáver del hijo único, el espectáculo de una resu- 
rrección prodigiosa que nadie esperaba y que no había 
soñado ningún profeta. Les atributos de este nuevo he- 
roísmo, hecho de discreción y ¡de silencio, s*e fundan en 
una ausencia completa de futuras recompensas, de posi- 
bles deleites materiales*. Existe un desinterés tan gran- 
de, tan profundo, que uno vacilaría al decir que cabe 
en la inmensidad del sufrimiento contemporáneo'. El 
héroe clásico de Voltaire, el bandido nocturno que se 
dirige en línea recta a la caja de hierro, restalla como 
una afrenta abominable arate el desfile de estos cruzados 
de una moral sin liturgias, cruel y sublime. Loa valores 
psicológicos han transformado el universo. ¿ Qué heroís- 
mo antiguo es comparable al de los belgas que luchan 



LA SOMBRA DE EUROPA 


101 


fuera de la patria para reconquistar el solar abando- 
nado? En esa línea misteriosa del Yser el poeta de la 
litada- hubiera encontrado la pasta de sus semidioses*. 
Los soldados de Bélgica no tendrán siquiera, después 
de la victoria, el consuelo de vivir en medio de paisajes 
risueños y huertos florecientes. Cenizas, ruinas, vesti- 
gios de matanza y de incendio. . . He ahí el premio de 
ni inagotable, sacrificio. Bajo el puño rígido del invasor 
se han pulverizado las últimas esperanzas. Ningún he- 
roísmo tan emocionante como el de estos soldados que 
todavía se desangran por alcanzar los escombros de sus 
liogares. Ellos pudieron haber continuado su trabajo 
sin sobresaltos. El enemigo les prometía las garantías 
de la paz;, no les dejaría sentir los efectos del espantoso 
huracán que habría de pasar sobre la nación. Pero ellos 
rechazaron todo, y prefirieron el respeto de la fe jurada 
a la tranquilidad que se pacta con el deshonor. Bélgica 
calculó en aquellos momentos la inmensidad del desas- 
tre. Nadie podría salvarla. No obstante, se arrojó emi 
medio del dolor, afrontó las consecuencias' angustiosas 
de la palabra empeñada, conoció la miseria, el hambre 
y las lágrimas. Su gran martirio fué también su gran 
dignidad. Y ahora que los mismos enemigos reconocen 
en esta terquedad admirable, en este supremo heroísmo, 
el impulso más puro y más alto del espíritu humano, 
cabe preguntar hasta qué instante de nuestra parábola 
puede vivir la divina locura que, fiel a los tratados, 
rechaza las sensualidades de la civilización para cam- 
biarlas per el sacrificio anónimo del soldado que sueña 
bajo la metralla en el renacimiento de una justicia va- 
cilante. que. a pesiar de los ultrajes y de las violencias, 
se resiste a morir. 


* 

* «■ 

Fué en un rincón del Boros Brulé. El 8 de abril de 
h 1 ó dos batallones del regimiento 85 de infantería hae 
bían conquistado al asalto una larga fila de trincheras. 
Era necesario conservar la posición a toda costa. Bajo 
el fuego terrible de las ametralladoras y de los obuses, 



102 


.MXVGFO AGOKIO 


los soldados se dedican febrilmente a consolidar la tie- 
na poseída. De pronto, una tempestad de bombas se 
desencadena sobre la trinchera,. Diez hombres, heridos 
y muertos, caen amontonados. Entretanto, disimulán- 
dose en los pliegues del terreno, los granaderos alema- 
nes avanzan. “Un guijarro del parapeto, desprendido 
por los proyectiles, me hiere en la cabeza, escribe, un 
oficial, y me desploma contra el suelo sin conocimiento. 
Mi sopor no dura más que un segundo. Un fragmento de 
bomba, me desgarra la mano izquierda y el dolor me 
despierta. Cuando abro los ojos, debilitado todavía» y 
con el espíritu entorpecido, veo a los alemanes saltar 
por encima de los sacos de arena e invadir la trinchera. 
Los enemigos alcanzan a veinte. No tienen fusiles, pero 
llevan al costado un zurrón repleto de granadas. Miro 
hacia la izquierda. Todos los nuestros han partido. La 
trinchera está vacía. ¡Y los enemigos avanzan! Algunos 
pasos más, y ya estarán sobre mí”. Entonces se produce 
la escena soberbia y terrible. Del montón de cadáveres 
ee levanta un hombre, se, yergue con movimientos de 
sonámbulo. Tiene los ojos encendidos por la fiebre, las 
orejas intensamente pálidas, la manos negras de tie- 
rra,. . . Una herida en la freíate, otra herida en la boca, 
y la sangre que chorrea sobre la barba y sobre los párpa- 
dos. El hombre pone frente al enemigo su rostro horri- 
ble. máscara sangrienta del heroísmo, y en un gesto 
doloroso y sublime, hundiendo las manos en el saco de 
las granadas, grita a la montaña de carne deshecha: 

— ¡Arriba los muertos! 

Desangrado, maltrecho, agotado, el hombre se arro- 
dilla y lanza todas sus bombas Sobre los asaltantes. Pero 
su grito formidable descorre el velo de. un espectáculo 
grandioso. A su llamado, tres heridos se enderezan como 
tocados por un dedo divino. Dos de ellos', con las pier- 
nas destrozadas, recogen el fusil y abren contra los 
intrusos un fuego incesante. El tercero, cuyo brazo iz- 
quierdo cuelga inerte, empuña una bayoneta. “Cuando 
consigo levantarme. agrega el oficial testigo, del grupo 
enemigo la mitad aproximadamente ha caído, y la otra 



LA SOMBRA DE EUROPA 


103 


mitad se repliega en desorden. Junto a la barrera, pro- 
tegido por un esfcudo de hierro, no queda más que un 
suboficial enorme, sudando, congestionado de rabia, 
quien, completamente solo, con un valor admi raíble, dis- 
para. su revólver en nuestra dirección. E'l hombre que 
había organizado la defensa, recibe un balazo en la 
mandíbula y cae... De repente, el soldado que mane- 
jaba la bayoneta y que había trepado de cadáver en 
cadáver, logra acercarse a cuatro pasos de la barrera, 
y desafiando las balas), hunde su arma en la garganta 
del suboficial”. Al fin llegan los refuerzos). Pero la posi- 
ción ya estaba salvada. El grito heroico del ayudante 
Péricard había resucitado a los muertos. 


Las grandes batallas las' gana el alma. Alrededor del 
peligro, del peligro deseado y temido al mismo tiempo, 
de ese peligro que D’Annunzio señala como el eje de la 
v ; da sublime, florecen las pasiones más puras, las pa- 
siones altruistas, puesto que el contacto con la muerte 
s's puede aceptar como una extirpación fugaz del egoís- 
mo y como un renacimiento del sacrificio. El drama 
europeo nos demuestra que la grandeza de toda obra 
material está subordinada al espíritu. La llama de. las 
conciencias enciende la espoleta de las granadas'. No se 
puede vencer sin sufrir, y no se puede sufrir cuando 
no se siente profundamente el ritmo de las grandes 
dudas humanas. Marco Aurelio, el escéptico frío, el es- 
toico recogido sobre sí misino, era una afirmación vi- 
viente de los grandes valores del alma. La mano rígida, 
la mano imperial, candada de. golpear con el hierro de 
Roma el cráneo áspero de la barbarie, se detiene un día, 
como asustada de su propia fuerza, para verter sobre 
el papel las enseñanzas amargas de la crueldad 1 y de la 
injusticia. Toda la inda de Mareo Aurelio es un perpe- 
tuo conflicto entre la violencia material de los hechos 
y la dignidad reflexiva del hombre. “Asú como sean tus 
pensamientos, escribe, así será tu espíritu, pues el alma 
tiene el tinte de nuestras meditaciones”. Nunca como 



104 


ADOLFO AGORIO 


ahora l 1 rancia ha hoclio sonar más alto la fuerza discre- 
ta de su genio. Energía de redención y de bondad, de 
desinterés y de ensueño, el genio francés se revela*], .r 
cada una de sus frases. Pensar en la embriaguez de la 
conquista, menospreciar el valor de la fe jurada, crear 
doctrinas para la. opresión y para el martirio, es dar al 
espíritu un tono sombrío. D e ahí que la claridad del 
genio de Francia repose sobre una concepción benigna 
y optimista de nuestro destino. Su alegría es su heroís- 
mo y es también su eterna piedad. Francia desprecia la 
fuerza sin ideas, la violencia insensata qne se estrella 
> se pulveriza contra los reductos de la moral. Los ejér- 
citos de la Revolución unlversalizaron el principio de 
la libertad humana y el sentimiento de la justicia. Sus 
himnos altivos, cantos de todo-; los onrimádos de la 
tierra, fueron la antorcha anunciadora que dispersó en 
el mundo el fuego sagrado de. un evangelio fraternal. 
¿Qué nación puede presentar a los ojos' maravillados del 
hombre un pasado tan prodigioso, tan soberbiamente 
intenso en su fecundidad y en sn dolor? ¡Arriba los 
muertos ! El grito de Péricard es un largo redoble de 
alerta. Hace de la conciencia un torbellino y conmueve, 
la paz de nuestro corazón. A su paso se levantan los 1 
espectros gloriosos. Los siglos recogen la palabra sobe- 
rana y devuelven a Francia sus muertos!. Pasan los des- 
esimisados, las viejas turbas resplandecientes, todos los 
que. murieron por afirmar el derecho de los débiles. Pa- 
san con los tambores estremecidos, las bayonetas invisi- 
bles, las banderas desplegadas al viento... Uodai la 
historia, desfila en un galope de fantasma. Un aliento su- 
blime roza las sienes de los moribundos y los crispa, en 
uina última esperanza. Efe que la Francia desaparecida, 
la Francia entera, se yergue bajo el latigazo supremo. 
Y en medio de la trinchera ensangrentada, el concierto 
de estertores, de hipos, de espasmós, de congojes, deja 
de ser la nota atroz de la muerte piara transformarse en 
una grandiosa resurrección del alma. Ganar una batalla 
con una frase es prolongar la victoria en la inmensidad 
y hacer eternos los ideales de Francia. La historia resta- 
blece el delito. Pero la justicia aplastada resucita, y los 
muertos vencen. 



CAPITULO XXII 


Antes que Lemberg pasase a poder de los ejércitos 
alemanes, dos oficiales japoneses, por sus propias ma- 
nos, se hicieron volar el cráneo a pistoletazos. Prefirie- 
ron la muerte violenta a la ignominia de una capitula- 
ción. Los oficiales japoneses eran simples agregados mi- 
litares al cuartel general de los rusos. Eran espectado- 
res discretos y ceremoniosos; no tjenían participación 
activa en la contienda. Su papel consistía en el de obser- 
vadores sobrios y corteses. Por esto, el desenlace trágico 
no dejó de causar estrañeza a los mismos alemanes, que 
aún cuando se hallaban, en guerra con el Japón, el ca- 
rácter casi diplomático de los oficiales enemigos' exigía 
un tratamiento especial de parte de los vencedores. Pero 
el asomibro no tiene lógica, carece de resortes mentales. 
Los japoneses se sacrificaron a la concepción orgánica 
de su raza. Ese fanatismo heroico, esos atributos teme- 
rarios, ese solemne desprecio de lo desconocido, con to- 
das las modalidades del sufrimiento, esos sacrificios poseen 
también su base secular. Las virtudes Son profundas y le- 
janas. Responden a una moral, a una tradición, a una psi- 
cología. Yernos flotar el infinito silencioso de los nipones 
sobre un paisaje de ensueño. Todo allí es gravedad v tris- 
teza, todo tiene el augusto recogimiento de la muerte. La 
leyenda viene de la misteriosa isla de Kiusiú, donde las 
musmés cantan al claro de luna sus plegarias frías y 
melancólicas. El encanto se cierne sobre los arrozales 
amarillentos, antes estremecidos por el arrebato de los 
samurais, y donde hoy las tortugas sagradas nadan 
como las hojas del loto al borde de la fuenta Un soplo 
místico baja de las montañas azules de Yosino, con sus 
pagodas escondidas entre los matorrales, y donde cuelga 



106 


AlX)r,FO AGORIO 


todavía, junto a los ídolos de ojos demoníacos y labios 
feroces, el sable encorvado, el acero reluciente de los 
antiguos guerreros, que un bonzo con rostro de limón 
os ofrece para abriros el vientre, haciendo una mueca 
amable y afectuosa, corno si fuese a brindar por vuestra 
grandeza. El fanatismo de los nipones tiene por esencia 
la fe y por bálsamo el razonamiento. Los viejos filóso- 
fos enseñaron a abrir los secretos de la eternidad con la 
llave del sacrificio. En las tres guerras en que ha in- 
tervenido el «Tapón desde hace, treinta años, ha podido 
comprobarse que los enemigos no consiguen tomar pri- 
sionero a ningún japonés. “Nuestros soldados no se 
rinden jamás”, dicen los nipones. Luego, agregan que 
el japonés sólo cau en manos enemigas gravemente herido 
< imposibilitado para la resistencia. En la campaña d 1 
China no hubo japoneses prisioneros. En 1904, los rusos 
tuvieron algunos miles en cautividad, pero eran casi 
todos civiles. Un japonés, soldado o marino, capaz de 
rendirse al enemigo, a su regreso a la patria se vería 
cubierto d¡e oprobio y marcado con el estigma imborrable 
de la ignominia. Una vez que el militar Sale, para el 
combate, no piensa volver vivo. Cuando marcha a la 
línea de fuego, se despide como si fuese a emprender 
un viaje sin retorno. Rendirse es una humillación', capi- 
tular es una infamia. La plaza asediada, debe caer con 
el último soldado. Dejarse morir Serenamente, con una 
sonrisa, es triunfar en el plano de los espíritus. “Dor- 
mir el sueño eterno sobre la última piedra de una for- 
taleza sitiada, resulta la Suprema felicidad”. Así se ex- 
presa urna máxima militar a la cual los japoneses profe- 
san culto inviolable. Para muchas inteligencias, en esta 
religión de heroísmo sobrevive la congoja ancestral. La 
verdad es que los nipones son fanáticos de algo que 
ellos solamente comprenden). Nuestra estructura occi- 
dental, nuestra educación compleja, refinada por un 
arte que corrompe la sensibilidad, resguardada por una 
ciencia convencional que pone una muralla al pensa- 
miento, no ha podido penetrar el enigma de aquella 
raza inquietante que ha hecho una escuela de la muerte. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


107 


uue ha creado una metafísica; del sacrificio. Suprimirse 
i. tiempo, es volver a ser útil sin existir. La desespera- 
ción de Mutsuhito provoca la agonía dle tíus servidores 
más fieles. Nodji, el general vencedor de los rusos, se 
destripa gallardamente en honor de su soberano. Detrás 
de Nodji desfilan la esposa y algunos de los amigos ín- 
timos. Todos se derrumban en silencio, sin teatralidad, 
con los labios apretados y los ojos secos. Ninguno piensa 
en lamentarse frente al deber, nadie se queja de un des- 
tino cuya proximidad lia solicitado. Los actos y las pala- 
bras concurren hacia un mismo fin superior. Pueblo que 
ha aprovechado maraivillesamente la técnica industrial 
de nuestro tiempo, pueblo de un progreso científico pro- 
digioso, el Japón se ha encerrado discretamente en su 
pasado lleno de intimidades poéticas. Al suicidarse en 
Lemberg, los dos oficiales han cumplido con los manda- 
mientos terribles de su raza. Todo el dolor atroz, que 
fluye sin violencias y sin explosiones, toda la alegría 
reconfortante que nace del orgullo histórico de una es- 
tirpe que es a la vez tierna y formidable, toda su fuerza 
de acción y de sentimiento, se encuentra allí, eondensía- 
da en esa doctrina suprema, fuerte, angustiosa, que nos 
llena de espanto y que nos eriza con su contacto helado. 



CAPITULO XXIII 


Los astros/ mueren por millones, como las bacterias. 
Log planetas agonizan como los hombres. Las estrellas 
se apagan como los infusorios. En momentos en que, 
desaparecen sociedades enteras, segadas por mano invi- 
sible, el problema de la muerte adquiere una inquietan- 
te y terrible actualidad. Como el águila de Prometeo, el 
cisne negro devora nuestras entrañas sin cesar renova- 
das por el destino. En este drama de silencio no existe 
la angustia ni la, piedad. La muerte es una fuerza para- 
lela a nuestra conciencia, es el margen en blanco de 
nuestra vida. A casto, como en los mitos de Píndaro, lo 
que llamamos vivir no sea más que el pasaje fugaz hacia 
una realidad superconsciente. Acaso, como en la melan- 
cólica fantasía de Calderón, ese creador extrahumano 
cuyas ideas dieron nacimiento a todo el pesimismo ale- 
mán del siglo XiX, la vida no sea más que un duro ejer- 
cicio para el despertar, un embotamiento brillante, el 
sueño pasajero que encuentra su desenlace en la muerte’. 
La tradición hjnduista nos había hecho aceptar la exis- 
tencia como un compás de espera. La escuela de Pitá- 
goras difundió en Grecia las verdades teosófieas de la 
India. Pero solamente a los inicdádos en el viejo culto 
les estaba reservada la dicha de recibir la luz esotérica 
y reveladora. El helenismo, con su genio armonioso, 
ereó la arquitectura moral de toda la filosofía mística de 
la antigüedad. Se había confundido en un sistema único 
Ja fiebre religiosa de Byblos, de Creta y de Persia. Se- 
gún el testimonio de Cicerón, los griegos eran maestros 



LA SOMBRA DE EUROPA 


109 


en las sugestiones de ultratumba. En el templo de Eleu- 
sis los sacerdotes enseñaban a bien morir. Se practicaba 
sin espanto el aprendizaje de la muerte. Los profanos 
salían espiritual mente vigorizados de esta escuela opti- 
mista. inspiradla) en los misterios de la naturaleza, cuya 
esperanza inagotable forjó les grandes heroísmos an- 
tiguos. 


La muerte era para los griegos una resurrección. 
Aquella sociedad tenía repugnancia a los cadáveres. El 
fuego salvaba la belleza del espíritu y libraba a la ma- 
dre tierra de. ser manchada. Los muertos deberían disol- 
verse en una llama separadora. Las almas volaban con 
el humo de la pira y se confundían en el infinito'. El 
mandamiento de la incineración era a la vez un miste- 
rio poético. Grecia había apresurado el ritmo del uni- 
verso. De esta maniera, la filosofía forzaba el gran pro- 
ceso de la transformación moral. Las augustas fiestas 
rituales, las eleusinas y las panateneas, vivían a expen- 
sas de esos eternos principios de reconstrucción y de 
renacimiento de las almas. El teatro helénico tiene su 
origen en el mito de la fecundidad dionisíaca. Durante 
las tiestos de Dionisos, liturgia del crimen divino, se 
sacrificaba en Atenas un macho cabrío. Este laiseslinato 
no era más que el pretexto para festejar una resurrec- 
ción. Dionisos moría y resucitaba, dando motivo a mas- 
caradas trágicas o comedias delirantes. Pero la deca- 
dencia alejandrina corrompió la claridad del pensa- 
miento helénico. Los fetiches de. las bajas muchedum- 
bres' de Oriente substituyeron a los grandes valores de la 
contemplación religiosa. Un misticismo sombrío se apo- 
deró de las almas. La humanidad empezaba a expresarse 
por medio de símbolos. Grecia retrocedía hacia la nebu- 
losa inicial. Aquella civilización era la chispa del viejo 
hogar deshecho, que se hundía en un horizonte, de som- 
bras. Entre el siglo de Pericles y el de Teodosáo media 
nn abismo de prejuicios abominables. El mundo helé- 



110 


ADOLFO AGORIO 


nico había perdido su frescura, había destruido su es- 
pontaneidad. Al quebrar el ritmo de la vida había cesa- 
do de dominar la muerte. 


% 

% 

La primitiva Roma, la ciudad fuerte y ruda, modifi- 
ca la concepción tradicional de la muerte. Los pueblos 
del Lacio habían recogido ein toda su fuerza, en todo su 
florecimiento, los atributos de. la superstición samnita y 
de la mitología etrusca. La sociedad romana vivía ator- 
mentada por los problemas del más allá, cuando la pre- 
sencia del etolio Diomedes y del arcadlo Evandro levan- 
tó de las tumbas a los viejos fantasmas olvidados, orien- 
tando el sentido de. la religión. El pensamiento Se refor- 
ma y se afina con la substancial sutil de los espectros 
griegos. Y Roma asiste también a Su disolución comple- 
ta cuando intenta incorporar los mitos muertos, cuando 
quiere resucitar l’a inquietud de. una sociedad desapare- 
cida. Los latinos refuerzan el culto del fuego, ese gran 
elemento civilizador. La llama encendida es' el punto de 
unión entre dos infinitos, la senda que nos hace entrar 
puros a la eternidad. Las vestales, esposas del fuego, 
custodian el brasero divino, la hoguera milagrosía que 
no debe apagarse jamás. Ninguna sacerdotisa de Yesta 
podía unirse, a un hombre. La vestal que violaba su jura- 
mento de castidad era enterrada viva. La seducción lle- 
vaba en sjí la idea de la pena. Roma eomeinzabra a vivir 
vertiginosamente el sofisma de la crueldad. (1). El sen- 
timiento religioso barría con castigos terribles* los estor- 
bos morales. 


* * 

La idea hinduista de la metempsieosis, propagada 
por la escuela pitagórica, haibía pasado a Roma como un 


(1) En ni capítulo XII (le este libro se baila explicado el alcance místico de la 
crueldad. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


111 


delicado ensueño panteísta. Tito Livio nos enseña el 
amor al árbol. La luz fría de los a&'tiros penetra entre la 
fronda como una bendición de los espíritus. El verda- 
dero templo es la naturaleza misma, abierta sobre el se- 
creto impenetrable de las tinieblas. La muerte se pierde, 
corno corriente clara, bajo el follaje de los bosques sagra- 
dos. Cuando el viento estremece la arboleda de la diosa 
de Nemi, el espíritu de Roana se sobrecoge. La cólera del 
cielo aviva los misterios de la meditación. Por este, cárni- 
co, los pueblos del Lacio aprenden la ciencia rígida de la 
dureza. Es' inexplicable que a nadie, se le haya ocurrido 
pensar que toda la fuerza jurídica de Roma no es más 
que una sabia especulación sobre la muerte. Aquel or- 
ganismo sano bahía comprendido que el temor del mi- 
nuto final es la causa de las peores bajezas humanas'. 
Aquella cultura áspera había logrado extirpar el miedo 
de la muerte, ese cáncer fatal que. transforma a los hom- 
bres en rebaño le bestias egoístas y cobardes. Y fué la 
reflexión consciente de Roma sobre el destino, fué su 
alma jurídica, lo que conquistó la Grecia, sometió la 
Galia y se asimiló el mundo conocido. Del fondo de la 
raza subían energías» inagotables, fuerzas puras, dina- 
mismos fecundos. A pesar de. todo, aquella estirpe res- 
plandeciente debería asistir también a la descomposición 
de sus costumbres, debería sentirse invadida por un tor- 
bellino de aprensiones groseras, la lepra mortal de las 
decadencias. El Capitolio perdería el dominio de su 
alma antes de perder el dominio del mundo. Llegaría un 
momento en que la ciudad fuerte no sería dueña más 
«pie de sus* vicios. Pero Roma está comprendida en la 
categoría de esos altos espíritus que, después de un 
pasado esplendoroso, llegan a una vejez miserable, y a 
«alienes haibría que juzgar por lo que ha«n sido, jamás por 
lo que son y mucho menos por lo que serán. La. vida de 
los pueblos se mide por sus contrastes. De ahí que la 
decadencia sea para el historiador la penumbra preciosa 
que hace brillar la luz y que traza, el marco de las vir- 
tudes. 



ADOLFO ACORTÓ 


] 12 


5¡C 

* * 

El alma moderna confunde los viejos misterios con e>l 
método glacial de la ciencia. E*1 espiritismo nos ha 
arrastrado a una religión de. laboratorio. Se intenta 
crear una fe religiosa mediante imágenes que impre- 
sionen nu'es'tros sentidos. Se quiere ver y sentir la vida 
de ultratumba. Por otra parte, el teosofismo hinduista 
rechaza la experimentación, pero admite como doctrina 
inviolable la supervivencia del espíritu. De este modo 
la concepción de la muerte llega a las fronteras» del razo- 
namiento moral. Pero el primitivo esfuerzo hacia la in- 
mortalidad se pierde en la noche de las teogonias. Efe 
cierto que los profesionales del hinidnxismo han hecho de 
esa religión clara una maraña de símbolos» abstmsos y 
pedantescas. No obstante, el fondo de las grandes ver- 
dades místicas de la India ha permanecido inalterable. 
Ein nuestros días la ciencia experimental se mezcla en 
las preocupaciones de la metapsíquiea y llega al mismo 
pie de los espectros. El caso del físico "William Crookes, 
convertido de prctoto a la exploración de lo ultraterre- 
no,, Se viene repitiendo bastante a menudo. Las comuni- 
caciones de Olivier Lodige constituyen hoy la Biblia de 
los iniciados en la nueva verdad. A pesar de todo, la 
humanidad no descubre más que los fragmentos de un 
cuadro inmenso. Cuesta más reconstruir el infinito que 
percibirlo. 


* 

* * 

No creo en la muerte, nunca he creído en la 'giuerte. 
El aniquilamiento final es una ilusión. Soy ahora algo 
más de lo qu-e fui ayer y un poco menos de lo que seré 
mañana. Estoy más que seguro, estoy convencido de 
que no hay en el mundo ninguna fuerza capaz de ahogar 
mi conciencia, ni de torcer mi destino , ni de corromper 
la individualidad de mi alma. Así razona el moderno 
(spiritualisimio. He ahí el .despertar filosófico que lleva 
virtuialmente un impulso hacia la eternidad. Con paso 



LA SOMBRA DE EUROPA 


113 


furtivo, nos visitan de nueívo las dulces quimeras del pa- 
sado. Hay en todo ello una majestad enfermiza, un 
suave optimismo de agonizante. La tuberculosis tiene 
también su muerte idealista. Habéis visto algún rostro 
pálido donde sobresalen, como pintura trágica, dos pó- 
mulos encamados; habéis visto unos ojos brillantes de 
fiebre y unos labios secos que se entreabren para susu- 
rraros proyectos de futuro. Pero, de pronto, el paciente 
se estremece y rompe el diullce ritmo de sus' sueños. Su 
nariz exangüe, apretada, de una palidez casi transpa- 
rente, parece hincharse. Una bocanada, salada y tibia, 
lo ha llamado a la realidad. Es la sangre que posee los 
cloruros del océano, que tiene el s'abor de La inmensidad 
donde flotó nuestra primera célula. La muerte llega en- 
tonces confundida con un paisaje áspero, identificado 
con una visión grandiosa del universo. El espiritualis- 
nio quiere volver hacia atrás aún cuando no encuentre 
a sus espaldas más que el vacío. No sabemos lo que he- 
mos sido ni hacia qué lado nos arrastra la corriente de 
nuestro propio pensamiento. Aún los investigadores que, 
como el coronel de Rochas, cuyas ideas ya tuve oportu- 
nidad de analizar (1), proclamlam . el principio de que 
hemos vivido una vida anterior a la actual, fracasan 
ante el silencio de nuestra conciencia, que no registra 
ninguna sensación de este pasado misterioso. La leyen- 
da nos cuenta, sin embargo, que Pitágoras describía sus 
encamaciones sucesivas a los discípulos asombrados. 
Toda vida arraiga en el recuerdo, cimenta en la revivis- 
cencia de nuestras emociones desvanecidas. Naeer con 
el alma en blanco equivale a no haber vivido nunca. 
Dentro de eslta doctrina, la muerte es ausencia de re- 
cuerdo Morir es olvidar. El placer superior nos crea 
una suerte de estoicismo risueño, nos viste con la túnica 
impasible de los desesperados alegres, de. los escépticos 
enternecidos ante el espectáculo de la vida que se acaba 
y de las esperanzas que se derrumban. Ahí el silencio 


(V¡ La Fragua, rapftii'o ÍIT. 


8 



114 


ADOLFO AGORIO 


es goce, la paz es delirio, y hasta la soledad se nos antoja 
embriaguez y ensueño. La muerte nos recibirá, como a 
Arístipo, oon rostro bondadoso, ataviada como una dio- 
sa sensual, como la querida incomparable que nos reser- 
va deleites Supremos. Se acercará a nosotros, blanda y 
perfumada, nos tenderá la mano amablemente y nos 
invitará a pasar con una sonrisa. Nuestra alma se su- 
mergirá on un baño tibio, lia perfectibilidad coincidirá 
con la cesación del dolor. Y el Nirvana, alcanzado a 
costa de tantas disciplinas, significará el desvanecimien- 
to de todas las sensaciones penosas. 


* * 

Hasta el ascetismo es vía gloriosa para conquistar el 
soberano placer de la muerte. El sufrimiento se prodi- 
ga con cálculo, como una medicina sagrada. Se padece 
deliberadamente a cambio de delicias futuras. Todas las 
civilizaciones se hallan dominadas por la idea de la diso- 
lución final. Todas las 1 fuerzas se atormentan a sí mis- 
mas por la preocupación de la . muerte y se orientan 
hacia los grandes enigmas universales. La sospecha de 
lo que vamos a ser ejerce Sobre nosotros un imperio ma- 
yor que la realidad de lo que somos. Muchos siglos 
antes de Augusto Cornte, la sabiduría antigua había 
comprendido que estamos gobernados por espectros . . . 

* 

* * 

Se ha elegido un día para sondar la eternidad y vol- 
ver el rostro hacia los muertos. Dentro del tiempo, el 
hombre ha establecido casilleros para la evolución, para 
los sueños, rp/ara la piedad. Las preocupaciones de la 
vida ponen un límite al dolor y hacen una geometría 
implacable de los sentimientos más profundos. Hasta 
sobre la muerte se extiende la máscara glacial del cálcu- 
lo. El mejor Sudario es el olvido, esa morfina del alma 
que es también el mejor consuelo. No obstante, cualquier 
día es bueno para recordar como para morir. Efa la hu- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


115 


manidad de Epicuro el egoísmo coincide con el placer, 
y en la humanidad de Nieitzsche el bienestar reposa sobre 
la necesidad de la lxucka salvaje. Pero el siupreano equi- 
librio es la ausencia de toda fatiga moral.. De allí que se 
halle el recuerdo, como el año, medido, dosificado, divi- 
dido en estaciones de nieve y de flores. No es posible 
esterilizar nuestras fuerzas al pie de los sarcófagos, .ii 
mutilar nuestras herramientas contra el misterio, ni 
agonizar sobre las tumbas desiertas. Maeterlinck, en sus 
páginas de sufrimiento, piadosas y soberbias, (1) trata 
de llevar un consuelo a la familia europea desgarrada, 
invitando a los muertos para que acudan al llamado de 
nuestro espíritu. Pero Maeterlinck olvida que el des- 
aparecido vuelve en los primeros tiempos, renueva su 
excitación al recuerdo, y que luego lo rechazamos in- 
conscientemente, con fastidio, aburridos de sus visitas. 
Los perfiles del padre, del amigo, del hijo, se van bo- 
rrando, poco a poco, como lias figuras de los viejos da- 
guerrotipos, sin color ni majestad, donde no se acierta 
a descubrir más que una mancha pálida. Nuestra alma 
está poblada de es'a s visiones obscuras, fantasmas impre- 
ei.-es, sombras de cuadres olvidados que no hablan a 
nuestro instinto ni a nuestra emoeión. De/atro de nosotros 
está, la bóveda inmensa donde se extiende una cadena 
de espectros descoloridos, formas lívidas que apenas 
reconocemos por sus nombres. El místico que siente 
sobre Jas losas de la basílica el ruido de los pasos' que 
vuelven, el místico que vive de sí mismo, que roe sus 
propias entrañas, que da su sangre a las creaciones res- 
plandecientes evocadas durante Ja plegaria, sabe que la 
misma vida del ensueño se disipa y se empobrece eax la 
soledad. Lo más terrible de todo es que los muertos se 
derrumban también en nuestro corazón. Existe un tér- 
mino del vivir como existe igualmente un aniquilamien- 
to de las imágenes? que prolongan la ilusión de la vida. 
La existencia se acaba como el recuerdo. Por más que 
deseamos explorar el pasado, nuestro mundo interior se 


(1*) Lrs Iúbris de la guerre. Parí?, 1916. 



116 


ADOLFO AGORIO 


aclara en el vacío o se agita y se enturbia con su propia 
espuma. Lo que vemos, lo que sentimos, no es otra cosa 
que el eco de cosas desaparecidas, el resplandor de un 
fuego muerto,' como el de las estrellas que, apagadas en 
el infinito del espacio todavía uos persiguen con Su luz 
moribunda. Pero la inmensidad que borra los matices, 
nos confunde en su gran abrazo uniforme, pincelada 
gris que nos reintegra a nna amnesia dichosa; ella nos 
hace recomenzar la senda abandonada, el camino que 
cambiamos por nuestro delirio y que precipitó la agonía 
de los sueños que reputamos discretos' y de las quimeras 
que creimos inviolables. 


* 

La guerra abre la válvulas del dolor, pero endurece 
la sensibilidad y seca las' lágrimas. Una vez desencade- 
nada la tragedia, los muertos se amontonan sobre, los 
muertos. La patria se transforma en una inmensa fosa 
insaciable. Entonces los minutos faltan para recordar a 
los que se van en silencio, arrastrados por el vértigo del 
destino, envueltos en la humareda y en la sangre. Le- 
giones de peregrinos se dirigen hacia las tumbas. Fami- 
lias errantes vagan alrededor de los mausoleos rústicos, 
de las piedras toscameinte labradas, de las cruces de 
hierro negro. Y todos creen ver flotar sobre el campo 
dormido el alma de los liéroes. He ahí las llanuras del 
Mame, tierras sagradas donde cada surco es nna le- 
yenda de sacrificio. A la saPda de Mcaux, el viajero 
encuentra la gran sepultura de Neufmontiers. Más de 
trescientos Soldados duermen allí su último sueño. Los 
peregrinos descargan sus flores sobre esa tierra que 
bebió la sangre de paladines desconocidos 1 , mártires de 
un ensueño sublime, cruzados de un ideal de justicia 
oue está por encima de la sordidez material de nuestra 
época. “Por los campos, escribe un viajero, les tumbas 
aisladas se .multiplican: tumbos francesas empavesadas 
con los colores nacionales, tumbas musulmanas orienta- 
das serón el rito del Islam, tumbas alemanas con una 



LA SOMBRA DE EUROPA 1 1 7 

cruz desnuda. . . Por Reuehard y Chambry, llegamos a 
ia aldea de Barcy, donde muy pronto se elevará el im- 
ponente monumento consagrado a todos estos muertos. 
Por el momento, Baroy rno ofrece a nuestros ojos más 
(pie su iglesia mutilada, atravesada de parte a parte, 
pero erguida siempre...” Oleadas de sangre borraron 
los 1 últimos vestigios de la vanidad. Junto a la huesa 
ensangrentada, desaparecen la pompa, el oropel, las os- 
tentaciones fastuosas. El homenaje de la muchedumbre 
es simple y rudo, como el dolor de los humildes*. No 
importa que. los cortejos se pierdan entre los montículos 
de tierra, dentro del bosque de cruces, frente al cráter 
de los abus'es convertido en fosa. La llanura silenciosa, 
otrora irritada por La fiebre y el estrépito de la bata- 
lla, hoy defendida por el suave recogimiento de las som- 
bras, no entiende la brutal oración del odio ni el cán- 
tico amargo de la piedlad. El campo es impenetrable a la 
blasfemia y a. la plegaria, es la esfinge trágica que guar* 
da en su s'eno secretos malditos y que suprime hasta el 
mismo rastro de lag sepulturas. De nada vale que muje- 
res enlutadas deshojen flores que el viento dispersa, y 
planten, banderas tricolores que la lluvia transforma 
en pobres* jirones blanquecinos. La fatalidad azota las 
cavernas) sombrías dotnde amigos y enemigos se reconci- 
liaran para siempre. Nada más melancólico que este 
lento olvido, herrumbre implacable que se apodera de 
ia misma muerte. De las rosas de antaño, no quedará 
más que un polvillo negruzco. Todo muere, todo langui- 
dece, todo corre hacia el vacío y hacia la niada. Y tam- 
bién lo mismo que el recuerdo, las flores se secan sobre 
las' tumbas . . . 



CAPITULO XXIV 


M. Alfred de Tarde ha cantado al Aisme, el río sagra- 
do que arrastra hacia el infinito, desde hace ocho nn 
ses, sangre de héroes. Ha cantado a la corriente suave, 
apenas rizada por la brisa de la mañana. Y el escritor, 
almia de artista y de filósofo, ha querido soñar sobre las 
aguas constantemente inquietas, ha querido penetrar el 
misterio de “esa vena azul Sobre el seno de Francia”. 
El espíritu humano busca siempre estos supremos con- 
trastes. Ante el rojo vivo de la matanza, nuestra fanta- 
sía se forja paisajes de égloga. Queremos descansar so- 
bre marcos monos sombríos. Por eso, liemos preferido a 
la calma enervante de la batalla, la frescura tranquilla' de 
los follajes vírgenes do/nde no llega el olor de la pólvora 
ni el ruido del cañón. Corremos enloquecidos por nues- 
tra civilización llena de perversiones y de violencias, 
retrocedemos en una carrera desatinada pora refugiar- 
nos en el silencio y embriagamos con los perfu- 
mes excitantes de la selva. Los formidables teori- 
zadores de 1793 leían a los poetas bucólicos mientras la 
guillotina cortaba cabezas. Una generación de visiona- 
rios, nna generación mareada por quimeras de fraterni- 
dad y envenenada por la literatura íntima de Rousseau, 
había gustado del encanto salvaje de la naturaleza para 
distraerse, de su oficio sangriento. Es que junto a la 
madre tierra, con las mejillas apoyadas en ese vientre 
soberano donde hierven todos nuestros vicies v todas 
nuestras grandezas, los hombres parecen mejores. Digni- 
ficada o envilecida, nuestra conciencia no marctei sola. 
Palpita a expensas de la vitalidad universal, y su ener- 
gía constituye, más que la forma de muestro .pensamien- 
to. una consecuencia de las fuerzas ciegas de.l mundo. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


119 


La tierra es lai máquina que crea la fe, el soiporte de toda 
nuestra sabiduría,. Ella es la mano que no® corrige, la 
fuente que nos purifica y que nos renueva). El planeta 
forma la base de toda moral, define los rasgos de toda 
psicología, es el fondo lógico de todai religión. Lo® pue- 
blos no se crean como abstracciones, sino que llevan la 
fisonomía de la costra sideral donde han sido calcadlo®. 
Mil afinidades impresionante® nos unen a nuestra esfera 
sustentadora. -Nadie escapa a ese contacto mágico que 
transforma a la humanidad en un trozo de arcilla, dócil 
y deleznable. Los ojos reflejan el color de nuestro cielo, 
la belleza tranquila de nuestras llanuras, y el perfil ta- 
jante puede revelar a veces la fealdad áspera de las 
sierras que liemos elegido como morada- Buekle nos abre 
las puertas de una ciencia desconocida cuando deduce 
de la geografía el carácter social é histórico de las 
raza®. “La vida de un pueblo, escribe Alfred de Tarde, 
está estrechamente unida a la vida de la tierra. Nues- 
tras costumbres, nuestras artes, nuestro humor, sie tra- 
ducen por cualidades y aspectos físicos. Un país de 
montañas, de selvas, de llanuras, de riñas; un suelo de 
creta, gredoso o jurásico, tiene infinitos lazos sutiles 
con nuestro espíritu”. El escritor eoompleta su pensa- 
miento con una frase soberbia. “Cuanto más cerca este- 
mos de la buena tierra francesa, dice, tanto mejor habre- 
mos aprovechar el jugo alimenticio de nuestro genio”. 
Pero el valor moral de la tierra aumenta todavía cuan- 
do ella se ha convertido en el teatro de la idealidad y 
del sacrificio. Sobre las márgenes del Aisne, una nación 
ha cortado sus arterias stn palidecer. Mientras la san- 
gre corre, el escenario gama, en sublimidad y se dibuja en 
la historia con líneas eternas. Frente a ese espectáculo 
lleno de grandeza, Alfred de Tarde queda atónito y des- 
lumhrado. “Tierra regada de heroísmo, henchida de 
cadáveres enlazados, y tan profundamente embebida de 
amores comunes, de sufrimientos comunes, de exaltacio- 
nes comunes, que os habéis convertido en el cimiento 
místico de la raza. Tierra rasgada, excavada, pisoteada, 
rebosante de bella materia, tierra amada como si fuese 



120 


ADOLFO AGORIO 


un rostro, tierra caliente y viva como un animal subli- 
me ... ¡ Cuánta emoción y gloria contiene para nosotros 
el mas leve puñado de vuestra substancia fina, pesada, 
empapada de lágrimas/ y de sangre!” Por algo el Aisne 
es .el río sagrado, la veina .azul que desaparece bajo una 
oleada escarlata. El blanco seno de Francia, estremecido 
por los truéanos de la batalla, se oculta bajo la púrpura 
de sus heridas. En esa línea fantástica donde se acechan 
y se fusilan seis millones de hombres, la vena azul pre- 
senta todas las tonalidades de un zafiro líquido y em- 
brujado. Las aguas, apacibles o revueltas, parecen he- 
chas con una gema rara, joya de ems'admo y de leyenda, 
piedra de sortilegio engarzada .sobre terciopelo malva. 
Algunas manchas grises denotan la presencia del hom- 
bre. La región ha sido ensuciada por la podredumbre 
de los muertos y el humo viscoso de las explosiones. 
Pero la tierra devuelve los ultrajes en forma de caricias 
sonrientes. Nos perfecciona, sin que nos deanes cuenta, 
mina el pedestal mientras sacude su manto magnífico 
y nos distrae con la sugestión irresistible de su fuerza. 
Ya en el derrumbe, sentimos la humedad tibia que nos 
reconforta, que se pega a nosotros como un fuego fatuo 
y que míos hace fermentar en nuevas ideas. La vena azul 
es un símbolo, es la matriz gastadora de una humanidad 
distinta. Se lleva nuestros ensueños viejos, pero trae 
otras ilusiones, otros ideales, otras imágenes, tesoro in- 
agotable que deposita en los flancos como si fuese un limo 
fecundante, y que, sobreviviendo a la misma raza, ^ex- 
tiende en el tiempo para prolongar su virtud soberana. 



CAPITULO XXY 


En el soterrado de la ciudadela de V erdún, bajo el 
tronar de los cañones', el tremar terrible que llega hasta 
el fondo de la tierna como un grito de alerta, Lloyd 
George se sienta a la mesa del general Dubois. Invitado 
por el gobernador die la plaza a la comida ordinaria de 
sus oficiales, Lloyd George pasea sobre las ruinas y lue- 
go desciende a los subterráneos de la defensia. En medio 
diel gran teatro sangriento, hostigado por el deseo de 
vivir minutos sublimes, entre el estrépito de la batalla, 
bajo la ciudad barrida por el bombardeo, el ministro 
británico comparte el pan de los héroes. Las presenta- 
ciones' se hacen simplemente, sin frases sonoras ni ges- 
tos ceremoniosos. “Se come en silencio, escribe un tes- 
tigo; las voces parecen guardar una expresión de reco- 
gimiento. Al finalizar la comida, el general Dubois, con 
p alabras felices, agradece a Lloyd George el honor de s'u 
presencia entre los oficiales que hacen la guardia de 
Verdón. Y el ministro se pone de pie”. Con la cabeza 
inclinada sobre el pecho, los párpados ligeramente en- 
tornados, la mirada perdida en un punto invisible del 
espacio, empieza a hablar el más grande reformador de 
nuestro siglo. Su voz es sorda, apagada, cortada por 
rachas de emoción, una voz de ensueño, un aliento tibio 
que envuelve las conciencias v quie arrastra al éxtasis 
de las almad Los que no comprenden el inglés tratan de 
penetrar las inflexiones, el color, el ruido de esa ola 
inmensa, cuyos matices infinitos llegan al espíritu en 
un lenguaje universal, en ese vértigo sin palabras' que 
hace del hombre un libro eternamente abierto. “Más 
que un discurso, agrega el testigo, las palabras de. Lloyd 
George son una plegaria”. Es que toda la obra gigan- 
tesca riel reformador pos'ee un suave fermento religioso. 



122 


ADOLFO AGORIO 


Fe, misticismo, energía... He allí la base moral.de esa 
grain transformación económica ele la cual Lloyd Geor- 
ge es el alma y el músculo. Lo¡s progresos re voluici olía- 
nos de Inglaterra San sólidos, porqué se apoyan sobre 
val eres éticos. El sentimiento religioso es en la Gran 
Bretaña urna fuente inagotable de fuerzas morales!. To- 
das las proverbiíales libertades inglesas se fundan en 
un respeto casi divino de la diglnidad humana. De. ahí 
que Cronwell, más que el formidable sembrador de. idea- 
les prácticos, se nos antoje un Sacerdote evangélico, un 
profeta iluminado, ardiendo en la llama de. locuras bri- 
llantes y de quimeras trágicas. Ni Palmerston, n,i Disrae- 
li, ni Gladstone, pudieron substraer sus doctrinas a la 
influencia absorbente d'el felnónieno religioso. La liber- 
tad individual evoluciona como nn sentimiento sagrado, 
se vive como un culto y se respeta como a una divini- 
dad. No es a los historiadores» del porvenir que les está 
reservado explicar por qué Lloyd George lia realizado 
reformas sociales que los demás países uo se han atrevido 
siquiera, a discutir. Nuestro siglo ha asistido, maravilla- 
do, a una grandiosa resurrección. Lloycl George no sólo 
siente la pasión de la justicia, sino que. sabe comuni- 
carla como una fuerza arrebatadora, trasmitirla como 
un fuego eterno. Bajo sus nervios de acero, hay profun- 
didad de alma y grandeza reflexiva. Su pedestal no ha 
sido improvisado en la orgía de -los instintos populares. 
No es el premio fuigiaiz de la demagogia, sino el frito 
maduro de la bondad. La victoria de Lloyd George [vi- 
see carne de granito y alas de águila, contrafuertes *1 ■* 
ciencia y levadura mística, templo que se ye.rgu? e">s 
el deslumbramiento de la virtud y que conmueve ccn la 
fascinación de sai genio. 


* 

* * 

“Yo quiero, general, dijo Lloyd George, expresares 
la alegría que míe ha proporcionado el sentarme a la 
mesa de vuestros oficiales en el mismo corazón de lia cin- 
dadela de Yerdún Me siento feliz al ver reunidos a todos 



LA SOMBRA DE EUROPA 


123 


les que regresan de esa, gran batalla adonde volverán ma- 
ñana, a todos los que lraeen guardia alrededor de estos 
muros inviolables. El solo ¡nombre de Verdón bastará 
para evocar en la historia de todos los siglos un recuerdo 
imperecedero. Ninguno de los grandes hechos de armas 
que llenan el pasado de Francia, puede compararse a 
esta soberbia página. El recuerdo de la victoriosa resis- 
tencia de Verdón será inmortal, porque Verdón lia sal- 
vado, no sólo a Francia, sino a la humanidad' entera. 
Sobre las alturas que rodean a esta, vieja cindadela lian 
venido a quebrarse las potencias del mal, como nn mar 
furioso contra una roca de granito. Y la cindadela ha 
domado la tempestad que amenazaba al mundo. En 
cuanto a mí, debo declarar que me siento profundamente 
conmovido al tocar este suelo sagrado. Yo no hablo so- 
lamente en mi nombre. Traigo la admiración enterneci- 
da de mi país, de ese gran imperio cuyo representante 
soy en estos momentos. Todos se inclinan conmigo ante 
el sacrificio v ante la gloria. Una vez más la humanidad 
se vuelve hacia Francia”. Lloyd George se detiene en 
medio de un silencio solemne, turbado a ratos por el 
eco del cañón lejano. De pronto, levanta su cráneo do- 
minador, enérgico, de perfiles rudos, y hace un gesto 
que pone de. pie a todos los asistentes. “¡Por Francia! 
exclama, ¡Por los héroes caídos' en Verdón!” La oración 
de Lloyd George se apaga lentamente en el espíritu, 
como una vibración del bronce. A pocos pases se renue- 
va incesantemente el espectáculo de heroísmo. Pero las 
palabras del reformador poseen un sabor áspero, dejan 
un sedimento de recuerdo, de melancolía y de esperan 
za. Después de la visita de Lloyd George, el esfuerzo de 
Francia no ha hecho más que agigantarse. Luchas san- 
grienta^, choques de epopeya., se heioi desarrollado a tos 
pies de las viejas mu rail as. Douiaumont, el fuerte ¡rá- 
gr’co poblado de visiones y de espanto, ardien tomen te 
dúputado en medio de remolinos de sangre, ha vnelto 
otra vez a manos francesas. La fortaleza de Vaux, las 
canteras de TToudremont y el barranco de la muerte, 
que, en los días terribles de. febrero, asistieron al saeri- 



124 


ADOLFO AGORIO 


íicio s'in ejemplo de las legiones de Balfonrier (1), se en- 
cuentran de nuevo en poder de sus antiguos dueños. 
Nadie sospechó tan grandioso derroche de energías, de 
vidas y de riquezas. Y es por eso, como lo afirma Lloyd 
Goorge,, que frente a la indiferencia universal, a la in- 
sensibilidad provocada por tres años de guerra mons- 
truosa, el mundo civilizado se vuelve hacia Francia y le 
sacrifica sus últimas) ilusiones y su postrer recuerdo. 


(1) Véase oí capítulo XLII on osto libro. 



CAPITULO XXVI 


La semejanza que Voltaire hallaba entre el héroe y el 
salteador nocturno era en que amibos se dirigen direc- 
tamente a la caja de hierro. Para Voltaire, el heroísmo 
se confunde con la rapacidad. Su concepción materia- 
lista del sacrificio, forjada al calor de guerras estúpidas, 
modelada sobre los monarcas sin ideales de su tiempo, 
le había sugerido una estrecha psicología de apetitos, 
de cálculos y de egoísmo. Pintonees los! choques armados 
se consideraban como la simple sensualidad de una mi- 
noría. En manos de profesionales o de mercenarios, la 
guerra era una tarea sórdida. Mientras la nación entera 
se entregaba al trabajo tranquilo, un grupo de hombres 
audaces haleía expediciones lejanías, derramaba su san- 
gre y entraba a saco en las ciudades. No se conocía la 
justicia, ni la delicadeza, ni la piedad. No había más 
ideales que la sed del oro o la gloria vacía. La guerra 
se había convertido en un derivado del bandolerismo. 
Jamás se pensó en que pudiesen movilizarse algún día 
pueblos enteros. Jamás se soñó con el espectáculo Sober- 
bio de una nación en armas, que puede disponer ella 
sola de sus destinos. Jamás se sospechó que los gobier- 
nos deberían contar con una opinión nacional favorable 
antes de embarcarse en áventuras peligrosas. La Revo- 
lución francesa no había estallado aún. El gran movi- 
miento destinado a cambiar esa intimidad espiritual de 
la sociedad humana que Bergson llama, la geología moral 
del mundo, enalba todavía muy lejíos. De ahí que los 
militares ejerciesen la guerra sin el temor de las res- 
ponsabilidades. No existiendo sanciones morales, el éxito 
era la única garantía de los reyes. Se operaba sobre 
terreno conocido, a golpe seguro. ¡Desdichado del mo- 



126 


ADOLFO AGORIO 


narca cuya herramienta de quebrase contra la caja de 
hierro ajena ! La misma muerte siería para él un castigo 
amable. Los conquistadores de antaño, al igual que los 
bandidos, ruó se perdonaban! el fracaso. La leyenda em- 
belleció luego la voracidad inagotable de los espíritus. 
Atraído por el oro de los incas, bizarro lleva ,a cabo una 
locura magnífica. Frente a una veintena de españoles, 
se derrumba la grandeza imperial de um millón de almas. 
Pero Pizarro cae más tarde víctima de la misma codi- 
cia que hervía en el corazón de esos aventureros heroi- 
cos, codicia que tanto sirve para el despojo obscuro 
como para las epopeyas fantásticas. Carlos XII, ese 
Carlos XII de quien Yol taire nos dejó un monumento 
eterno, hacía de la guerra uin deporte san brillo y sin 
majestad. El guerrero distraía s'u neurastenia en medio 
del fuego. Con el alma enferma, con los nervios depri- 
midos por la melancolía, Carlos XII combinaba bata- 
llas como hubiera podido 1 nacer esgrima o jugar al aje- 
drez. La caja de hierro que perseguía Carlos' XII se 
encuentra en la patología. Su más grande campo de ba- 
talla se extendía dentro de sí mismo, en el misterio de 
sus deseos incompletos y de sus pasiones pervertidas!. 
Más terriblemente práctico, Federico II se asegura el 
apoyo de cómplices inteligentes. Una vez elaborados sus 
planes, desgarra a Polonia, se lanziai sobre Silesia, golpea 
a Rusia, a Francia, a Austria, busca más tarde su alian- 
za, rompe los tratados, engaña, finge, promete, para 
volver luego cargado de botín, con el fruto abundante 
de la mentira y de la rapiña. 


lie alhí uno de los héroes que había visto Voltaire, uno 
de los héroes con quien había vivado en la intimidad y 
cuyas fallas observaba discretamente. Francia hacía 
llegar hasta la misma Prusia áspera todos los matices 
de su cultura intelectual. Al gran Federico le había 
nacido la manía de versificar en francés. Voltaire le co- 
rregía los versos y le robaba los terrones de azúcar. Pro- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


127 


funda.nieai.te «varo, Federico escondía siusi provisiotacs 
y limita'ba basta lo imposible la pitaoiza de. sus invita- 
dos. ¡ Ah ! las cmnipañajsJ estratégicas que debía organizar 
el gran escritor para apoderarse silenciosamente, a hur- 
tadillas, d'e un puñado de azúcar! Yoltaire imitaba a su 
héroe. Su caja de liierro era una despensa bien provista. 
Fuera de los tiempos de San Luis y de Grodofredo de 
Bouillon en que la guerra era oficio de nobles, porque 
en sí misma constituía un elevadlo desinterés, vale, decir, 
el privilegio de sacrificarse por un ideal; fuera de la 
época en que los hijos de Europa chocaban sus hierro^ 
contra la barbarie asiática para evitar que se apagase 
eu el mundo la llama del derecho cristiano, Voltaire 
había asistido a la victoria del interés* sobre la concien- 
cia, a la obra disolvente de las riquezas acumuladas, 
gota de oro corrompiendo las almas. Las ideáis del cris- 
tianismo se ven manchadas por las voluptuosidades de 
la plutocracia.. La caja de hierro sie abre y; se cierra len- 
tamente sobre el torbellino de los apetitos. El helenismo 
languidece en los monasterios, las virtudes de Roma 
flotan invisibles' sobre la cátedra de los humanistas. Ei 
soplo ardiente de Cartiago se abre paso en medio de la 
noche medioeval y llega hasta las' puertas del Renaci- 
miento. La guerra misma pierde su antiguo esplendor 
moral y se convierte, en un negocio de bandoleros caba- 
llerescos. Pasa sobre Europa una nube de burgraves 
rapaces, de hidalgiielos mercenarios, de condottieri he- 
roicos y absurdos'. En otras centurias costaba 1 tanto ad- 
quirir una conciencia como una obra de arte. Ahora el 
ideal perece, bajo el oro de. los grandes señores. Se 
explica, pues, que a Yoltaire le lastime el espectáculo 
del héroe triunfante. Pero la fatalidad humana no ha 
dejado aniquilar el aliento sublime d'el heroísmo. El 
soldado francés de boy lucha con la caja de hierro de- 
trás. Mientra^ su vida se desploma sobre la línea de 
batalla, su patrimonio material s'e empequeñece, su te- 
soro se derrumba. lie ahí la, caja de hierro que. va 
quedando vacía. En veinte años, las guerras napoleóni- 
cas costaron a Francia setenta y cinco mil miillonies de 



128 


ADOLFO AGOUTO 


traucos'. La estadística de, Matliieu-Bcdet nos demues- 
tra que la guerra de 1870 costó más de doce mil millo- 
lies. Y según los cálculos de Je>an Finot, los gastos que 
Francia ha tenido que soportar actualmente, e¡n • dos 
años d'e guerra, superan en forma fabulosa a todas las 
sumas del pasado. Se , acabaron las dichosass épocas en 
que el prisionero era. propiedad del vencedor, cuando la 
libertad no se reconquistaba sino a cambio de una bolsa 
de escudos}. Entonces existía el ¡rescate personal, 1a. 
trata, el pillaje, el incendio, costumbres que reputamos 
felizmente abolidas y que hemos visto restablecer en la 
hora presente por una raza que dio a la humanidad 
pensadores formidables y que todos habíamos creído 
tierna y soñadora. A pesar do todo, la caja de hierro 
quedará virgen de manos impuras. Pero aún mismo 
cuando renazca la barbarie antigua, ella no podrá vivir 
más que un segundo, ella será Sofocada, deshecha ante 
el empuje de las fuerzas morales de nuestro siglo, esas 
fuerzas morales que han creado el sacrificio actual, el 
heroísmo que dispersa la riqueza amontonada con. el 
trabajo, que derrocha el genio y la sangre piaira hacer 
más fecundas las enseñanzas de la dignidad humana. 



CAPITULO XXVII 


Gustavo Ilervé dió a conocer en su diario La Victo-iré, 
una carta del presidiario Dieudonné, el famoso compa- 
ñero de Ronnot y Garuier, los bandidos del automóvil 
gris, cuyas aventuras sangrientas se, evocan, todavía en 
este minuto trágico en que chocan y se desmoronan los 
más preciosos atributos de la civilización europea. Al 
igual que un libertino de la vieja leyenda dorada, Dieu- 
doniné quiere rescatar con el martirio los tesoros de la 
virtud. Quiere rehabilitarse con el sufrimiento y pagar 
sus culpas a costa de mucho sacrificio y de mucho dolor. 
Dieuddnné es el bandido transformado en asceta, el pe- 
cador que quiere hacerse s/anto. “No por ser presidia- 
rio se. es menos hombre, dice. El patriotismo és indis.- 
outiiblemente uno de los sentimientos más arraigados. 
Exite en estado latente en todo hombre ; la guerra lo 
exalta y la magnifica. Los presidiarios no han escapado 
a la regla. Sienten como los otros hombres'.” Dieudonné, 
que se inició como un obrero laborioso e inteligente, sin- 
tió de pronto, al contacto de Nietzsehe, envenenado por 
doctrinas* que no había comprendido, la neurosis revolu- 
cionaria del atrepello. TI faict vivre sa vie! ¡Es nece- 
sario abrirse paso a sangre y fuego ! ¡Es necesario piso- 
tear el derecho de los débiles ! j Dejemos detrás una mon- 
taña de cadáveres/ con tal de asegurar nuestra graiídeza ! 
He ahí las máximas de los hombres del automóvil gris. 
El bandido era un Hartmann práctico. Dieudonné pro- 
clamaba, con la acción inmediata, que la necesidad care- 
ce de ley y que la fuerza prima sobre la justicia. Francia 
premió con la guillotina o con la cárcel el florecimiento 
de estas bellas ideas. No hay duda de que Alemania hu- 
biera procedido de igual manera, si alguien hubiese 


9 



130 


ADOLFO AGORIO 


aplicado entre los individuos lias teorías que el canciller 
imperial preconiza para las relaciones de los* pueblos. 
Es que el sistema del Estado dentro de las concepcio- 
nes germánicas, el Estado de Iiegel, el Estado- de 
Traitschke, resulta una divinidad amoral e irresponsa- 
ble, una entidad superior a todas las virtudes! humanas 
y que no trae al planeta más que la misión de ser 
fuerte. El Estado es fuerza, es poder inmanente, es 
Dios. A un individuo que viviese semejantes' doctrinas, 
se le puede encerrar en la cárcel o en el manicomio. Con- 
tra un Estado no queda otro recurso que el de rednieirlo 
a urna impotencia proniemática, mediante i«a¡ alianza uni- 
versal de todos los neutrales. ¿Qué hacer frente a un 
Estado que, por sí solo, poseyese más fuerza que todos 
sus enemigos? E'n verdad que todo esfuerzo generoso es 
una visión de infinito, un cuadro de futuro, un ensueño 
donde la duda se- confunde con la esperanza. Pero nos 
resta el comsuelo de. nuestro optimismo remoto, de nues- 
tra. fe lejana. Soñar es prolongar el alma. Las quimeras 
constituyen a veces la única justicia anticipada, de la 
razón. 


La cuestión se complica cuando Die.udonné quiere 
aparecer compasivo y tierno. Confiesa que la crueldad 
del enemigo lo indigna. Por eso, entiende, que la vengarr 
za de la barbarie debe confiarse a manos- criminales. ‘ ‘ En 
lugar de emplear las gentes honradas en las acciones 
más mortíferas, dice, estaría en el interés y el deber de 
los gobernantes sacrificar el elemento memos bueno, el 
elemento peor, compuesto por los condenados de derecho 
común. Las gentes honradas ganarían con ello, por cual- 
quier lado que se examine la cuestión. O cuando menos, 
si un orgullo nacional mal interpretado impide el em- 
pleo de los* presidiarios en el frente, ¿por qué no utili- 
zarlos en trabajos penosos, morbíferos, y dejar & los bue- 
nos para trabajos más nobles y menos anónimos?” Dieu- 
donmé quiere llegar ?. la regeneración por la vía de un 



LA SOMBRA DE EUROPA 


131 


heroísmo desconocido, potare heroísmo menospreciado 
que 1.a de morir al pie de la cárcel. “Además, agrega, 
se puede -pensar que no hay viles tareas cuando se trata 
de la defensa naicioniail, donde los trabajos y los esfuer- 
zos concurren todos ¡v un mismo fin: la victoria”. Llega 
un momento en que la carta de Diiaudouiné parece escrita 
bajo el acicate de urna fiebre diabólica. “Que sie haga, 
pues, cciu todos los que están aquí y en las demás pri- 
siones de Francia, una especie de legión infernal que 
sería enviada al frente, al punto más avanzado, al sitio 
más expuesto, cara al enemigo, para hacer una brecha 
por donde pasaría en seguida e.l grueso del ejército fran- 
cés. Nosotros no pagaremos nunca dem astado cara, ni 
aún con la muerte, nuestra rehabilitación. En tiempo de 
guerra mío debe desperdiciarse nada para el fin supremo. 
Se reclaman cañones, municiones, hombres resueltos. . . 
Tomad a los presidiarios. Por encima de todas las cues- 
tiones está la cuestión de humanidad”. Dieudónné ter- 
mina qne debe utilizarse a los reclusos por razones de 
utilidad y de piedad. Pero la carta, cayendo en el vacío, 
ha quedado sin respuesta. La ley que condenó a Dieu- 
donné es más fuerte que el sentimiento piados©' que quiso 
salvarlo. Francia mío puede hacer reposar sobre las co- 
lumnas de.1 presidio la fuerza deslumbrante de su sacri- 
ficio. El martirio es un atributo de la pureza. Aún en 
medio de las más horribles matanzas, de las más repug- 
nantes abominaciones, la lucha por el ideal es u)nia virtud 
de elegido, el holocausto es un privilegio de nobleza mo- 
ral. Juzgad entre la serena altivez de Miguel Servet, 
asesinado por sabio, y el desprecio trágico de Mandrin, 
suprimido por bandolero. Pero equivocar el camino, 
como Dieudónné, no quiere decir haberlo perdido paira 
siempre. El heroísmo no rehabilita a nadie. Solamente 
ayuda a perdonar. 



CAPITULO XXVIII 


E'l libro de. Paul Lintier, Mn Piéce, nos hace pensar 
en la ispigustiosa fragilidad de la gloria. Humilde arti- 
llero, perdido entre millones de hombres, Paul Lintier 
muere junto a su cañón, a los veintitrés años, en mo- 
mentos en que su talento literario lo revela al gran pú- 
blico y en que su nombre se liaee, célebre. La muerte y 
la gloria han hedió juntas su visita. Paul Lintier se 
ha desvanecido en un cuadro atroz y fulgurainte. “La 
misma granada que lo abatió, escribe Edmomd Hanau- 
eou.rt, redujo a migajas la enorme herramienta con la 
cual defendía la tierra de sus abuelos. Saludemos con 
todo nuestro respeto esta obra incoieicluída. esta fuer- 
za aniquilada. Con la. veneración que merece doblemen- 
te, por su talento y por sn muerte, saludemos a este gran 
hombre que era un niño, que sacrificó por nosotros' todo 
lo que tenía, todo lo que era y todo lo que debía ser”. 

* 

* % 

He leído el libro de Paul Lintier. Esas páginas de 
dolor y de vida, donde circula a veces, como fresca 
savia, la vieja alegríiai de las G-alias', son la expresión' de 
una conciencia colectiva irritada por la injusticia. Cua- 
dros -formidables, pintados sin cólera y sin odio, aquello 
es el corazón de la Framicia que se habla a sí mismo. 
Páginas escritas sobre las rodillas, mientras truenan las 
baterías, aquello es' la imagen conmovedora de una raza 
eterna que vuelca su pensamiento frente a la muerte. 
/.Qué importa el resplandor de la gloria presente? Dis- 
frutar en vida de la posteridad no significa solamente 
un contrasentido. Es) desposeer a la gloria de su vana' 



LA SOMBRA DE EUROPA 


fascinación y (le su prestigio funerario. Luisa Michel 
debió sentir profundo fastidio cuando un capricho de la 
fortuna le permitió leer em los periódicos su propia ne- 
crología,. Percibir la ¡po&lteridiad es despreciar un tesoro 
íntimo, es perder todo lo que, se ha ganado. La fama 
vale más por lo que oculta que por lo que da. Muchas 
veces la celebridad no esconde absolutamente, nada, pero 
basta sospechar uln paraíso para crearlo. Los grandes 
hombres repostan sobre un mundo glacial, avivadlo por 
fantasías que tienen su origen en una reflexión delibe- 
rada, del más allá, en una esperanza forjada sobre, lo 
que vendrá después de la vida. Para los que han arras- 
trado, como Savonarola, una existencia desconocida y 
ultrajada, y a quienes la justicia llega demasiado tarde, 
la posteridad se transforma en una mortaja suntuosa. 
La gloriia es entonces el fausto de los calumniados, el 
sudario del buen espíritu. lie ahí a Bemard de. Brisoult, 
capitán de la compañía de Pañi Lintier, vinculado a la 
obra por el sacrificio, “y cuya muerte, frente ál enemi- 
go, arrancó a los ojos quemados por la pólvora y los in- 
somnios esas lágrimas terribles de los soldados”. Se 
diría que un poder gigantesco, superior a todas las con- 
cepciones humanas, resucitase de tiempo en tiempo para 
proclamar la ruina del genio. Na,¡ oleón, fué vencido, 
Según la frase de Víctor Hugo, porque estorbaba a Dios. 
Sol am ente los pobres de espíritu son acogidos sin pro- 
testas en el seno de la divinidad. No molesta sino lo 
que puede ser temido. Los evangelios nos enseñan que 
los seres más peligrosos son aquello? capaces de crear 
cosas nuevas. 


* 

* * 

En nuestros tiempos de miseria vestida de oro, en 
que la magnificencia material es un amo sórdido, el re- 
nombre suena a danza macabra, a, cascabeleo moribundo. 
Demagogos vacíos, mercaderes torpes, caudillos sangui- 
narios. se creen con derecho a pasear entre los pensa- 
dores y los artistas su petulancia de criminales enri- 



134 


ADOLFO AGORIO 


quecidos. La mayor victoria consiste actualmente, en 
poner una valla al avance de la frivolidad adinerada. 
Los grandes espíritus están condenados al fuerte aisla- 
miento, a la soledad fecunda que Marco Aurelio recla- 
maba como el supremo bien. La, plutocracia todo lo toca, 
todo lo invade, todo lo corrompe con su triviládad deses- 
perante;. De lallií que. sea preferible um monstruo a lo 
Lqpe de Vega, pero que comprende el corazón de su 
pueblo, al artista moderno que adapta sus! creaciones al 
gusto de los millonarios y que se envilece en el comercio 
de su genio. Mn la ciudad antigua, evocada por la pluma 
prodigiosa de Fuste! de Ooulatniges, el creador de for- 
mas y de ideas nio podía enlodarse impunemente. El ge- 
nio descendía de la divinidad'. Fra la llama de los 
dioses encendida en un hombre, la chispa sagrada que 
había bajado a la tierra. Escarnecerse equivalía a que- 
brar el pedestal y perder el prestigio de ídolo. La gloria 
era entonces una religión con sus templos, snS dioses y 
sus plegarias. • 


* 

* * 

Mi pensamiento vuela haicia Rider Haggard, humilde, 
funcionario en la colonia del Cabo, a quien de pronto 
un plebiscito organizado por la prensa, proclama el pri- 
mer novelista de Inglaterra. El escritor se siente trans- 
formado, engrandecido, con un impulso ardiente hacia 
el perfeccionamiento de su renombre, que talla, y pule, 
y retoca, como s'i fuese una piedra preciosa. Tal como 
lo entienden los ingleses, la gloria es austeridad refle- 
xiva. Lo que en España resulta ruido de palabras, en 
Francia es apoteosis! brillante. Solamente en Inglaterra 
la gloria es una meditación. Diosa proteiforme en su sen- 
tido más íntimo, la celebridad carece d<e encantos. El 
pensador está habituado a despreciar las falsas* imágenes 
provocadas por la exasperación o el abatimiento de las 
muchedumbres. Los espíritus verdaderamente superiores 
buscan la autosugestión del silencio, los misterios de la 
soledad. Creerse desconocido es sentirse feliz. Llegamos 



LA SOMBRA DE EUROPA 


135 


u viejos, y la vejez es un paisaje triste, uto: desierto ali- 
mentado con recuerdoei. Cuando no s¡e tiene la suerte de 
ser tronchado ©n plena vitalidad, como la emciniai herida 
por el rayo; cuando el hombre no muere a tiempo, due- 
ño de sus facultades, soberano de du pensamiento, el or- 
ganismo moral del genio aparece a la conciencia de la 
humanidad corno un monstruoso contra detotido. Para el 
Tiziamo octogenario, casi ciego, que se empeña en estro- 
pear sus obráis maestras con retoques* trémulos que los 
discípulos aplauden piadosamente y que luego borran 
en silencio ; para el artista que no siente desintegrar las 
fuerzas de su espíritu, la gloria es un desaliento, la pos- 
tración que sucede a una gran embriaguez. Llegar a la 
impotencia mental después de haber deslumbrado a sus 
semejantes, después de haber sido discutido en todas las 
academias, agasajado eia todos los salones, disputado por 
todas las mujeres, es dolor angustioso que no compensa 
nimrnno de los falsos' placeres del renombre. Aún cuan- 
do el crepúsculo se presente con las apariencias de la 
fortaleza, coto el resplandor engañoso de la lucidez espi- 
ritual, nuestra obra se denunciará por su crujido fúne- 
bre, por su lamento de agonía, como el follaje del árbol 
que se. seca. Cuando se pasa., como Gladstone, la fronte- 
ra de los ochenta, años, la celebridad tiene el desorden 
de la mesa del banquete después que se han ido los invi- 
tados. Aunque llena de grandeza, la gloria crepuscular 
r-e siente con una penetrante melancolía. Ella posee algo 
de festín fatigado, de torbellino lejano, de orgía mori- 
bunda. Gloria, fantasma vano de nuestros dueños juve- 
niles, aburrimiento resplandeciente, gran ruido, eco som- 
námbulo que se prolonga eln los siglos, ¿ -acaso puedes 
constituir siquiera una meta definitiva, un ideal de jus- 
ticia? No eres má« que uloia repetición milenaria, el golpe 
monótono del destino sobre un eterno yunque. Tu brillo 
es tan fuieaz como la vida de las generaciones dle den de 
has nacido. Descansas sobre la memoria humana, A r nle 
decir, sobre la fragilidad irremediable. Desesperar por 
vivir ese minuto efímero em¡ el recuerdo de los demás 
hombres es* necedad infinita. Sin embargo, son las ilu- 



136 


ADOLFO AGORIO 


,%'iones más absurdas las que nos empujan hacia adelan- 
te. No nos resignamos jamás a admitir ese supremo des - 
consuelo de la agonía. Lo más bello del hombre es 
acaso su inagotable tenacidad contra las fatalidades del 
universo. Ponemos la proa coratnai lo desconocido, y aún 
cuando presentimos el vacío delante de nosotros, aviva- 
mos el fuego, los hornos apagados vuelven a encender- 
se, y la máquina humana, libre ya de su inercia contem- 
plativa, se lanza a la conquista del porvenir. 



CAPITULO' XXJX 


El incendio de Europa somete a una dura prueba el 
derecho divino de los monarcas. La abdicación violenta 
del zar de Rusia no es el úni'co síntoma de esa gran 
bancarrota de principios tradicionales. El canciller 
Bethmann Hollweg señala e¡n la dieta de Prusia las ideas! 
del gobierno en el sentido de favorecer los planes para 
democratizar la Alemania autoritaria y feudal. Hasta 
en el misterioso Japón, donde el emperador es el mismo 
Dios con figura humana, sopla un extraño viento de 
tempestad. Por todas partes la opinión pública se afirma 
y los parlamentos orientan el espíritu nacional. Ya no 
ts posible retroceder hacia las dictaduras sombrías des- 
pojadas de resortes' críticos. El despotismo es una ilu- 
sión cuando no so funda en ejércitos mercenarios, sino 
sobre pueblos en armas. Toda organización se descompone 
sin esa . fuerza eternamente nueva que viene de abajo, 
que surge de la entraña viva del pueblo, fuente moral de 
las ¡nacionalidades. La autocracia rusa puso un fusil en 
manos de la multitud. Luego le enseñó a afinar la pun- 
tería. Y la muchedumbre ha vuelto ahora sus armas 
contra el antiguo amo. Como se ve, lagj lecciones de la 
autocracia fueron tan provechosas, que el último tiro 
no ha fallado. Rodzianko, restaurando los fueros holla- 
dos de la Duma, es la encarnación suprema del pueblo. 
Kerenski, abriendo los presidios de Silbe ría, es la imagen 
de la nueva Rusia que rompe con un pasado trágico de 
humillaciones y de servidumbres. Brusiloff, afirmando 
la necesidad moral de la revolución, renueva su gran 
t ¡vestigio de s'oldado popular para proclamar que Rusia, 
no obstante su crisis interna, continuará, desangrándose 
serenamente, prolongando su heroísmo y siu sacrificio 



138 


ADOLFO AGORIO 


hasta asegurar para, siempre en Europa el principio in- 
violable de las nacionalidades, no obstante la amoralidad 
de cierto grupo avanzado que se regocija ante la idea de 
traicionar a Bélgica. Todos* llevan en sí una. quimera 
profundamente humana, un ideal arranciado al sufri- 
miento silencioso de la raza}. Rusia necesitó de los es- 
pantos de la guerra europea para sacudir esa postración 
secular, lenta y grave, alimentada por una burocracia 
gigantesca, por un perezoso rodaje administrativo, por 
una ortodoxia feroz, .por una policía diabólica... ¿Qué 
representará para la historia la traición sórdida de 
Souklhonminoff, la astucia frí¡ai de Stnrmer, la privanza 
abominable de Rasputine, la intriga sutil de Protopo- 
poff? He allí la agonía de un régimen que pareció eter- 
no. Absolutismo policíaco, santo sínodo, burocracia torpe 
y parasitaria. . . Sus hombres ya son fantasmas de nn 
pasado miserable. Sus creaciones monstruosas no son 
más que un recuerdo triste. La terrible pesadilla se ha 
deshecho en polvo. Un rayo de luz ha dispersado la som- 
bra amontonada por veftate siglos. 

❖ 

* ^ 

La alianza con Francia e Inglaterra estimuló en Rusia 
los hábitos parlamentarios, la tolerancia gradual hacia 
los judíos y la libertad relativa de la prensa. La propa- 
ganda revolucionaria de los países latinos se filtró a 
hurtadillas en el vasto imperio!. Gorki atacaba impune- 
mente, en Moscou, los vicios de la organización militar 
rusa. Los intelectuales eslavos leían en francés a Toistoi 
y a Dostojewski. Cantar la Marstellesa había dejado de 
ser delito. De ahí que la elección por el zar de una ca- 
marilla reaccionaria, de un gabinete dispuesto a supri- 
mir progresivamente las libertades concedidas, repre- 
sentase para la dinastía el más formidable de los peli- 
gros. El hambre no hizo otra cosa que precipitar el esta- 
llido.' Los valores sociales de la revolución marchaban 
paralelamente al molimiento general de la cultura euro- 
pea. Imposible dar máquina atrás. Nada más insensato 



LA SOMBRA DE EUROPA 


139 


que desconocer la soberanía de la Duma después de 
haber aceptado Sus fallos como inapelables. Se diría que 
la liora de la prueba hubiese paralizado liai sensibilidad 
y enturbiado las inteligencias. Pero hay un sentido moral 
de la revolución, mucho máa íntimo, mucho más profun- 
do que ese instinto moderno que va contra lo sagrado de 
las tradiciones, contra la autoridad histórica de las mo- 
narquías. Ese sentido moral no es más que la modalidad 
de un espíritu, que el aspecto obscuro de una psicología 
que tiene su base ea las reservas místicas del alma 
eslava. Posiblemente Nietzsche miraba hacia Rusia 
cuando extrajo del cristianismo una filosofía de esclavos 
y de verdugos, esa atmósfera envenenada de hospital y 
de cárcel- El zar no sólo es el jefe de uní Estado, sino la 
cabeza de una religión. Más que la fórmula represen- 
tativa de la fuerza imperial, el monarca ruso constituye 
el símbolo terreno de la divinidad. Lia revolución em- 
pieza por desconocer los derechos de Dios, y fue el mis- 
mo Nietzsche quien escribió que sólo negando- a Dios, 
se puede salvar al mundo. Tiranizar al individuo con 
liturgias, amansarlo con el Sacerdote, representa una 
tarea inmensa, áspera y desapacible, que no puede lle- 
varse a feliz término sino en pueblos separados de todo 
contacto humano, aislados de todo progreso moral. Por 
encima de sus tratados internacionales, Rusia se ha vis- 
to arrastrada a la hoguera. Pero lias alianzas psicoló- 
gicas han sido el fermento oculto, la levadura de esa 
formidable resurrección. ’Wladimiro Boutzeff, el apóstol 
perseguido, el idealista del destierro, que vuelve a Rusia 
para verse, cargado de cadenas entre los hielos de S ibe- 
ria, y que luego es libertado en nombre de los derechos 
de huma/oidiaid invocados ,por los parlamentarios fran- 
ceses, nos ofrece el ejemplo más palpitante de esa crisis 
inevitable de todos los principio^ de. autoridad divina 
en que se fundaba el absolutismo ruso. La revolución es 
una fatalidad. Por ese camino pasarán Austria y basta 
Alemania. Si Bninetiére presenciase este gran movi- 
miento de 1.a eoniciiencia humana, quedaría, asombrado 
al comprobar de qué manera, tan terrible los antiguos 



140 


ADOLFO AGGRIO 


valores universales se devoran a sí propios. La revolu- 
ción posee un sentido moral infalible. No crea ni des- 
truye, sino que renueva. Detrás del despotismo político, 
del despotismo religioso, del despotismo económico, no 
existen organizaciones preestablecidas, sino fallas mora- 
les, vicios étnicos' y pasos en falso. No se puede profun- 
dizar demasiado cuando ha de hallarse el viaeío angus- 
tioso de una raza. A veces, mudar de sistema no es otra 
cosía que cambiar de máscara. Saludemos enternecidos, a 
pesar de todo, a ese nuevo corazón que empieza a latir. 
Otros hombres, los tenaces revolucionarios 'de muchos 
años, los perseguidos de ayer, los que conocieron acaso 
el tormento atroz del presidio, están ahora al frente de 
los destinos de. Rusia. La aurora despunta débilmente 
detrás de la estepa. Esperemos tranquilos la llegada del 
día. 



CAPITULO XXX 


El cambio brusco de ciertos hombres públicos, descon- 
certadles' en medio die. los aeontecimi entes, orientados de 
pronto hacia un ideal de justicia, puede interpretarse 
como el resultado misterioso de esas grandes reacciones 
de la conciencia humana. E'l caso del presidente Wilson, 
quien, en los) comienzos de su gestión internacional, como 
vamos a verlo, demositiró un desconocimiento absoluto 
del fondo psicológico del problema europeo, y que 
luego dieta su fallo contra la autocracia prusiana, es la 
prueba más elocuente del gigantesco despertar de las 
fuerzas morales del mundo como una protesta victoriosa 
contra las violencias insensatas' del militarismo germá- 
nico. El conflicto de los Estados Unidos con Alemania 
puede descomponerse en la evolución mental del presi- 
dente Wilson y en la crisis de los valores' éticos sobre 
los cuales íeposaba el viejo concepto pacifista de la de- 
mocracia norteamericana. (1) Colocando a Wilson en 
el plano de nna alta sinceridad, y descartando, por con- 
siguiente, dentro de límites discretos y humanos, toda 
hipótesis fundada en esa simulación irremediable, a¡ la 
cual la moderna psicología política atribuye papel tan 
capital en la vida ideológica de los estadistas; apartán- 
donos de tedia sospecha de deslealtad o de interés, ajenos 
a toda reserva injuriosa, lejos de todo deseo inconfesable, 
la transformación íntima del presidente de los Estados 
Unidos, extraña e ilógica en sus comienzos, sigue um ca- 
mino opuesto al de los desenfrenos sangrientos de Ale- 
mania, y aparece luego como una fuerza coherente, dueña 


(1) Este segundo aspecto de la intervención de los Estados Unidos se encuentra 
analizado en el capítulo II del presente libro. 



142 


ADOLFO AGORIO 


de sí misma, incapaz de vacilaciones y de flaquezas. Efe 
verdad que para llegar a esta solución de equilibrio mo- 
ral, de inquebrantable energía, de suprema justicia, fué 
necesario recorrer un camino escabroso, muchas veces 
obseuro, lleno de contrasentidos y de asechanzas. Espí- 
ritu religioso, Wil&on pensó, acaso ingenuamente, que 
tedas las naciones europeas envueltas en la atroz contien- 
da, luchaban por un ideal de paz y de bondad. Profeta 
fraternal en medio de una sociedad devorada ipor odios 
feroces, Wilson parecía predicar, como Ezequiel, el ad- 
venimiento de una época de bienestar y de ensueño. 
“Convertios, apartaos de vuestras iniquidades, haceos 
un corazón nuevo y un nuevo espíritu. No me agrada 
la muerte del malo; quiero que se aparte del mal camino 
y que viva-” Todo ese lirismo bíblico que el presidiente 
de los Estados Unidos derrochó generosamente mientras 
los hombres sie destrozaban y el derecho parecía nau- 
fragar para siempre, sonó como algo anacrónico en el 
universo de las concepciones morales transformadas por 
el desastre. Veintisiete siglos* antes, Isaías predijo el fin 
de las matanzas y del odio. “El lobo viviría al lado del 
cordero; el león y la oveja comerían juntos, y un niño 
les serviría de pastor”. Lia humanidad, a pesar de todo, 
no ha cambiado. Los profetas nunca fueron más since- 
ros que en el 'momento en que se dejaron mecer por las 
fantasías de una paz eterna, pero tampoco nunca fue- 
ron tan ridículos. La inatunaleza humana, en su expre- 
sión más viva, es u.n doloroso contraste de lágrimas, de 
sangre y de rapacidad. Cuando se desencadenan todas 
las fuerzas atávicas, la lucha eS en sí misma el gran 
sentimiento creador que se organiza para un mundo des- 
conocido y que introduce nuevos valores en la moral. 
Dentro de la guerra, como dentro de la sociedad civil 
perturbada por el bamdido, no es posáble aceptar la tole- 
rancia inerte de los místicos recalcitrantes, embruteci- 
dos y deslumbrados por los fantasmas* sutiles de la me- 
tafísica. Romain Rolland se elevó tan au-dessns de la me- 
lé e, voló tan alto, que perdió de vista a los hombres y 
confundió lia, noción de las desigualdades morales. Con- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


.143 


temiplado desde arriba,, el mondo es un monstruo uni- 
forme.. De ahí .que Wilson, demasiado alejado de la rea- 
lidad humana para juzgarla, haya coimip rendido al iba, 
] a jo el noble arrebato de las pas'iones heridas por la in- 
justicia, la grandeza de la causa de Bélgica. Correspon- 
de a Francia la gloria do haber ganado esta gran bata- 
lia en la conciencia norteamericana. Los Estados Uni- 
dos no creían en el vigor moral de Francia. País de hol- 
gazanes dichosos y de sibaritas calculadores que redu- 
cían la familia a un heredero único; país sin expansión 
industrial, s’n virtudes sobrias, con todas sus energías* 
reconcentradas en ei ahorro; país que se. convertía luego 
en el instrumento de siu enemigo tradicional, liai imperia- 
lista Inglaterra, tal era el cuadro falso y absurdo que 
una lenta propaganda de difamación había presentado 
al espíritu de los Estados Unidos.. Pero los ¡hechos de- 
mostraron que Francia, sacrificándose por una idea y 
desbaratando los planes del invasor, estaba a la altura 
de ese su prodigioso pasado en que el genio es el mejor 
complemento del heroísmo. 


* 

* ❖ 

Desde los comienzos* de la guerra euroipea, la política 
intervencionista del presidente "Wilson se había carac- 
terizado por su pobreza en situaciones decisivas. No 
obstante, esa debilidad parecía explicable. El proble- 
ma universal era grave- Antes del Mame, la opinión pú- 
blica norteamericana se bailaba deslumbrada por el fan- 
tasma de la organización germánica. Nada más fácil que 
sentirse arrastrado en esos momentos por la embriaguez 
trágica de la fuerza. Alemania se presentaba ante el 
mundo como el país del método arrollador, de los espí- 
ritus lógicos y formidables, el país dueño de una má- 
quina militar, monstruosa y disciplinada, abriéndose 
camino en medio del trueno, hecha para Señalar la ruina 
de los tratados y la agonía de los débiles. Be hubiera 
dicho que la humanidad se había enloquecido bajo la 
fascinación de la. fuerza alemana. Por otra parte, el ena- 



144 


ADOLFO AGORIO 


dro se completaba maravillosamente, con las leven-días de 
la inferioridad rusia, de la decadencia francesa y del 
egoísmo británico. Francia, sobre todo, era el blanco 
elegido de la ignorancia y de la diatriba. Después del 
desastre de 1870, Francia aparecía como nin pueblo in- 
capaz de virtudes, voluble y degenerado, cubriendo su 
impotencia con un manto de sibaritismo intelectual, do 
vicios elegantes y de mortales refinamientos. Tocio lo que 
Francia posee de grande y noble se. ocultaba bajo el tor- 
bellino cosmopolita de París, desaparecía en el vértigo 
de la corrupción extranjera. Además, Alemania había 
hecho preceder sus conquistas por una filosofía despia- 
dada que justificaba d ; e antemano las violencias madu- 
radas durante la paz- El comercio alemán había casi 
desalojado a sus rivales del mercado mundial, los méto- 
dos ademanes triunfaban, la industria alemana empeza- 
ba a trastornar las leyes de la concurrencia . . . “ Quere- 
mos acuñar a la humanidad con el sello del espíritu ger- 
mánico”, es/cribía el general Bernhardi. Pero lo más 
terrible de todo es que el sueño del célebre teórico 
militar parecía imponerse sin atropellos condenables ni 
locuras sangrientas. 


* 

* * 

En este estado de la mentalidad norteamericana se 
produjo la violación del territorio belga por los ejércitos 
alemanes. Ante esa realidad cruel, inevitable, el primer 
movimiento de los Estados Unidos fué más bien de es- 
tupor que de condenación- E’l presidente Wilson parti- 
cipó en los primeros momentos del gran pánico colectivo. 
Pacifista sincero, eminente profesor de derecho, dotado 
de esé lirismo jurídico de todos los demócratas nortea- 
mericanos, Wilson no quiso comprometer a su país con 
una protesta más o menos platónica, en los instantes' 
supremos en que la Alemania todopoderosa parecía dic- 
tar su ley al planeta. Pero sin advertirlo siquiera, d 
presidente daba el primer paso en falso, cometía su pri- 
mera falla de. lógica y quebrantaba para el futuro su 
autoridad moral. Después del Mame, destruido para 



LA SOMBRA DE EUROPA 


145 


siembre el prejuicio de la invencibilidad germánica, la 
opinión pública norteamericana empezó a evolucionar 
lentamente- Aún dentro del elemento de origen alemán, 
como lo comprobó Brieux/se observaba urna visible sim- 
patía hada la causa de Francia y sus aliados. Absorbi- 
do por graves cuestiones internas, en vísperas de una 
encarnizadla lucha presidencial, • Wilson marchaba al 
rezado de esta evolución, temeroso de apresurarse de- 
masiado, escrutando severamente la conciencia del 
pueblo,. Insensible al ataque de los enemigos y a las 
sugestiones de la diplomacia, el presidente no se apar- 
tó un milímetro del camino trazado. Y su reelección 
jué la mejor prueba de su acierto. 

* 

* * 

Durante la campaña presidencial, Roosevelt acusó a 
Y i ison no sólo de no haber protestado contra la viola- 
ción de. Bélgica, sino de haber permitido que se ahoga- 
sen impunemente los 1,394 ciudadanos' norteamericain¡os 
del Lusitania. E'ti realidad, las notas declamatorias 
parecían exasperar el carácter batallador de Roosevelt. 
“Lo acuso, decía, de haber hecho llamado, con habili-- 
dad siniestra, a lo más débil y poco digno que hay den- 
tro de nosotros.. Lo a ( euso de haber cubierto con el velo 
de la retórica su miedo de defender el derecho- Lo acu- 
so de haber vendado los ojos al pueblo americano, de 
manera que ignore lo verdadero y lo fals'o”. ¿Qué fina- 
lidad perseguía Roosevelt con su terrible eatilinaria? 
En la última parte del discurso, el orador desnuda vio- 
lentamente, su pensamiento. “Si elegimos a Wilson, 
dice, el mundo sabrá opte nuestras condiciones de córa- 
le se han obscurecido y que no stonios más que una na- 
ción sórdida, capaz de aceptar todos los insultos y 
basta el asesinato de sus mujeres y de sus niños, siem- 
pre que se llene su bolsa”. En el fondo de, las declara- 
ciones de Roosevelt se notaba una mezcla íntima e in- 


10 



140 


ADOLFO AÜORIO 


separable de verdad y de interés. (1) Imposible apar- 
tar la utilidad del idealismo, establecer las legítimas 
fronteras morales entre el sentimiento universal y el 
móvil egoísta. ¿No decía -Montaigne que el que es des- 
leal hacia la verdad lo es también hacia la mentira? 

¡ Pensamiento discreto y profetice, que todavía desbor- 
da su grave escepticismo sobre el mundo ! No pedía 
(seapar a la inteligencia .jurídica de Wilson, ejercita- 
da en el orden de los problemas internacioiniales, que 
Jas sociedades viven de garantías abstractas y que la 
misma nación que abomina de un tratado, que menos- 
precia un principio de derecho, necesita renovarlo para 
existir y para engrandecerse. Wilson sabía que el ger- 
manismo había contribuido a rebajar el nivel de los 
valores morales, y que, ipor consiguiente, no era posi- 
ble fundar en Alemania el nuevo sentido de la justi- 
cia. A pes’ar de todo, las notas se sucedían a las no- 
tas... La impaciencia de los aliados, filtrándose peno- 
samente en la prensa, a través de los resquicios de la 
censura, fué substituida, después del asunto de.l Sus- 
■°fx, por una marcada hostilidad de los imperios cen- 
trales- La revista alemana Jugend, hacía, centellear 
bajo el lápiz del caricaturista la figura de un aviador 
que se dispone a atravesar el océano. “¿Qué vais a 
hacer allá ? le pregunta alguien . — A escupir en el crá- 
neo de Wilson ”, contesta, el avia dor. — El chiste tiene 
bmn poca gracia, pero resulta precioso como documen- 
to revelador de un estado de espíritu. 

* 

* * 

Otro punto incoherente ele la evolución mental de 
Wilson surge a luz en el momento en que propone, con 
ademán Casi evangélico, el cese de la matanza. Wilson 
sostiene entonces la extraña teoría de que los dos 
landos en guerra “persiguen virtualmente los misinos 
propósitos”. El calvario de Bélgica ha pasado a las 


(li El interés de Rooscvelt estaba ligado a la láctica do sn propaganda; consistía 
«n juntar votos para su candidatura, exagorando los pasos on falso del adversario* 



LA SOMBRA DE EUROPA 


147 


'sombras eternas'. Alemania y los aliados pueden llegar, 
según Wilson, a un acuerdo amistoso, desde el moniein- 
to que ambas partes ‘ ‘ desean el respeto a los tratados y 
11 protección a las nacionalidades ’ ’• Por tanto, contra- 
lla mente a lo que ocurre en todos los pleitos, ambos 
litigantes poseen la razón. Lógica infantil, es cierto, pero 
lógica al fin. Ante el pensamiento sereno, Wilson apa- 
rece entonces como la cordialidad en camisa de dormir. 
Su intervención es acaso respetable, pero frágil e ino- 
portuna. Sus movimientos son los de u/na conciencia 
turbada. Inquieto, lleno de sobresaltos, AVilson ha des- 
pertado en plena noche, ]mrseguido por los recuerdos 
trágicos de Bélgica, atormentado por los' espectros do- 
lientes del Lusitania. ¡ Ah ! ¡ La historia tiene caprichos 
abominables! Nada más ridículo que la figura de un 
campeón de la humanidad, que salta de la caima, atur- 
dido, para proponer la paz en chancletas- Pero los he- 
chos enseñan más que los libros. Wilson no vuelve sobre 
su error, sino que lo destruye. (1). La opinión norte- 
americana. se encabrita freide a la última campaña sub- 
marina de Alemania, y hasta el mismo senado, tan dis- 
creto, tan razonable, tan calculador, se decide por la 
ruptura de relaciones. WUson se convierte entonces en 
un instrumento frío de la upindón pública-, en el repre- 
sentante de la voluntad deliberada del país. ¿Qué hacer 
frente a ese poderoso sistema de fuerzas morales creado 
por les miamos acontecimientos'? Es verdad que Wilson 
no tiene derecho a disgustarse por la nota argentina ni 
por ninguna de las notas dirigidas a Alemania, por los 
demás gobiernos sudamericanos'. Pueblos los nuestros 
cuyas simpatías por la causa de Francia son profundas, 
sus' relaciones con el conflicto europeo resultan perfec- 
tamente lógicas. La opinión pública es una fuerza disci- 
plinada, una armonía soberana, una energía coherente. 
Representar un matiz de la opinión no es Ínter- 


(1) Quien baya leído el discurso pronunciado por Wilson el día de la Bandera 
(junio de 1017), formidable acusación contra ol imperialismo germánico, observará 
aán más el abismo que lo separa de las viejas ideas. 



148 


ADOLFO AGORIO 


pretarla.. De ahí que el presidente, Wilsou haya 
vacilado antes de llegar a ¡ulna combinación decisiva 
de todos esos movimientos íntimos ? ensombrecidos acaso 
por los apetitos del interés o por las voluptuosidades del 
éxito fácil. La neutralidad debe dejar una puerta abier- 
ta hacía la morad, si no Se quiere morir por asfixia. ¡Y 
pensar que este viento de renovación ha soplado después 
del Mame ! ¡ Pensar que sin un relámpago del genio 
francés todo hubiera acabado! Bajo la bóveda infinita,, 
que contempla la matanza más espantosa que han visto 
los siglos', la nación que el mundo creyó degenerada se 
levanta como tocada por el milagro, resiste toda, vía y 
sigue sembrando -al azar sus laureles eternos. . . 



CAPITULO XXXI 


E’l gigamitesíeo edificio de la cultura moderna descansa 
sobre el triángulo milagroso de la organización anglo- 
latiria. Inglaterra da la sobria tradición de la libertad; 
Francia nos trae el arrebato desbordante, el perfeccio- 
namiento a costa de sacrificio, de sangre y de genio; 
Italia da la belleza moral, la armonía interior, el arte 
que transforma los espíritus y que cnfia las líneas eter- 
nas. Si se suprimiese lo que Italia ha llevado a la obra 
total de la civilización, la vida inquieta de la inteligen- 
cia no merecería la pena de vivirse.. Fué el renacimiento 
de las formas antiguas, el resplandor del viejo helenismo 
desaparecido, la resurrección de un pensamiento que 
se juzgaba, definitivamente enterrado, lo que orientó las 
ideas de Europa e hizo de la cultura universal una fuer- 
za coherente. Los siglos XV y XVI, que sintieron las 
palpitaciones de esta grandiosa renovación, pertenecen 
a Italia. Toda la arquitectura idealista de nuestro tiem- 
po posee necesariamente su base en las capas* más pro- 
fund'as del renacimiento italiano. Y aún cuando la Re- 
volución francesa., trescientos años más* tarde, llevase 
la inquietud de sai ideal y las erispacioinies de su genio 
hasta el fondo de la. conciencia humana, fné el viejo 
orden jurídico transformado, cuyo germen hallamos en 
los maestros italianos del siglo XVI, el que dió al mun- 
do un muevo sentido de la justicia- MaquiaVelo, en me- 
dio de sofismas brumosas, adivina la esencia íntima del 
derecho que triunfaría después en Europa a expensas de 
la más sangrienta y fecunda revolución que han visto 
las centurias. A Ibérico Gentile (I) funda, el principio 

(1) Albérico Gentile nació rn 1551. Habiendo estudiado derecho en Perusn. fué 
magistrado en Ascoli. Pero sus ideas protestantes le obligaron a buscar refugio en 
la l ; bre Inglaterra. La reina Isabel le dió una cátedra en Oxford, que Gentile des- 
empeñó durante más de veinte años. Su ob'-a fundamental, De Jure Belli , obtuvo 
gran resonancia. Albérieo Gentile es considerado, juntamente con Grotius, fundador 
del derecho internacional moderno. 



150 


ADOLFO AGOBIO 


inviolable de liáis nacionalidades, sueño generoso, tantas 
veces resucitado v escarnecido, que guió el heroísmo de 
los revolucionarios' franceses y por el cual se lucha to- 
davía. Fabiain de Giocchis, sutil jurisconsulto del Rena- 
cimiento, que estudia la organización de la familia, que 
se mueve y crea en la Roma fastuosa de Julio II, ese 
anciano violento que se estremece ante los artistas, que 
humilla a los príncipes, y que golpea con su báculo a 
los cardenales. Aquella Italia con movida, desgarrada por 
convulsiones formidables, posee la trágica grandiosidad 
del volcán. Nada se ha perdido, sin embargo, detrás de 
ese cortinado de fuego. Italia sabe aprovechar las lla- 
mas que la devoran vertiginosamente, forjando con ellas 
el misterio de sai perpetuidad en el planeta, ideales eter- 
nos y conquistáis ásperas, lo que sobrevive y lo que mue- 
re, el oro y el hierro de una nueva civilización. El 
Renacimiento agota a su creador después que el mundo 
se siente invadir por Italia y despierta bajo el latigazo 
de su genio. 


* 

* * 

En la actualidad el viaje cíe Clementel a Italia contri- 
buyó poderosamente a hacer más íntima entre los dos 
grandes pueblos latinos la colaboración material para 
la victoria. Desde ©1 punto die vista mortal, la armonía 
entre italianos y franceses se consolidó definitivamente 
durante la visita de Briand a Roma, y la de, Ciadioma a 
París}- Los militares franceses que acompañaron a Briiamd 
hasta el frente italiano, entre los cuales sie hallaba el 
general Pellé, manifestaron su admiración por la labor 
gigantesca realizada en medio de las moinitañas por las 
tropas de Italia. El general Cadorna recorrió más tar- 
des las líneas de Verdón.; sus predicciones sobre la re- 
sistencia. victoriosa de la ciudad, Sus juicios sobre el 
heroísmo de los soldados franceses y la ciencia admira- 
ble, de los oficiales', contribuyeron a reconfortar el espí- 
ritu público en un instante que se juzgaba crítico y di- 
fícil. 01 hecho de haber formado parte en dos grupos 
antagónicos de potencias, había creado entre Francia e 



LA SOMBRA DE EUROPA 


151 


Jtailia una frontera de desconfianza y de malestar. Pero 
los pueblos' se ignoran y se desconocen lialsta el momento 
en ({ue empiezan a aunarse. Esos recelos poseían más; de 
escrúpulos diplomáticos que < de. sentimientos positivos. 
A pesar de las alianzas internacionales, no obstante los 
compromisos' de cancillería, el observador podía distin- 
guir en el fondo de los acontecimientos más obscuros, 
más imprecisos, más difusos, una viva simpatía recíproca, 
una tendencia a compenetrarse, a convivir en un mismo 
plano de solidaridad. Ya, en 1905, después de.l golpe tea- 
tral de Tánger, cuando el emperador alemán estuvo a 
punto de provocar una guerra con Francia, la, diploma- 
cia italiana apoyó enérgicamente la eaustai de. la justi- 
cia, defraudando las esperanzas imperialistas de los mo- 
narcas centrales. Fué el marqués Yiseonti VemoSta, per- 
dido hoy para Italia y para la humanidad, quien, con 
su penetrante inteligencia y su fino tacto, le ahorró en- 
tonces al continente el espectáculo sangriento que hoy 
presenciamos. En 1911, después de Agadir, nuevo desa- 
fío de Alemania que pmsb en peligro la tranquilidad 
de Europa, la prensa italiana inició una activa campaña 
en defensa de Francia, que contribuyó profundamente 
a orientar la conciencia universal en aquel momento 
difícil en que todo se creía perdido- Durante dos veces 
consecutivas, en 1 91 2 y en 1913, Italia desbarató los 
planes de Austria y detuvo la agresión de Serbia. Fué 
necesario el pretexto providencial de. Sarajevo para 
desencadenar la guerra. Ya el 14 de julio de 1914, ulna 
semana antes de que Austria enviaste a la pequeña, na- 
ción balcánica la nota humillante que originó el con- 
flicto, el embajador de Alemania en Consta ntinopla, 
harón de Wangeniheim, manifestaba al marqués Garroni, 
representante italiano, las intenciones condenables de la 
monarquía atusburga, lo que h'izo suponer un acuerdo 
íntimo entre los dos imperios del centro. Bastó luego que 
desfilase ante los ojos de la Ttalia neutral la visión de la 
Francia atacada, de lai Bélgica sorprendida en pleno 
trabajo, para que se invocase la vieja fraternidaid de 
Masrenta y de Solferino, en que las armas franeesias e 



152 


ADOLFO AGOBIO 


italianas lucharon juntas por la afirmación del derecho 
y por el advenimiento de las nacionalidades despeda- 
zadas. 


* * 

Desde los tiempos de Francisco I, el rey caballeresco 
y voluptuoso, llevado a Italia por los goces estéticos del 
Renacimiento, fascinado por la riqueza inagotable, atraí- 
do por la cultura deslumbrante, en la hora suave y trá- 
gica evocada por E'mile Grebhairt, en el crepúsculo lleno 
de voces solemnes y poblado de ruidos de campanas, 
cuando los mármoles de Florencia se bañaban en el 
arrebol de. la sialnigre ; desde los tiempos sombríos ele Luis 
XI y de Carlos VIII, las cortes de Francia empiezan 
a llenarse de artistas' geniales, de aristócratas intrigan- 
tes y espadachines, de cardenales sutiles y enérgicos. 
Vemos a Concini, el marqués de Amere, favorito de Alaría 
de Médiois, gentilhombre florentino, contaminado con 
todos los vicios, embriagado con todos los apetitos, cuya 
vida de aventurero traza uno de los capítulos más' dra- 
máticos de la historia de Francia. Vemos a Mateo Ban- 
dello, el ironista inimitable, licencioso y frívolo, que es- 
cribe desde su obispado de Agen. Vemos a Leonardo 
de Vinci, el artista supremo, que muere en Amboise, 
recogido en el silencio del castillo de Clon, en medio de 
sus fórmulas matemáticas?, de sus pinceles dominado- 
res, de sus abstracciones formidables. Vemos a Mazarino, 
el cardenal, el estadista, el soldado ; Mazarino el protec- 
tor de las ciencias, imano de hierro, cerebro lleno de per- 
versidad y de genio, que cubre un siglo entero ccp su 
nombre- Los recuerdos se amontonan y huyen. Las per- 
sonalidades' desfilan como sombras en un lienzo blanco. 
Bajo Luis XVI surge. Cagliostro, el Cagliostro enigmá- 
tico, complicado en el proceso del collar, el Cagliostro 
lleno de verbosidad y de misterio, que no se sabe de 
dónde viene y hacia dónde va. que entra una tarde por 
Estrasburgo, como un príncipe oriental, cargado de dia- 
mantes, y que luego desaparece en el silencio. Luego nace 



LA SOMBRA DE EUROPA 


153 


Napoleón, de origen florentino, el César corso, el “Buona- 
parte ! ’ condenado por Chateaubriand. ¡Sus interjecciones 
italianas chocan iai los alumnos de la escuela militar, su 
francés penoso hace sonreír. Pero Napoleón se apodera del 
alma de Italia y realiza la conquista más difícil a que pue- 
de aspirar un guerrero. líe allí su gran sentido psicológi- 
co. Los' alemanes dominan a Bélgica, pero el lalma de la 
nación no les pertenece. Al lado de Napoleón brilla el 
piamontés Saint-Marsan, jurisconsulto ilustre, “italiano 
por instinto, aunque francés por lasj ideas”, según la 
expresión de Lamartine ; se destaca el napolitano Filan- 
geri, que se inicia matando en duelo a varios oficiales; 
general de raro heroísmo, “cabeza de Vesubio”, como 
le llama el vencedor de Friedlalad, y que. después de una 
larga vida de sacrificio muere de frío en la angustiosa 
retirada de Rusia- Napoleón enloquece a la muchedum- 
bre. Vence a los aiistriacos, los empuja del otro lado de 
las montañas y pasea sus legioues triunfantes. Conoce 
todos los dialectos de Italia y los maneja hábilmente en 
el minuto crítico. Mientras Vicenzo Monti. canta en ver- 
sos sonoros las' glorias del guerrero, el pueblo en masa 
marcha a engrosar las filas de los ejércitos. Destronado 
Bcnaparte, vuelven las épocas de frialdad. La Restau- 
ración, fruto raquítico del Congreso de Viena de 1815. 
se convierte en cómplice de Mettemich, lo que equiva- 
lía a declararse verdugo de Italia. “Los pueblos que 
llevan en sí mismos los sufrimientos de una larga y glo- 
riosa historia, poseen pro-fundas fuentes? de idealismo 
que brotan y desbordan en las grandes crisis”. Esta mis- 
ma frase de Brianid sobre el pueblo italiano, puede apli- 
carse también a la nación francesa, ai la cual la democra- 
cia eligió para esterilizar, con sus revoluciones de 1830 y 
1848, la semilla tiránica esparcida por el Congreso de 
Viena. De ahí que Mazzrni volviese a encontrar en 
Francia las viejas emociones olVidadias, la vieja frater- 
nidad que se creíai deshecha. Desde ese día, los factores 
morales se mantienen inalterables. “Hemos sentido vi- 
brar en el alma del pueblo de Roma, dice León, Bour- 
geois, el alma del pueblo italiano entero.” Y Bríand 
«greca que los italianos no son sólo hombres extrema- 



154 


ADOLFO AGORIO 


(lamente finios,' y penetrantes, sino “des gcns de coeur, 
profondément patrióles, a'vec des sentiments intimes 
aussi résolus qu’ardents •” Como s'e ve, esta alianza 
posee u)ni valor psicológico superior a las utilidades prác- 
ticiaisJ de la hora presente. Los intereses se transforman, 
se dividen, se modifican. Sólo las fuerzas morales persis- 
ten sobre la vida, sólo ellas gobiernan la intimidad de la 
historia y señalan rumbos definitivos al espíritu hu- 
mano. 


❖ * 

“Creo conocer su alma” ; exclamaba aquel rey fran- 
cés enamorado de ltaliía., aquel Francesco I, sutil y ga- 
lante, “sensual hasta la punta de las uñas”, que bebió 
en la copa cinceladla, del Renacimiento la embriaguez 
lírica de una raza inmortal. Su italianismo era arreba- 
tado y violento. E'n él ardían todas? las durezas de la 
guerra y todas las pasiones del medioevo,. Un día con- 
quista para su Francia el espíritu universal y complejo 
de Leonardo de Yinci. Otro día estrecha, en G-évaova la 
mano ruda de Andrea Doria, el audaz navegante, y 
arrastra consigo la sabiduría humanista de Gñustiniani. 
Francisco I amaba a Italia- Por eso, sabía robarle sus 
gnajnldes hombres, lo mejor de su alma. Pero entonces, 
en el paroxismo de su fiebre latina, Italia derramaba 
sobre Europa el exceso de su vitalidad prodigiosa. Des- 
de Keggio hasta Udine, todlai ella era un vasto cielo es- 
trellado donde relampagueaba el genio de sus artistas 
y la espada de saos condottieri. Era la Italia de los 
papas magníficos, de los guerreros enriquecidos', la Italia 
de los cardenales incestuosos y de los banquetes* sober- 
bios, donde la muerte se sorbía con el vino y donde el 
veneno circulaba con la sangre. Era, la Italia de los poe- 
tas' atormentados y de. los novellini crueles y obscenos, 
la Italia que tenía todos los vicios y todas las virtudes, 
sutil como una burla de Mateo Bandello, delicada como 
un cueuito de Güovanni Fiorentino, melancólica como 
los sueños de Petrarca, radiante en Agnuolo de Firen- 
zuola, agria y fuerte en Boecacio. Su espíritu se impo- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


155 


nía por su proipia fuerza creadora, triunfaba por 
su propia bondad. Pero no fue sólo Francisco I 
quien comí prendió en Francia los secretos del alma ita- 
liana, quien apuró hasta las heces el cáliz de una reve- 
lación jamás igualada- En el transcurso de los siglos, 
aparecieron nuevos devotos, surgieron nuevos inicia- 
dos. Frente a las aguas azules de Capri, bajo la bóveda 
que. cubre con un mi&'mo manto suntuoso a Sorrento y 
a Castellaamare, Lamartine nos evoca toda la emoción 
de los grandes siglos desaparecidos- En su gabinete, 
poblado de fantasmas gloriosos, Paul de Saint-Yíctor 
hace brotar con su varita de mago, da. vida con su 
pluma llena de recuerdos a una sociedad en ebullición, 
a un mundo afiebrado por artistas y héroes. Y Enfile 
Gebhart, sabio y psicólogo, historiador y erudito, des- 
pués de. pasearnos con su palabra reposada por las 
praderas' del Po, después de bañarnos, como en un 
bautismo, con las lágrimas eternas del Arno, nos pre- 
senta la. filosofía descarnada de aquella Italia de, le- 
yenda. IToy es también un francés', el suave y pene- 
trante Georges Prade., el que nos describe las palpita- 
ciones de la nueva raza. Con una mano maestra que 
envidiaría aquel maravilloso Benvenuto que esculpía 
grandezas en miniatura, que amomitonialba tahito dolor 
y tanta ternura en un pequeño botón de capa pluvial, 
Georges Prade nos ha trazado en pocas líneas, la con- 
ciencia de la moderna Italia. “La historia, implaca- 
ble, escribe, ha venido a confirmar, día por día, los 
pronósticos de los italianos esclarecidos. Ahí están 
Mussolini, figura ardiente de león, popular y toman te; 
Pontremoli, de rostro fino y ojos profundos; Bolla, 
grave patricio de Venecáa; Ntaldi, joven y astuto, di- 
plomático fino y diestro. Abí están Maffi, Morello, Cop- 
pollo, crispinianos fieles a la doctrina del maestro, al 
sueño de la grato Italia que ellos realizarán imperio- 
samente, con ardor, contra quienes los han engañado. 
Ahí están Quilici, registrador precioso de estados de 
alma, psicólogo que nos ha hecho comprender al rey 
trabajador, modesto y patriota ; y Balandra, elocuente 



156 


ADOLFO AGORIO 


y sutil; y Sonmino, el taciturno, el hombre de gran ea- 
ráeter ; y el misterioso Giolitti, el hombre con másca- 
ra ...” He ahí el alma de Italia pintada en sus hom- 
bres. “País maravilloso, agrega Georges Prade, donde 
hierve, ardiente, el pensamiento que mañana se desen- 
cadenará en imperiosa, energía”. Ahora la guerra aúlla 
a los flancos de la gran hermana latina. En estos 
minutos supremos donde se juegan sus destinos, Italia 
Ira volcado sobre el infinito el torréate de, su alma mi- 
lenaria. Nada teme, nada la asusta. Ha bebido en un 
espasmo las frases' soberanas de, Gtalbrpel dbAnnunzio, 
el digno heredero de los poetas que deslumbraron 
bajo el cetro de oro de los Médicas y la corona adia- 
mantada de los* Sforza. Italia Ira marchado a la voz de su 
nuevo profeta,. “Giá da tutte le ¡enditare, giá da tutti 
i fo-rarni biancheggia e rosseggia Vardore. Giá il me- 
tallo si comincia a muovere. II fuoco cresce, e non 
basta. La ¡orza della fiamma piú e piú cresce , e non 
basta . Chiede d’esscr natrita^ tutto chiediO, tutto, 
vuole”- ¡Ah! las llamas que viborean en el cielo cu- 
bierto con reflejos de Sangre, la carine humana que se 
mueve como el metal en fusión! ¡Ah! las chispas mor- 
tales que salen de las entrañas abrasadas! del mons- 
truo, y que buscan, en su delirio, el contacto con car- 
nes jóvenes y con cerebros recién abiertos! a la luz! 
Bajo el rayo de esa cópula infame, la vida se desgrana 
como las ilusiones. Las llamas' crecen al azote del vérti- 
go. Pero la fragua no se quema a sí misma. El abismo 
rojo necesita ser alimentado. La pira se enardece, 
grita su hambre a la inmensidad, tiende al vacío un tor- 
bellino de cenizas frías y de tentáculos voraces. A ese 
infierno que ruge como una maldición, Italia ha entre- 
gado lo más querido de s'us sueños, todo e,l tesoro de su 
juventud. Desde el tiempo de la Roma coinquistadora, 
faro . dé los siglos, arden sobre la. cima del Capitolio los 
altares del sacrificio. Un polvo piadoso ha puesto sobre 
los mármoles tallados una pátina de elocuencia discreta i, 
de belleza austera. El alma latina se presenta heladla 
bajo las i no erti dura breS de la meditación- Pero una luz 



LA SOMBRA DE EUROPA 


157 


amiga, desde lejos, guía a Italia a través del fuego, 
la arrastra sobre la tristeza muda de las edades. En su 
siileoc'.o reflexivo, en su parpadeo solitario, parece seña- 
l-irse el sendero de la victoria y anunciarle los encantos 
de su gran porvenir. 


En Solferino, ante una carga cen/telleamite de los pia- 
monteses, el general Le Blanc se sintió conmovido. Aque- 
llas eran las mismas tropas radas y heroicas que habían 
combatido en Crimea, los mismos soldados de, La Mar- 
inera que detuvieron en Sebastopol la cólera eslava y 
que ahora rompían a bayonetazos las filas austríacas. Eli 
viejo guerrero se empinó sobre los estribes. Como cuatro 
años antes, cuando stentía detrás de sí el ruido nervioso 
de las espuelas de sus saboyanos, Le Blanc pudo haber 
exclamado can una sonrisa : “Mis soldados tiemblan, 
pero no de miedo."’ Y mientras los regimientos enemi- 
gos se derrumbaban en aquella tarde luminosa de Solfe- 
rino, el general francés abarcaba toda la llanura llena 
de sel, estremecida por las notas del clarín y el estruen- 
do de los escuadrones, la llanura vibrante todavía bajo 
el aletazo de la victoria. Le Blanc describió en las legio- 
nes del Piamonte el empuje formidable de Italia, y sus 
ojos' fríos, acostumbrados a tantos horrores, se cubrieron 
de lágrimas. 

— ¡Ah! murmuró, e.l día en que los italianos terminen 
lo que han empezado! Eso será terrible- 

Las campañas comenzadas con la resurrección nacio- 
nal de 1848, se sucedieron sin descanso. El ciclón revo- 
lucionario barre la Lombardía, el Véneto, las dos Sici- 
lias. La oleada libertadora crea una Italia nueva, desco- 
nocida., dueña de sus destinos, que extiende su puño 
sobre el Mediterráneo y que amenaza el naciente equi- 
librio de Europa. Las grandes potencias se espantan. El 
mismo Napoleón III se empeña en garantir la autoridad 
temporal de Pío IX. Olvidando la escuela política de 
su tío, quiso hacer de Roma el dominio terrenal de los 



158 


ADOLFO AGORIO 


papas. Iva sombra del corso implacable que manoseó a 
Pío Vil y permitió que Talleyraimd lo ultrajase en sus 
epístolas? desenfadadas y profundas, debe haber dibu- 
jado el enigma de su sonrisa frente a tan descabellada 
empresa. Pero la insensatez tiene su lógica extraña; sus 
razonamientos se desarticulan como los huesos' de la 
dainzia macabra, que buscan su armonía sin tocarse. Ita- 
lia vigila en silencio las' maniobras del interés y de la 
locura- Sabe aprovechar el triunfo de Prusia sobre 
Austria. También le reportará ventajas la derrota del 
segundo imperio napoleónico. Para la causa de la li- 
bertad italiana, Sedán tiene tanto significado como Sa- 
dowa. Esto no quiere decir que Prusra Se. haya erguido 
alguna vez como defensor de los derechos de Italia. “No 
somos tan olvidadizos, escribe el príncipe, Kropofkine, 
para no recordar la intimidad que existía entre Alejan- 
dro II y Guillermo I, el odio común que sentía por la 
Francia a causai de sus esfuerzos para libertar a Italia, 
y su oposición a los italianos, cuando en 1860 arroja- 
ron a los dominadores austríacos de Florencia, Parma 
y Módena.” Una de las condenables debilidades de Na- 
poleón III, fue el derrochar sus fuerzas militares para 
apoyar los apetitos de la teocracia. Su sinceridad era 
vacilante y pálida. Más bien que la causa del papado, 
pairecía interesarle el brillo fugaz de las armas impe- 
riales*, las teatralidades de un Lamoriciére, que luchaba 
por su ideal vacío, por una gloria cuya intimidad no 
había comprendido- Así es que, cuando ein la mañana 
del 20 de Septiembre de 1870, el cañón de Italia empezó 
a tronar sobre Roma, cuando el torbellino de la fusile- 
ría era más ardiente, cuando las tropas de Niño Bixio 
se desbordaron sobre la Porta Pía, cuando los defenso- 
res empezaron a fliaquear por todas partes, el sueño de 
Kienzi tomó cuerpo en su propia realidad secular. Los 
muros de la ciudad eterna, que habían asistido en el 
siglo XVI al renacimiento de la idea de Roma como 
centro de los Estados italianos confederados, vieron 
desfilar de nuevo el espectro papal, slu fuerza moral di- 
suelta, su imperio terreno aniquilado, sus nervios ro- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


159 


tos . . . El general Kanzler, militar que dirigía la defen- 
sa, se. vió obligado a rendiirSe. Al atardecer, sobre la 
blanca carretera de villa Albani, seguido del capitán 
Maistre, el general ,se dirigía, al encuentro de Rafael 
Cadorna para tratar las condiciones de la capitulación- 
Cuando el sol se puso, ya Roma pertenecía a 1a. huma- 
nidad. Su historia fue salpicada con el sacrificio:. La 
sangre, anegando las praderas del Lacio, dio sus frutos 
soberbios. Entretanto, en Francia el imperio se derrum- 
baba, surgía la república, y la espada nunca cansada 
de amenazar los privilegios pontificales, la espada ya 
victoriosa en Oasfelfidardo, ya vencida en Aspromonte 
y en Mentana, pero jamás deshonrada, con la humilla- 
ción, se ofrecía a la hermana latina para agregar a las 
jornadas de la democracia los laureles de Cbatillon-sur- 
Saone y de Dijón. El genio libertador de Garibaldi 
tenía su entraña atrozmente sincera, su dinamismo rudo 
y coherente- Al chocar en las .postrimerías' de la unidad 
contra kis fuerzas francesas de Ballv y de Lamorieiére, 
el cruzado de los Mil asestaba sus* golpes a las miserias 
del segundo imperio, a la sociedad caduca y corrompida 
que la pluma prodigiosa de Zola nos retrata con amar- 
gura, hace revivir en ese monumento gigantesco de los* 
Rougon-Macquart. Sería' absurdo suponer que la rein- 
tegración de Ro-ma a la vida internacional, pueda he- 
rir los sentimientos' católicos. El 20 de Septiembre no 
resuelve una cuestión religiosa, sino un problema .moral, 
un problema con raíces históricas. Rafael Cadorna era 
católico, lo es su hijo, el generalísimo de los ejércitos de 
Italia, y lo son sus nietos, muchos de ellos dedicados al 
servicio dogmático de Dios. Más que el recuerdo de su 
grandeza desvanecida, Roma era el patrimonio de una 
raza, la madre de una cultura universal, el atributo vi- 
viente d'e una maravillosa civilización jurídica que to- 
davía mantiene su influencia en el mundo. Ni una sola 
gota de la Savia intelectual de Roma pudo convertirse 
en conizas, en el juguete miserable de la casta, en e.l ins- 
trumento de una secta anticristiana y teocrática, Cuam 
do la campana de.l Capitolio vibró a impulsos del deli- 
rio popnlar. para anunciar a la Europa, conmovida y 



160 


ADOLFO AGORIO 


atónita, que Italia defendería con su fuerza la causa 
de la justicia Iraní aína amenazada, un estremecimiento 
supremo hizo palpitar de emoción a las razas herederas 
de Roma, que vieron en ese apostolado de energía tran- 
quila, el genio que transforma las almas, el espíritu re- 
novador de latí fuentes agotadas de nuestro pensamiento 
y de nuestra idealidad. Hoy todos combaten por el mis- 
mo sueño latino- No importa que, detrás de cada solda- 
do, se esconda un visionario heroico; no importa que, 
debajo de cada uniforme, aparezca la blusa roja del 
ácrata o el hábito sombrío del jesuíta]. Todais las bayo- 
netas se parecen, han sido forjadas en el mismo acero, 
y todas escriben con sangre la misma historia sin 
ejemplo . . . 


* 

* * 

“He ahí la verde Escocia y la morena Italia... El 
universo nos pertenece”. (1) En sus verbos inmortales, 
Alfredo de Musset buscaba la emoción del color, el reino 
de la melancolía y del ensueño. El poeta flotaba sobre la 
Grecia llena de formas supremas, sobre la Italia clara 
y profunda, para -luego hundirse en la bruma misterio- 
sa del norte. Su pensamiento se recogía en Escocia y 
soñaba en Italia.. Bajo el cielo azul, junto a las costas/ 
de mármol, entre el polvo de oro que se quema en el sol, 
arrullado per una brisia tibia, mecido* por el encanto 
eterno del Mediterráneo, Alfredo de Musset no podía 
evo-car el nombre, de Italia s’n asociarlo al dolor de su 
alma. Italia atrae como un paisaje de tragedia, de paz, 
de contemplación. “Italia, escribe Maeterlinek, es la 
tierra de la justicia y la cuma del derecho, que no es 
más que la justicia que tiene conciencia de sí misma”. 
La justicia es equilibrio, belleza, serenidad- El arte es 
una forma de la justicia, porque refleja el ideal de 
nuestra perfección interior. Tierra de artistas* formida- 
bles y de doctrinarios sutiles, Italia pone la armonía ju- 

(1) l’univers est h nous. 

Voici la rerte Ecosse et la bruñe Italie 



LA SOMBRA DE EUROPA 1(51 

rídica sobre el .pedestal de las estatuas). Lamartine mo- 
dela allí .su Rafael saaitiLmenibal, Goethe descubre afectos 
ignorados, y Momimsem, el historiador de Roma., esc 
Mommsem que, a pesar de ser un enamorado de la fuer- 
za bruta, vale más para la gloria de Alemania que 
todos los Hohenzollern reunidos, reconstruye la obra 
maravillosa de la latinidad. Hasta el mismo Shakespea- 
re plasma sobre el Novellino la huella de su genio. Se 
diría que Italia es un culto soberano del hombre, una 
religión de los grandes espíritus. Mientras Italia era 
disputada durante siglos por españoles y franceses, des- 
garrada en luchas atroces, empurpurada por mares de 
sangre, la raza se erguía victoriosa en medio de su arte, 
como la Grecia mártir, atada al carro triunfante de 
Roma. Era entonces, en esas) centurias de amargura y 
de renacimiento, cuando Garcilaso introducía en España 
la métrica italiana, cuando Carlos V salpicaba su corte 
de ñámenteos ceremoniosos y de alemanes* rígidos con 
algún gentilhombre del mediodía, travieso y risueño, 
penetrante, y flexible, gota de ácido chorreando sobre 
el hierro implacable de los conquistadores. Era entonces 
cuando Don Francisco de QueVedo cruzaba su acero y 
su sátira con los humanistas del Renacimiento, cuando 
Cervantes sentía, la influencia del verso caballeresco de 
Ariosto, y cuando Leonardo de Vinci, en el castillo soli- 
tario de Amboise, extendía hacia el lienzo las manos 
prodigiosas que crearon a Monna Lisa, manos solemnes, 
flores* místicas, suaves como bendiciones y discretas como 
plegarias... Conviene advertir que ningún país ha vi ; 
vido ni comprendido como Italia el ladina universal de 
Don Quijote. Nacido en la España casi crepuscular, en 
“la férrea y lógica España” de Verlcrne, el ingenioso 
hidalgo desbordó sobre el planeta uu profundo ideal, el 
ideal atormentado por el ridículo, grandioso a¡ pesar del 
sentido común que le pone una barrera abominable, y de 
la canalla que desgrana sus burlas groseras- ¿Qué son 
O'berdan y Cesare Battisti sino Quijotes sublimes 1 ? Que- 
brar una lanza contra los molinos de viento es para el 


11 



1(52 


ADOLFO AGOBIO 


vulgo un espectáculo grotesco y vacío. Pero baste saber 
que Don Quijote luchaba, no contra máquinas, sino con- 
tra gigantes, astutos' y follones, enemigos del bien y de 
la justicia. No importa que, para muchas' gentes, la bar- 
barie sea también uin molino de viento que voltea en la 
inmensidad sus aspas inofensivas. Siempre habrá Qui- 
jotes capaces de chocar contra lo imposible y de hacer 
de la vida una quimera y un martirio. 

*'* 

DI amor de Italia no está hecho sólo del culto de los 
grandes hombres de Inglaterra, de Alemania y de Es- 
paña. Da historia de esa Italia, inquieta y magnífica, 
de los siglos XVI y XVII, nos ha sido trasmitida por 
las mejores plumas de Francia. Bendiciones de piedad, 
dudas dramáticas, secretos ardientes, polvo de recuer- 
dos, todo lia brotado a la luz serena del arte. Ahí pasa 
Taine, atraído por las telas célebres, deslumbrado por 
las cariátides sagradas. Sus libros so® un torbellino de 
sensaciones y de ideas. Taine e f clia en Italia la base de su. 
doctrina estética y funda una filosofía de la belleza. He 
ahí a Gautier, que hace vivir bajo su pluma de colorista 
el encanto de los suntuosos palacios y el misterio de las 
viejas arquitecturas. He allí a Georges Sand, amante y 
creadora, febril y tierna, que nos trasmite la suave emo- 
ción de una VenCcia nocturna, con sus canales silencio- 
sos y con un Campa, nále desierto. He ahí a Stendhal, 
funcionario y psicólogo, explorador de almas. La ironía 
del artista viborea como una vena pálida sobre el músculo 
de la prosa ruda y admirable del pensador, prosa palpi- 
tante, prosa mágica, que descubre la grandeza de los 
espíritus y 1a. falla de los corazones. He ahí a Emile 
Gebhart. cuya obra es una resurrección y una epopeya, 
fuente de chisporroteos geniales*. cuadro fantástico, don- 
de las formas desaparecidas triunfan sobre los senti- 
mientos modernos. He abí a Paul de Saint- Víctor, he 
ahí al estilista puro, a,l escritor vigoroso cuyas frases 
parecen fragmentos de un friso antiguo. ¡Ah! Cuando 
el incomparable maestro nos' evoca la Florencia de Boe- 



LA SOMBRA DE EUROPA l(j3 

caeio, la Florencia cercada por la peste, uno cree soñar 
a la vez con visiones de. infierno y de égloga- De un, 
lado, los cadáveres que se amontonan, el aire impregna- 
do de venenos y de perfumes, el canto lúgubre de los* 
enterradores, el sonido funerario de las campanas. . . De 
otro lado, los campos dorados, los' naranjos em flor y un 
grupo de bellas mujeres relatando aventuras galajdes, 
cuentos de maridbs burlados, escenas licenciosas donde 
el amor y el vicio no logran confundirse con las triste- 
zas de la enfermedad y de la muerte. Es que, en medio 
de la sombra, Italia elabora su nuevo destino y hace 
brillar el relámpago de su optimismo y de su genio. 
Nada es capaz de detenerla. Al- borde de la muerte,, Ita- 
lia presiente las rosas místicas del arte y de la piedad. 
La vida corre, dichosa de sí misma, como en una -pági- 
na del Dccamerón, entre perfumes y maldiciones, ape- 
nas atormentada, por el misterio de las tinieblas. Y mien- 
tras la peste aniquila a los hombresi, mi-cintras la fatali- 
dad empieza a segar en medio de la humana impoten- 
cia, los bronces cantan desde las altas torres) con vibra- 
ciones donde no se adivina la desesperación, y la vida 
diaria no pierde Su melancolía risueña, su amargo e 
ingrato sarcasmo. Y mientras la sociedad se descompone, 
invadida por una llaga monstruosa, mientras los talleres 
se iluminan con la fascinación de las obras maestras* y 
resplandecen en una llamarada: de prodigio; mientras 
Europa apenas ha sacudido todavía el enervamiento de 
Su gran noche medioeval, Italia se cubre con el manto 
regio de la civilización antigua y sonríe bajo su cielo 
azul . . . 



CAPITULO XXXII 


Siempre que se lia hablado de Maquiavelo, el espíritu 
ha trabado de apartar deliberadamente la alta morali- 
dad de sus doctrinas- Se ha querido ver en las! páginas 
de El Príncipe la política fuerte y desleal, la mano pér- 
fida que envenena todo lo que toca, el jugo sutil que se 
filtra eiru la conciencia y que corrompe el alma. No obs- 
tante, el satanismo de Maquiavelo es su misma bondad. 
Los medios diabólicos son su fuerza. Maquiaivelo es el 
fantasma que se ríe de la muerte, pero que cree en la 
justicia. Desafiando la sangre, sobreponiéndose a la tris- 
teza, burlando al dolor, síabe subordinar su lógica fría 
a un ideal supremo. El fin justifica los medios. Bien 
valía la unidad de Italia, esa» gran idea secular recogi- 
da en Dante, toda su técnica atroz y llena de. fiebre. Bien 
valía la quimera de una nueva raza todo ese vértigo de 
sutilezas penetrantes, ese. torbellino de cuadros amar- 
gos y de visiones entristecidas em su soledad. Trescien- 
tos' años antes que Cavour, que Mazzind, que Garibaldá, 
cuando la península se desgarraba a sí misima en una 
tempestad de locuras trágicas, Maquiavelo fue el profe- 
ta de la nueva Italia . Tanto nomini nulliim par elogium, 
se. escribió sobre su tumba- Ningún elogio sería capaz de 
alcanzar la grandeza de este nombre ! En las cárneo pa- 
labras latinas del epitafio, duras y solemnes, está oci’i- 
densado el juicio de la posteridad. Sin embargo. Ma- 
quiavelo se equivocó en la elección del héroe destinado 
a ejecutar su ideal. Su ardiente patriotismo le cubrió 
los ojos con una niebla sublime. A su alrededor, la vida 
apareció deformada. Y desde ese momento, el apóstol 
no se vió libre de la calumnia histórica. Creyó que César 
Borgia podría ser el libertador tantas veces soñado. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


1(55 


Maqukivelo .puso la vista en sai querido príncipe y no 
acertó más' que a elegir un monstruo. Su error fué una 
aberración- lírica, su debilidad fué una simpatía- Es que 
el desacierto de Mia/quiavelo fué también el desacierto 
de la historia. En la actualidad hay todavía plumas que. 
viven encantadas' con el recuerdo de ese príncipe raro y 
hoiraño, criminal y galante, de ese César Borgia de, la 
leyenda, sombrío en las orgías y resplandeciente en los 
apetitos. ¿Acaso era capaz de. sentir la grandeza de la 
unidad italiana un hombre envilecido en concupiscen- 
cias abominables y marcado por la sensualidad de plai- 
ceres tan bajos? -Jamás los ideales se. ensucian en el lodo 
humano ni crecen al calor de lujurias bastardas. La 
pureza de nuestros actos es el espejo terso y sin man- 
chas donde se lee el futuro. De ahí que MaquiaVelo haya 
quebrantado su sistema político, pensando tal vez con 
melancolía que es más cruel el que troncha uña ilusión 
que el que suprime una vida. “EsJ ya tiempo, exclama 
el escritor al final de su obra, es ya tiempo que. Italia* 
después de tan largos saifrimientos, vea al fin aparecer 
a su libertador. Yo no puedo expresar con qué amor,, 
con: qué ternura, con cuántas lágrimas siería recibido 
en todas las provincias que tanto han sufrido la inva- 
sión extranjera. ¿Dónde estarían las ciudades que le 
cerrasen sus puertas y los pueblos que se rehusaren iai 
obedecerle? ¿Qué envidia podría oponérsele? ¿Qué ita- 
liano le escatimaría su homenaje? Todos nosotros esta- 
mos cansados y repugnados de esta dominación bárba- 
ra”. He ahí el hombre. Estos párrafos bastara paria, su 
pedestal milenario. A ningún espíritu de su época se ha 
visto exponer con tan inusitado vigor el pensamiento 
de la libertad de Italia. Es verdad que Dante Alighieri 
blasfemó también contra la opresión de esa barbarie 
germánica. Es verdad que cinco siglos» antes de Mazzini, 
un hombre maravilloso había vivido sus mismos sueños. 
En medio de la lucha enearaczada entre las familias» de 
los Orsini y de. los Coloran a, la elocuencia de Rierazi 
triunfa, se impone, conmueve los mismos gérmenes del 
Renacimiento. Rienzi sueña con la gran República ita- 



166 


ADOLFO AGORIO 


liana que tendría a Reina por capital, aún» cuando ¡yus 
sueños se pierdan en el vacío y no consigan estremecer 
el desierto de las conciencias. Pero Maquiavelo es el 
único tesoro que conservamos, la úirca palabra que per- 
dura como un sedimento de bienestar. Su lectura es re- 
confortante. Napoleón -había intentado penetrar el balo 
de sombra que rodela 1 los aforismos de aquel demonio 
bondadoso. Por eso, las correcciones del César corso, 
escritas al margen, rompen con la armonía del genio ma- 
quiavélico y apagan, con un humo espeso, los resplan- 
dores de la gran verdad. Del fuerte ¡acero doctrinario de 
Maquiavelo, tenaz y flexible, Napoleón usó solo el filo. 
Tuvo buen cuidado de limarle la punta para que ella no 
lastimase sus convicciones. Podría convenir al guerrero 
todo lo que e,l maestro florentino tiene de perverso, de 
torcido, de inquietante. Nada más,. Ñapóles® sintió pre- 
cisamente con disgusto las ansias de libertad, el dolor 
de la nobleza humana ultrajada, todo aquello que no 
habían querido comprender ni César Borgia ni Lorenzo 
de Mediéis. Aplicando los principios del maquiavelismo. 
Napoleón hizo en Italia, no obstante, todo lo contrario 
de lo que allí aconsejaba el mismo Maquiavelo. Dividió 
para reinar más cómodamente. A pesar de todo, los' ho- 
rrores cometidos en nombre del maestro no aminoran la 
inmensidad de su pensamiento. Cronwell fué implaca- 
ble y sanguinario con sólo esgrimir una Biblia- Robes- 
pi'erre cortaba cabezas invocando a Rousseau. Todos se 
han apoyado en el pasado para, justificar sai delirio. $.'n 
vanidad o su pedantería. La autoridad moral de 'Maquia- 
velo no ha ipodido substraerse al cumplimiento de una 
ley histórica más fuerte que nuestro cerebro lleno de 
orgullo, más imperiosa que nuestra ciencia hinchada de 
egoísmo. Si sns teorías superficiales se desvanecen al 
soplo de las nuevas doctrinas, en. cambio, toda su alma 
expansiva sobrevive en una encarnación secular. La 
eternidad de Maquiavelo está en su fondo ideológico, 
siempre nuevo, perpetuamente joven, fresco y pujante, 
que se viste en todas las edades con la clámide de la 
madurez reflexiva y que palpita en todos* los momentos 



LA SOMBRA DE EUROPA 


167 


con la gracia discreta de la resurrección. Llevando como 
bandera la gran idea que ilumina los siglos y que nos 
baña’ desde lejos con su reflejo suave, Italia ludia hoy 
por la afirmación legítima de un postulado completamen- 
te suyo. Por el hierro y por el fuego, la nación' entera 
se abrirá camino. Ya nada detendrá el arrebato de sus 
entusiasmos libertadores, nadie será capaz de sofocar 
el estallido de la soberbia idea de la unidad, acariciada 
en todos los instantes, amada en todas las centurias, 
sombra dulce y fugaz a. cuyo pie Maqudavelo marchitó 
la. existencia, sufrieron las* generaciones y se inmolaron 
los grandes espíritus de Italia. 



CAPITULO XXXIII 


Las revistas europeas han exhumado un discurso que 
Giosué Carduoci pronunció en 1872, cuando el triunfo 
de Alemania, sobre Francia se hacía sentir en toda Eu- 
ropa oon un estremecimiento soberano y terrible- El 
gran poeta de la unidad, el ilus'tre. revolucionario de 
Odi Barbare, rebelde en el verso, flagelador en las ideas, 
había previsto el peligro que representaba para los pue- 
blos latinos, herederos de Roma y depositarios* ele su 
cultura secular, la victoria del expansionismo germáni- 
co. No existe un larte latino ni una ciencia alemana. El 
esfuerzo del espíritu, amontonado por los siglos, nos per- 
tenece a todos. La obra de la inteligencia es universal. 
La humanidad no conoce fronteras para aprovechar el 
fruto de sus Sueños. Los alemanes saborean a Anatole 
France con el mismo entusiasmo con que los franceses 
leían a Sudermann. Tanto Paslteur, como Marconi, como 
"Wagner, constituyen el patrimonio del mundo. El genio 
sobrevive a las guerras y al odio feroz que despierta el 
choque de razas. Puede más que una nacionalidad ente- 
ra, porque en él se funde, con la esencia misma del pla- 
cer superior, el oro fino del sufrimiento y del sacrificio- 
No importa que los países que combaten, dest.ierren hoy 
de su seno a los grandes espíritus que nacieron en tierra 
enemiga. Mañana volverán a resiplara/decer con más fuer- 
za. Imposible apagar la luz del sol con la humareda de. 
nuestras pasiones miserables. Todo piasa en la vida. 
Hasta el delirio insensato de los pueblos queda conver- 
tido en cenizas. Solamente el genio es eterno como el 
universo. Por eso, Cardueci no incurrió en la suprema 
tontería de insultar a Kant ni de cubrir a Sohiller con 
la oleada de su desprecio. El poeta italiano reivindicaba 



LA SOMBRA DE EUROPA 


16 J 


los derechos de la cultura latina. No quería que el pres- 
tigio latino, prolongado a través de. las centurias, acumu- 
lado a costa de tanto dolor y de tanta sangre, desapare- 
ciese en manos del invasor, fuese tragado por el abismo o 
humillado por la servidumbre. Fuera de su centro de 
lucha, la fiebre mediterránea languidecería hasta per- 
derse e.n un último espasmo, en una postrera vibración. 
En brazos ajenos, Roma no podría enseñar más que un 
cadáver, el fantasma de slu grandeza desaparecida. Car- 
duce! entendía que. el genio latj.no no había cumplido 
aún su misión redentora. “El hecho, exclamaba», es que, 
después de Sadowa y de Sedán, el elemento germánico 
amenaza desbordarse. . . La raza latina., si no quiere ser 
ahogada, tendrá que retemplar s'us energías y reunirse 
en un núcleo compacto. Pero esta unión no puede hacer- 
se sin Francia, cuya misión es servir de lazo entre, todos 
los pueblos latinos. Garibaldi y la ardérosla juventud 
que lo siguió en Francia, presintieron todo esto. Francia, 
no puede ni debe ser aniquilada. Su vida es necesaria 
al mundo. Cada vez que ella cae por tierra', se levanta, 
cual un -nuevo Anteo, más* fuerte que nunca”- El ideal 
de Carducei ha sido el norte de los grandes soñadores 
latinos. Paul Adara proclamaba también la alianza de 
todos los pueblos mediterráneos, de Italia, de España, 
de Francia, de Grecia. Más tarde se amplió el concep- 
to de la unión latina. Las naciones madres completa- 
rían su aspiración fraternal, extendiendo su abrazo a la 
América fundada por latinos, hervidero de razas, fusión 
de instintos, de matices diversos en la superficie, comple- 
jos en el fondo, pero fuertemente unidos en el lengua- 
je secular de E'spaña. Descendemos de la gran gesta- 
ción castellana del siglo XY. La mayor gloria de esta 
nacionalidad, digna hija de. la estirpe de hierro ama- 
mantada en el Lacio, es La de haberse desangrado y ago- 
tado para fundar un mundo nuevo y torcer el curso de 
la historia. A ella debemos la frescura de nuestra, la- 
tinidad y la juventud inagotable de nuestra alma. En 
medio de la confusión contemporánea, nada más difícil 
que distinguir las razas. Nuestras civilizaciones han 



170 


ADOLFO AGORIO 


perdido su antigua pureza*. Las viejas familias se con- 
funden y dan origen a nuevos tipos*. Hablar de linajes 
incontaminados es jugar con visiones. ¿Existe una raza 
Mina? ¿Existe una raza germánica? Jean Finot nos 
demuestra que si hay una nación que contenga más ele- 
mentos germánicos', esa nación es Francia. En cambio, 
dos terceras partes de Alemania llevan en sí el germen 
de las invasiones francas, romanas, célticas y norman- 
das. Por el mediodía de España y de Italia circula 
sangre árabe, así como por el norte palpita el prístino 
y rudo entusiasmo de los godos. No obstante, los' pue- 
blos se reconocen por su idioma, como las razas de los 
carnarios por su canto. A pesar de todo, el tronco de la 
cultura latina es una realidad. Toda su fuerza moral 
&e refleja en la lengua de Roma, en el alma de las le- 
giones que civilizaron el mundo bárbaro y dejaren allí 
su sedimento inmortal- También Germania, ya que no 
en raza, existe en espíritu, en el habla donde se tejieron 
las leyendas brumosas, en el Rhin poblado de «menos, en 
su Olimpo extraño y monstruoso, en su Olimpo lleno de 
dioses glotones! y violentos. Ya sabemos lo que son esas 
dos razas y lo que significan en nuestra vida. Su uni- 
dad no se ha hecho de leyes biológicas. Viven en virtud 
de esa pequeña llama de tradición y de misticismo. don- 
de se quema todo el lastre inútil de la especie. Al re- 
clamar la unidad de los pueblos latinos, Carducci basca- 
ba la reintegración de los elementos moral es* dispersos 
que habían nacido en una mismia. cuna y habían sido co- 
bijados por un mismo destino. De nada hubiera valido 
la Galia de César, ni 1.a. España de Eseipión, ni la Ru- 
mania de Trajarco, gin la sólida preparación intelectual 
y sin el poderoso contingente jurídico que marchaban 
a.l costado de los ejércitos de Roana. Pero más fuerte 
que su base filológica, era la vitalidad de sus institucio- 
nes ejemplares y soberanas, vencedoras del tiempo. líe ahí 
el tesoro legado por sus antepasados a los pueblos que. en 
medio del torbellino étnico, conservan todavía algún ves- 
tigio de aquella prodigiosa luz latina que ardió sobre las 
alturas del Capitolio. La unión profetizada por Car- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


171 


ducci y proclamada, por Paul Adam, es la mejor garan- 
tía que puede ofrecerse a la seguridad de ese precioso 
patrimonio desperdiciado en guerras estúpidas y escar- 
necido con. rivalidades extravagantes* 



CAPÍTULO XXXIV 


' ‘ Oartago pereció porque, cuando intentó poner una 
valla a sus desenfrenos', no pudo sufrir la mano del mis- 
mo Aníbal. Atenas cayó porque sus errores le parecie- 
ron tan suaves que no quiso curarlos'. Y, entre nos- 
otros, las repúblicas de Italia' que se jactan de la per- 
petuidad de sus gobiernos, no deben jactarse más que de 
la perpetuidad de sus abusos*.” Montesquieu compren- 
dió que no hay errores pequeños dentro de la organiza- 
ción .permanente de las' nacionalidades. Psicólogo' antes 
que jurista, espíritu lleno de matices, pensador sutil y 
discreto, Montesquieu vive fuera del siglo XVIII, ajeno 
a la efervescencia romántica, libre, de esa ¡Subjetividad 
enmarañada que arrastraría a Rousseau y que ya em- 
pezaba a ganar el campo del pensamiento filosófico. Ro- 
zado por legisladores frívolos, manoseado por comentan 
ristas estrechos, no se ha extraído de Montesquieu más 
que un armazón grosero y torpe, sin color ni flexibili- 
dad, esa arquitectura externa de la ley, máscara primiti- 
va que se interpreta como el fundamento lógico del Es- 
tado. Jamás se ha comprendido su sentido moral ni su 
fondo íntimo. Se diría que Montesquieu es una má- 
quina fina y complicada que trabajase bajo la presión de 
tsa gran fuerza histórica que construye silenciosamente 
la base esencial de todos los acontecimientos humanos. 
Su huella sobre el mundo posee la virtud soberana de la 
obra maestra, el soplo prodigioso del genio- Tiene ca- 
rácter universal y el alma de una actualidad permanen- 
te. Su psicología del error desborda todavía enseñan- 
zas maravillosas. ¿No es Marcus Livio, condenado y 
elegido sucesivamente por el pueblo, quien coloca a sus 
electores fuera de los privilegios de la ciudad? “Si me 



LA SOMBRA DE EUROPA 


173 


hacéis cónsul y censor después de haberme castigado, ex- 
clama, es preciso que hayáis» prevaricado una vez al in- 
fligirme la pena, o dos veces al hacerme cónsul y e¡n 
seguida censor.” ¿Los pueblos no Se equivocan jamás? 
Montesquieu sigue la pista del error y analiza sus posi- 
bles' consecuencias remotas. Transportemos a nuestro 
tiempo el método histórico aplicado a Lai sociedad roma- 
na. ¿Por qué Delcaásé volvió al gobierno? ¿Por qué 
su política fracasó en Bulgaria? ¿Por qué Asquith 
afrontó la campaña estéril y sangrienta de los Bárda- 
melos'? ¿Por qué el almirante Tirpitz entorpeció la ac- 
ción diplomática del canciller ? He ahí el secreto <dle las 
fallas amables denunciadas por Montesquieu; errores de 
apariencias inofensivas, pero con gérmenes' mortales, 
faltas que la opinión pública corrige sabiamente, pues 
sabe que dentro del mecanismo moderno, más sutil y más 
formidable que én las organizaciones antiguas, no es po- 
sible aceptar el descuido ni el abuso sin que toda la so- 
ciedad sufra la inevitable decadencia de su fuerza y de 
su esperanza. 


* 

* * 

Montesquieu descubre la misteriosa naturaleza del esf- 
píritu de conquista y de la penetración ideal de los 
pueblos. Nos hallarnos frente a otro problema de pal- 
pitante actualidad. “Roma, escribe, no era propiamen- 
te una monarquía o una república, sTno la cabeza de un 
pueblo formado por todos los pueblos del inundo- Si 
los españoles, después de la conquista de Méjico y Perú, 
hubiesen seguido ese plan, no se hubieran visto obliga- 
dos a destruirlo todo para conservarlo todo. Eis una lo- 
cura de los conquistadores el pretender dar a todos los 
pueblos .sus leyes y sus costumbres. E'So no sirve para 
nada, pues bajo cualquier forma de gobierno el hombre 
es capaz de obedecer. Al no imponer sus leyes, Roma 
rompía entre los demás pueblos las ligas peligrosas. 
Estos pueblos no formaban más que un cuerpo en virtud 
de una obediencia común ; sin ser compatriotas, todos 



174 


ADOLFO AGORIO 


eran romanos”. Eta medio de irn siglo inquieto e idealis- 
ta, Montesquieu nos enseña que la conquista de los es- 
píritus está por encima de la conquista material. Poseer 
el territorio de una nación no significa hacerse dueño de 
su alma. ¿Acaso Alemania ha coinseguido incorporar 
Alsaeia y Lorena a su espíritu nacional ? lie ahí por qué 
Polonia, despedazada entre tres' naciones, no ha destrui- 
do esa vida interior, hecha de tradiciones, de leyendas, 
de heroísmos, esa conciencia en armas que. reconstruirá 
algún día su cuerpo deshecho. Montesquieu nos hace 
comprender también, con dos siglos de anticipación, la 
causa que hai arrastrado a todas las colonias inglesas' 
detrás de la metrópoli. No ha existido ninguna revolu- 
tvón, ningún desorden, ningún gesto áspero. Inglaterra 
aprovecha de la experiencia de liorna. Por otra parte, 
la Gran Bretaña sahe transformar el error en una en- 
señanza fecunda. Montesquieu comprueba que los resor- 
tes fiscales' de Inglaterra se examinan a sí mismos conti- 
nuamente. “De ahí que sus errores no sean nunca pro- 
longados, agrega, sino que, por el contrario, resultan 
útiles.” Uno s)e explica con Montesquieu que los pueblos 
fundados sobre, las leyes de los jefes no hayan sido 
durables. El poder de esas' organizaciones lia pasado 
come un relámpago. “Nada más contradictorio que el 
plan de los romanos y el de los bárbaros, escribe; el 
primer plan era obra de la fuerza, el segundo era obra 
de la debilidad. En el uno había sometimiento, ea el 
otro había independencia. En los' países conquistados 
por las naciones germánicas, el poder había pasado a 
manos de los vasallos, siendo el derecho privilegio del 
príncipe. Entre los romanos' sucedía todo lo contrario”. 
No ha muerto la mentalidad de que habla Montesquieu. 
Esta , fuerza latina, nacida de la intimidad del derecho 
herido, esa energía magnífica amamantada por la loba 
de Roma, creada entre mercaderes y bandidos, prolonga 
aún en el tiempo y en el espacio la influencia suprema 
de la justicia. E'l derecho se formó en medio de la ava- 
ricia pública, cuando 1 og magistrados y los gobernado- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


175 


res vendían sus vicios a los reves de Roma,. Los competi- 
dores se arruinaban, se perseguían, traficaban con las 
abominaciones y con las sensualidades. “No había si- 
quiera en ellos es'a justicia de los briganites, que iponen 
cierta probidad en el ejercicio del crimen”, observa 
Montesquieu. Y mientras las pasiones s.e devoraban en 
el caos cíe los deberes', de los intereses y de los instin- 
tos, detrás de las siete colinas despuntaba la aurora. Ro- 
ma había, encontrado sn destino en la gran armonía del 
derecho. 



CAPITULO XXXV 


Desde que estalló el incendio europeo, los cuarenta 
inmortales de la Academia Francesa debieron retroceder 
a planos más discretamente modestos, más suavemente 
obscuros, para descubrirse al paso rudo y magnífico de 
los ejércitos. Los que no tuvieran la suerte de ser solda- 
dos, como Lyautey, y de enrolarse, como Pierre Loti, 
prosiguen en silencio la tarea inmensa de conservar para 
la Francia del porvenir el tesoro de su pensamielnito y 
de sil lengua. Pero todo resulta hoy secundario ante la 
vida militar de la nación. Los pueblos' subordinan las 
mayores grandezas al interés de. su existencia en peli- 
gro. Mientras la bayoneta arroja fulgores siniestros' bajo 
el relámpago de las batallas, la pluma no descansa en 
su labor humilde. Aún cuando se oculta y desaparece 
entre el estruendo de las sociedades que se derrumban!, 
su acero (pacífico ahonda en las conciencias y traza, en 
medio de las imágenes de la muerte, las rutas de la nue- 
va cultura. No importa que Etienne Lamy deje la es- 
pada inofensiva de, los académicos por el uniforme azul 
de los oficiales de infantería. No importa que el coman- 
dante Marcel Prevost cambie el escalpelo del psicólogo 
por el compás de lo¡s artilleros. Las ideas se abroa cami- 
no sobre el cuadro bárbaro de la matanza y marchan 
impasibles entre la humareda de. los combates. El espí- 
ritu acabará por vencer ese estado de neurosis universal, 
restableciendo el equilibrio de las fuerzas morales. Hoy 
tie olvida muy pronto a los que caen en el campo de esas 
luchas incruentas, pero formidables, luchas soberbias 
del alma contra la materia áspera, comtrai los instintos 
brutales, contra el universo de la ferocidad y de la men- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


177 


tira. Ncs arrebata más la muerte atroz y frenética del 
guerrero, salpicado de sangre, con el cráneo furiosamen- 
te erguido, los músculos palpitantes de dolor y de rabia, 
que la dulce agonía del pensador, l¡a vida fecunda que 
se apaga también freíate al enemigo, frente a la injus- 
ticia, el gran flagelo y la última amenaza. “Ayer mismo, 
escribe un observador, moría el marqués Fierre de Sé- 
gur, historiador de. la raza, nieto de aquella encantado- 
ra condesa ele Segur, cuyos cuentos mecieron nuestra 
infancia.. No pasaron quince días, y ya la muerte del 
marqués de Ségur parece una cosía; vieja”. Ensombre- 
cido por el heroísmo resplandeciente dte los soldados, el 
sacrificio de los grandes espíritus espera los reflejos; de 
una aurora lejana. ¿Quién se acuerda ya de Jules Le- 
maitre, el humanista huraño, el cisne de las fuentes clá- 
sicas, el árbol envejecido en fuerza de hacer vivir la 
savia de la sabiduría antigua, la brizna seca arrancada 
por el torbellino de la movilización? lia fantasía busca 
inútilmente a Lemaítre, como a um romano de la deca- 
dencia, apagándose dentro de un marco apacible, leyen- 
do los diálogos de Platón o murmurando las burlas som- 
brías de Luciano. En su retiro rústico de Favers., en el 
Lodret, el escritor había temido lia trágica certidumbre 
del desastre. Corrían los primeros días de agosto de 
1914. La guierra era inevitable. Myriam Harry nos pinta 
a Jules Lemaítre devorado por una fiebre, espantosa. 
Loco, delirante, con los ojos horriblemente abiertos, el 
maestro evocaba fantasmas monstruosos de abominación 
y de. terror. “¿Quién ha declarado la guerra? exclama- 
ba. ¿Por qué? ¿Están ustedes seguros de que no hemos 
sido nosotros ? . . . j Ah ! . . . ¡ Qué cosa horrible, qué cosa 
atroz es la guerra ! Yo la he visto el 70. . . Tenía diez y 
siete años. . . Era camillero en Orleans. No he podido nun" 
ea desechar esas visiones de horror. . . ¡ Y pensar que vol- 
veré a ver todo eso!” El 5 de agosto, por la tarde, Jules 
Lemaítre moría, casi abandonado, en su solitario retiro. 
No había tenido tiempo de conocer la agresión a Bélgi- 


12 



178 


ADOLFO AGORIO 


ca y la invasión de Francia. Frente a la muerte, la 
esperanza fue su gran embriaguez y su postrer consuelo. 

* 

❖ ¥r 

Si en medio de la tempestad, el único homenaje tri- 
butado a Leniiaátre fueron cuatro lincas duras y amar- 
gas, el conde Alberto de Mun no tuvo más mortaja que 
un silencio augusto, piadoso, un silencio con lágrimas. 
Después de haber pasado su juventud en las guarnicio- 
nes, la guerra burla sus quimeras ardientes, lo sorpren- 
de viejo, baldado, sin fuerzas piara empuñar un fusil. 
Muere de angustia y de impotencia. La plumia se quie- 
bra en sus piálaos, pues ya no traduce la esencia de sus 
sueños ni el ideal dé sú vida. Pero ningún sufrimiento 
más profundó que él dé Alfred Méziéres, el gran ane- 
cian o sorprendido por los invasores en la casa natal de 
Heiioñ, en el Meurthe-et-Moselle. ‘Con esto se exponía 
a las persecuciones, escribe uia biógrafo. ¿ Pero qué le 
importaba? Al menos 1 emprendería el gran viaje llevan- 
do en los ojos la luz del cielo de Lorena. Durante su 
cautividad, el enemigo no le ahorró sinsabores. Al fin, 
el 10 de octubre, de 1915, noticias breves hicieron saber 
que acababa de morir el' autor de los relatos de la inva- 
sión de 1870.” ¿Y qué decir de Paul Hervieu, el iro- 
nústa tierno y reflexivo, el espíritu a. ratos soñador, a 
ratos violento, el sentimental que muere repentinamen- 
te al recibir la noticia de que un sobrino suyo ha caído 
para siempre al cargar contra una trinchera enemiga? 
¿ Y qué contar de Franeis Charmes, el sobrio y fuerte 
director de la L’ evite des Deux Mondes, teniente de 
guardias móviles eñ 1870, que se va sin ruido, sin un 
gesto, después de haber condensadlo en un libro de cua- 
trocientas páginas, admirables de penetración y de sere- 
nidad, sus observaciones sobre esta guerra gigantesca, 
que, según la frase de Paul Desehanel, ha hecho que d’ez 
pueblos se levanten en airmas contra la injusticia? (1) 
¿Y qué referir de bJunle Faguet, el erudito, el polígra- 

(1) En osa ¿poca la intervención mililar de los Estados Unidos ora aún bastante 
dudosa. 



la SOMBRA DE EUROPA 


179 


fo, el maestro incomparable en la literatura francesa, de 
los siglos XVI y XVII, e.l defensor de la aeciióm ideal, 
el apóstol de la energía consciente, cuyo análisis frío 
pasa, sobre la Revolución y llega hasta la misma' puerta 
del Imperio, el doctrinario que roe lentamente las fallas 
morales, que ataca el horror de las responsabilidades, el 
conferencista que brilla por todas partes y a quien lue- 
go le teca un final obscuro, mientras el cañón de Verdún 
truena sin cesar sobre la Europa; deslumbrada? A esta 
larga cadena de espectros gloriosos se sumó luego la 
noble figura del marqués de Vogüé, el maestro revela- 
dor del gran tesoro literario de los eslavos. Todos han 
caído en pleno trabajo, ignorados por esa humanidad 
que siente sobre su corazón el zarpazo implacable de la 
tragedia y a la cual fascina el espectáculo de 1.a muerte. 
Bajo la cúpula de los inmortales se marchitan las flores 
agrias de la sangre v se quiebra el ritmo de los solhv.ns. 
El pensamiento no puede detener su carrera, aunque 
las generaciones marchen en tropel hacia, el abismo. De 
la tierra húmeda, alfombrada con carne de héroes, sube 
un vapor rojo, la nube terrible y fecunda que empur- 
pura la silueta pálida de Richelieu y que hace vivir 
sobre el rostro enigmático las viejas ideas olvidadas. 
Hasta el llanto de los que sufren parece apresurar la 
resurrección. ¿No fué una inteligencia profundamente 
francesa, no fué Gnvau quien estableció que el verda- 
dero remedio de todo sufrimiento consiste emi aumentar 
la actividad del espíritu? Pensar no es solamente vivir, 
sino superarse a. sí mismo. Pensar no es adueñarse de 
un imperio, sino de uini siglo. Pensar es hacer eterna el 
alma de una raza, es perpetuarse sobre las realidades 
del mundo sensible, La inmortalidad no puede bailarse 
fuera de las ideas. De ahí que, mientras millones de sol- 
dados chocan sus armas, una legión, deeoimoeidia-, traba- 
jando en medio de la indiferencia, prepara en silencio 
los reductos de la fuerza moral, las fortalezas que n.o 
se vencen niunca, el gran campo atrincherado del pen- 
samiento, cuyas torres asoman en el crepúsculo y anun- 
la salida de] sol. 



CAPITULO XXXV I 


Silenciosa y monótona, como una piedra que cae en el 
vacío, la gran figura de Thécdule Ráhot emprende gra- 
vemente, con cierta dignidad triste, el camino de las 
soimlbras eternas. Nada importan esos setenta y siete 
años de vida fecunda, de los cuales más de sesenta fue- 
ron consagrados a la investigación desinteresada y al 
pensamiento puro. Lia hora es de ruda angustia, de pro- 
funda inquietud. Un drama de leyenda, espantoso y bri- 
llante, oculta la tragedia muda de las ideas. Desapare- 
cer con el arma empuñada, en medio del relámpago de 
las batallas, mientras el cañón hace rugir .su cólera, 
podría resultar acaso una quimera amable. Pero borrar- 
se en la soledad del gabinete, entre viejas fórmulas y 
polvorientos infolios, hundirse sin rumio y sin gloria, 
cuando el mundo rehace su instinto ancestral y se siente 
atraído por la loca fascinación de los ejércitos; partir 
sin que ¡nadie repare en la ausencia irremediable, es des- 
conocer los derechos supremos del pensador y vacilar, con 
un soplo insensato, el contenido ideal de la vida. El mis- 
mo Rifoot, que nos enseñó teda la amargura del senti- 
miento lógico, de las simpatías, de los afectos, de los 
odies que constituyen la base de sistemas coherentes, ha 
piído envuelto por esa falsa geometría de nuestro meca- 
nismo mental, el gran fantasma de la inteligencia. Ser 
tocado por la muerte en el fervor delirante y tranquilo 
de las ideas, bajo la armonía de las leves universales, en 
la serenidad de, la contemplación filosófica, posee hoy un 
extraño endainto. La humanidad ha construido una lógi- 
ca bárbara de la matanza. La guerra no sólo se sistema- 
tiza por el método y se disciplina por la organización, 



LA SOMBRA DE EUROPA 


181 


sino que tiene su belleza espectacular, su estética perver- 
sa, su embriaguez sugestiva. De ahí que la figura del 
sonador se pierda; como un punto sombrío en medio de 
este cuadro grandioso y terrible. Dueño de las herra- 
mientas que dominan los siglos, Ribot debe ceder el paso 
a la. neurosis d ! el minuto actual. Soberano del porvenir, 
el olvido lo hiaice su presa en el presente. A pesar de todo, 
su obra maravillosa se abre camino y crea el fermento 
renovador de una centuria. ITe ahí la Psychologir, an- 
glaise contemporaine, multiforme y compleja, psicolo- 
gía de hechos y de abstracciones, de cálculo y de fenó- 
menos, donde se espiga el grano maduro del evolucionis- 
mo y se diseca el germen latiente de los emipirisitas. Fren- 
te al genio británico, como nina amenaza de doctrinas, 
aparece luego el libro dedicado a la psicología, alemana, 
libro soberbio por lia sutileza del análisis, por la fecun- 
didad de las sugestiones, por su rigor matemática El 
pensamiento despertaba de su pesado sueño clásico. El 
espíritu recobraba la facultad de organizarse a sí mis- 
mo. La generación francesa posterior a la guerra de 
1870, asistía al nacimiento de una psicología científica, 
parcialmente emancipada de los valores metafísieos y 
orientada en el sentido de' la realidad objetiva. Fué en- 
tonces que, alentado por los nuevos principios revolu- 
cionarios, Paul Bóurget se lanzó al torbellino de la no- 
vela psicológica, analizó los estados de alma más contra- 
dictorios, poblando sus páginas de apetitos sentimenta- 
les, de pasiones y de locuras. La fantasía suplió la inca- 
pacidad de la ciencia. Y allí donde faltaron! los instru- 
mentos de la investigación práctica, concurrieron espec- 
tros de laboratorio, visiones glaciales, residuos de verda- 
des apenas sospechadas por la moralidad tradicional, y 
que llegaban para reflejar todo su horror y todo su mis- 
terio sobre 1a. nueva aurora del pensamiento filosófico. 

* 

* * 

Pero Rvbot no se detiene allí. Creador de formas des- 
conocidas, ligeramente influenciado por los maestros de 
Ja escuela aleansna, reacciona, como Boutroux, en el 



182 ADOLFO AGORIO 

sentido de una actividad propia, original, buscando las 
verdades universales en el documento vivo de la natura- 
leza o en el fondo de los fenóinelaos particulares. Dota- 
do de una claridad mental prodigiosa, su ingenio sutil 
pone al desnudo las vetas preciosas, el oto perdido en la 
roca áspera. Ya lo vemos junto a Spencer, desentrañando 
el mecanismo misterioso de la adaptación, de la. selección, 
de la homogeneidad primitiva, de la supervivencia de 
los más aptos, de la evolución de los sentimientos y de 
las ideas, del origen unilateral de las percepciones, del 
placer que lleva en sí el principio de la conservación 
total del individuo' y de la especie, de todo ese mundo 
de teorías definidas y armónicas qúe Ribot convierte en 
el objeto preferido de sus meditaciones. Ya lo vemos pe- 
netrando en el universo dé S'ehopen.hauer, bañándose en 
el sistema inmenso de la representación y de la volun- 
tad, ora recogido con ternura mística, ya atacando con 
furor de iconoclasta, furor sagrado, pasión fría, a la vez 
formidable y serena, hecha con el contrapeso de la críti- 
ca y forjándose sobre el hierro del análisis. Luego apa- 
rece el verdadero Ribot, el Ribot personalismo, lleno de 
color y de fuerza. El método experimental dispersa im- 
placablemente la hojarasca de la retórica. No obstante, 
fuera del positivismo árido, Ribot se eleva a planos 
menos estrechos y generaliza la intervención d'e los nue- 
vos valores mentales. L>e ahí sus doctrinas sobre la he- 
rencia psíquica, no sobre ía herencia directa de las per- 
versiones, sino sobre la trasmisión de predisposiciones, 
de capacidades, de tendencias simples a la anormalidad. 
De allí sus libros sobre las enfermedades de. la persona- 
lidad, de la voluntad y deT la memoria, libros amargos, 
llenos de una emo'ción helada, donde la acción potencial 
del razonamiento es tan fuerte como el mismo dolor de 
los hechos. De ahí esas páginas que nos pintan a una 
humanidad de seres reflejos, de cadáveres con movi- 
miento, hombres sin conciencia, sin vida interior, que 
llevan dentro de sí el vacío, el silencio y la muerte. Des- 
fila luego, en el tropel de las imágenes doloridas, una 



LA SOMBRA DE EUROPA 


m 


legión de abúlicos, espíritus paralizados en el acecho, 
estatuas que calculan, montañas de carne impasible en 
donde la llama de la inteligencia arde como una lámpa- 
ra inmóvil. Vemos más tarde el cuadro espantoso de las 
hipermnesias, de los idiotas dotados de memoria mons- 
truosa, registros vivientes que amontonan lo pequeño, 
lo miserable, las limaduras de la realidad, el polvo gris 
de los hechos. En otro de sus libros, en su Psychologie 
de l’Atíention , Ríilbot funda su doctrina sobre el prin- 
cipio muscular de Maudsley. “El que es incapaz de do- 
minar sus músculos, también es incapaz de atención.” 
Ribot entiende que es imposible sostener, como Condi- 
Ilac, (pág. 13), que, “en medio de una multitud de sen- 
saciones, hay una que predomina por su vivacidad y que 
se transforma en atención”. Demuestra de inmediato la 
escala ascendente de la atención, desde la incapacidad 
animal hasta la espontaneidad inteligente del espíritu 
superior. “Las grandes atenciones, escribe, hala sñdo 
causadas y sostenidas por grandes pasiones.” Ribot 
evoca a Fourier, horriblemente desaplicado a los trece 
años, y a quien la pasión de las matemáticas lo transfor- 
ma; recuerda a Newton, reconcentrándose sobre un 
fenómeno que se repite todos los días, y que, no obstan- 
te. pasa inadvertido a los ojos del hombre vulgar; re- 
cuerda a Maleb ranche convirtiéndose al cartesianismo 
después de haber cogido, al azar, y hasta con repug- 
nancia , el Tratado del Hombre, de Descartes. Para 
Hiloot, la vocación no es más que la atención que en- 
cuentra su verdadero camino y que se orienta para toda 
la vida. El psicólogo descubre mundos nuevos y los ana- 
liza según su genio. En cualquier orden de la actividad 
intelectual, Ribot fué el sembrador augusto que disper- 
só sobre el planeta la semilla de todas las grandes cultu- 
ras. Él sabía que la. labor del espíritu nio tiene naciona- 
lidad. No hay más que un gran pensamiento humano 
en el cual cada nación defiende su sector ideal. E'n este 
puesto avanzado acaba de caer Théodule Ribot. Solda- 
do admirable de una cultura sfn fronteras, Ribot recias 



184 


ADOLFO AGORIO 


maba.para Francia el derecho de vivir libremente y de 
sacrificarse por la«s bellas ideas. Sn vida se apaga como 
un ensueño, mientras la sangre corre, mientras el sufri- 
miento dicta su ley al mundo, mientras los ropresentan- 
tes de una raza en doinde él bebió el atinar al trabajo y a. 
la bondad, se arrancan su máscara apacible y pasean 
sobre Europa sus siluetas sangrientas. . . 



CAPITULO XXXVII 


De todos los grandes espíritus que, antes de Paul 
Adaim, de Garducei y de Ferrero, habían luchado con ga- 
llardía por la resurrección latina, Oastelar era. el más 
injustamente olvidado. Cuando Séneca, esite profundo 
romano nacido de la roca hostil de España, escribió que 
el mejor premio de lós actos buenos es el de haberlos 
realizado, quiiso señalar sobre todas las cosas, aun mis- 
mo sobre la satisfacción íntima del deber cumplido, la 
fecundidad inagotable de la justicia. La bondad vale por 
lo que sugiere y por lo que conquista tanto como por lo 
que enseña. Pero los sentimientos que desbordan sobre 
la oleada eterna del tiempo para anunciar la vuelta de 
las grandes figuras desaparecidas, nos mecen en un en- 
sueño inmenso, trastornan el ritmo implacable de la 
vida, desplazan nuestro ■ corazón en el infinito, y luego 
desnudan a la luz, rotos y descarnados, los resortes del 
alma, en una visión de paraíso espiritual, chispa errante 
que quema el veneno de las conciencias, bacilo fantas- 
ma que roe la impureza de los siglos. Con el nombre de 
Castclar, Inscripto en la portada de L’Union Latine, 
resucita la vieja pasión del derecho caballeresco, de la 
verdad sentida corno un verso rudo de romance y defen- 
dida a costa de la tranquilidad y de la existencia. Des- 
pués de algunos lustros de silencio, lia llegado hasta 
la tumba del tribuno el aliento tibio del recuerdo, y en 
el lugar donde se sellaron para siempre, en un rictus 
postrero, los labios soberanos, y donde enmudeció la voz 
gigantesca que puso el torbellino en los espíritus, vuel- 
ve a surgir el eco apagado, la embriaguez suprema del 
arte que conquistó a toda una centuria. A la fuerza 



186 


ADOLFO AGOBIO 


que desborda al pensamiento ha sucedido la meditación 
tranquila, la serenidad reflexiva, esa energía que en- 
coge la imágenes, que hace replegar el alma sobre sí 
misma, que obscurece la realidad tangible, pero que 
aviva nuestra llama interior. “Así Lutero, escribe Cas- 
telar, cuando se rompió su espíritu en dos, uno llamado 
por la educación y por la costumbre a envolverse como 
frío cadáver en las cenizas de los claustros, y otro lla- 
mado por el raciocinio y la meditación a volar como un 
ave profetisa por los albores y auroras de la nueva idea, 
pasaba sus días sin alimentarse, sus noches Sin dormir.” 
Lutero había sentido en su propia carme el conflicto 
entre la razón y la fe, las asechanzas abominables del 
instinto. Todos los dolores del cuerpo, agrega Oastelar, 
todas las angustias del pecho, todas las punzadas del 
remordimiento, todos los esfuerzos de los coimlbates ma- 
teriales “parecen cosa de poco momento en presencia de 
estas trágicas perplejidades del pensamiento v de estas 
batallas del raciocinio con la fe, donde se suman los 
deberes humanos en su totalidad real y viva, las sobre- 
naturales luchas ele las potencias celestes con las poten- 
cias infernales, dentro de los abismos del alma.” De 
este choque universal de doctrinas y de cañones, choque 
más formidable, miás fecundo, más sangriento que todos 
los conflictos sutiles de la Edad Media, donde la pacien- 
cia discreta y sabia de los monasterios se mezclaba con 
el resplandor de los incendios, humareda: de sistemas 
morales y de ruinas clásicas, esperanzas y escombros ; de 
esta contienda actual, espantosa y bárbara, donde se 
disputan el campo razas distintas y mentalidades opues- 
tas, ha de surgir renovado, potente, rejuvenecido, como 
lo deseaba Castelar, el diamante, pálido de la latinidad. 
Los grandes cataclismos no sólo constituyen el fermento 
de las ideas olvidadas. Son la levadura del recuerdo. 

* 

❖ * 

El nombre de Emilio Castelar, que se apagó suave- 
mente en medio de una tristeza apacible, vuelve a la 
luz de la actualidad entre el tronar de los cañones de 



LA SOMBRÍA DE EUROPA 


f'87 


Europa. Como EpietetO, el tribtino era uaná mente estoi- 
ca, la métate --que Se consume en la llamarada de un en- 
sueño eterno.! Rico en las imágenes, -'magnífico en el esti- 
lo, pero 'sobrio aún ein las sensaciones más ardientes, 
Cautelar era el caballero Sin en torcliados, siiar penachos 
vistosos; el -Sembrador augusto, el abanderado de un alto 
idee! de fraternidad, osé idéal profundamente latino 1 que 
todavía no ha muerto. Cautelar había vivido junto al 
recuerdo de' las Virtudes antiguas Poseía el amor a los 
débiles, la pasión de la justicia y el desprecio de las 
riquezas. Si hubiera nacido en la Roana de la decaden- 
cia, habría fustigado a los emperadores 'corrompidos y 
crueles, habría conservado su sonrisa de piedad • frente 
al placer de las orgías y ál dolor de lós stu¡plicios¿ para 
luego huir al desierto, como los primeros cristianos, ia. 
lá inmensidad que recibía el desecho escéptico dé las 
metrópolis y que apagaba con su abrazo de líjelo el calor 
de los festines y la frivolidad de los retóricos. Pero ta- 
llado para una época de acción múltiple y de intereses 
complejos, Casfelar lanzó su personalidad al vértigo de 
los acontecimientos. Yia¡ dueño de una quimera sublime, 
ora desposeído de un derecho legítimo, ya desterrado de 
la patria, vagando por las tierras sagradas que fueron 
la cunta de sus ambiciones más queridas, Castelar se 
transformó durante Un segutiiido, en la voz prof ética de 
su raza, en la carne del nuevo evangelio latino. En el 
cenáculo de Víctor Hugo, luego al lado d'é G-ambetta, 
más tarde junto a Crispé, los grandes problemas de civi- 
lización, de cultura., de democracia, que cuarenta años 
después deberían presentarse a los ojos de la humanidad 
enloquecida, eran va anunciados por la palabra prodi- 
giosa del maestro, aclarados, estudiados, presentidos en 
sus ineógmitás más lejanas y ein sus consecuencias más 
formidables. Castelar no ignoraba que la experiencia 
es lucha constante, que la sabiduría ets el fruto de dispu- 
tas perpetuas y qué las grandes enseñanzas brotaron 
del caos de los instintos y de los apetitos. “Cuando el 
clarín de las cruzadas, dice, despierta en los terruños 



188 


ADOLFO AGOBIO 


al siervo, como para transformar s» existencia vegetal 
y sus raíces pegadas al camipo en vida orgánica y ani- 
mada ele un soiplo semejante al sentido por Adam al 
encendei’se en la llama de puro espíritu el barro vil de. 
«pie lo habían formado; cuando la universidad, recién 
nacida entre duras penas, todavía no ha logrado sepa- 
rarse del alero de los ¡monasterios, y la monarquía, des- 
garrada interiormente por las competencias feudales, 
todavía no se ha deslizado de los brazos del pontífice; 
cuando las crónicas se trazan y la ciencia se expresa en 
aquel litúrgico latín eclesiástico, que sirve para separar 
al clérigo, encerrado en sus tradicronos, del pobre laico, 
cuyos labios balbucean los primeros vagidos de las len- 
guas vulgares; cuando en la horca levantada junto a la 
torre del homenaje se balancean los cadáveres de los 
pecheros, devorados por los buitres, y de calles a calles, 
ele colinas a colinas, de casas a casas, hay empeñado un 
combate a muerte, relampaguea y truena y siembra 
por doquier sus manojos de rayos la guerra universal.” 
Castelar nos pinta luego, de mano maestra, al laico des- 
amparado que va por las escuelas monásticas a disputar 
con los doctores de la ley “sobre problemas en cuyos 
términos se contenían ya les gérmenes de la ciencia.” 
De la angustia medioeval, del torbellino de las sombras, 
brotó ele ¡nuevo el agua clara del ingenio latino. Pero, en 
la noche profunda, en el silencio infinito del universo, 
bajo el misterio de las constelaciones, engarzado en el 
oro de los astros, lágrima parpadeante que flota en el 
éter, pasa el gran fantasma. Pasa sobre Las ruinas del 
mundo latino, rozando con sus alas la cúpula de las ca- 
tedrales ametralladas y el mármol deshecho de los mau- 
soleos. Pasa sobre las viejas provincias de Roma, crea- 
doras inagotables de cQvilizacióni, sobre Italia, sobre 
España, sobre las Galias, organismos de leyenda, plan- 
tas milagrosas que brotan bajo la caricia fatal de la 
muerte, y al llegar al seno de Francia, de la¡ Francia 
que vió reconfortada después de 1870, la sombra asaste 
al nv.s grandioso de los espectáculos, al homenaje ano- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


189 


nimo que le tributan quince mil españoles heroicos que 
vierten su sangre por la cauisa de la fraternidad huma- 
ne, la sangre generosa que pobló un mundo y que hoy 
alimenta la lámpara milenaria de la justicia. 



CAPITULO XXXVIII 


He ahí ulna de las figuras más universales de la lucha 
parlamentaria. Silencioso, alejado del ruido mundano, 
empuña un día, con vigor gigantesco, las herramientas 
de la acción. Saibio, escondido en el recogimiento del 
laboratorio, se lanza de pronto al torbellino de la polí- 
tica para afirmar con el armazón de la lev el ideal de 
sus meditaciones y de sus fatigas. Ochenta y dos años 
son bien poca cosa en la vida intelectual de uin> hombre 
consagrado al perfeccionamiento humano y a la belleza 
de las costumbres. Detrás de la existencia más fecunda 
se halla el vacío de las ideas, el cuadro mutilado del 
espíritu, paisaje doliente, restes de nuestra obra incom- 
pleta. Para el pensador revolucionario, jamás se progre- 
sa demasiado. No sólo se teme la asechanza de la reac- 
ción, sino también el cataclismo histórico, la fatalidad 
hecha sombra, esos golpes de retroceso social, que ador- 
mecen el pensamiento y que apagan el sentido de la 
justicia. Pero existe una fuerza íntima, superior a la vo- 
luntad de los hombres, una fuerza que en Leibnitz es 
armonía anterior a los hechos, que en Renán es energía 
subterránea, que en Bergson es impulso original, fuerza 
suprema que busca siempre soluciones coherentes y que 
conserva la frescura del alma. De ahí que el equilibrio 
moral de la sociedad humana, roto en la decadencia del 
imperio latino, desaparecido en la noche medioeval, 
vacilante todavía en la edad moderna, ajeno a los con- 
flictos de la9 ideas y de la voluntad, quedase restablecido 
a pesar de discordias atroces y de guerras sangrientas. 
La organización de la familia no es más que un punto 
perdido en el campo inmenso de los fenómenos sociales. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


191 


Alfredo Naquet no es otra cosa que el instrumento for- 
midable de esa voluntad •desconocida, que encarna el 
deseo soberano de un siglo. Ignorado de todos, Naquet 
aparece re¡pentiimament(e, tri/uinfa con golpes maestros, 
brilla durante un segundo, y luego vuelve al olvido. Hay 
una gran melancolía en la vida de este, admirable Lucha- 
dor, devorado por una labor árida, agitándose ,en med ; o 
de pasiones viokUitas, que surge para asegurar definiti- 
vamente la moralidad de la familia y que se pierde más 
tarde, como una brizna seca, en el vértigo de su propia 
obra. Hasta , su fe profética . se ; nos antoja trivial y 
desabrida. Más bien que forjador de sistemas, Naquet 
nos resulta la conciencia inquieta de su época. Después 
de uia cuarto de siglo de divorcio legal, fortalecido cou 
todas las garantías jurídicas, nadie se asombra, de sus 
consecuencias ni de sus caprichos. Las tentativas infruc- 
tuosas de la Revolución, los debates de la segunda re- 
pública y las disensiones de hace veinte años, nos pare- 
cen hoy juegos brillantes y vacíos, mascaradas frívolas. 
Se pensó en un monstruo lleno de dureza y de impie- 
dad, en un duende corruptor, en un fantasma perverso 
que llamaría a la puerta de los hogares afortunados. 
Violado el sacramento del matrimonio, restablecido por 
el concilio de Trento, la familia se hundiría en el cieno, 
moriría en medio de sensualidades groseras y de depra- 
vaciones abominables. El amor nacería de la abyección, 
la maternidad viviría del vicio, y los apetitos más re- 
pugnantes brotarían al p'e de los altares. Las ciudades 
quedarían desiertas, invadidas por la lepra hedionda 
del pecado. La humanidad desaparecería bajo una. olea- 
da de fango. Y el planeta temblaría con el derrumbe de 
todas sus conquistas morales. 


* * 


Desgraciadamente para Naquet, el mundo siguió lo 
mismo que antes. No hubo desastres, ni espantos, ni per- 
versiones. Los hogares felices no asistieron a la apari- 



ADOLFO AGCRIO 


ción ele ningún intruso degenerado. La desgracia eon¡ti- 
nuó siendo desgracia, a pesar de la ley. Naquet no 
trajo consigo unía revelación maravillosa, sino un buen 
remiendo. Lo que antes existía naturalmente, apareció 
luiego vestido cota fórmulas jurídicas. El reformador 
aprovechó la liza parlamentaria para trasmitir la sen- 
sación de realidades desconocidas. El divorcio existía 
como una voluntad universal, como una fuerza que está 
por enermia del frágil mecanismo de las leyes. Fué con- 
tra la vieja Roma debilitada en su organización de hie- 
rro, desangrada en su poderío, anarquizada al igual 
que su derecho decadente, la Roma * crepuscular que 
había exagerado hasta el infinito el principio legal del 
repudio; fué contra esa montaña de ideas agonizantes 
que se levantó el espíritu revolucionario del cristianis- 
mo. Y es en San Mateo donde aparece por primera vez 
la nueva doctrina de la familia. Interrogado por los 
fariseos, Jesús responde que la mujer y el hombre son 
todo uno, y que nadie puede separar lo que Dios ha 
unido. Pero Jesús no habla expresamente de la indiso- 
lubilidad del matrimonio. Frenóte a¡ la ley romana, el 
cristianismo se yergue como una doctrina de destruc- 
ción y de piedad. Quiere rehabilitar a la mujer, redi- 
mirla de su esclavitud y unirla al hombre en una abso- 
luta igualdad de derechos. Jesús invoca la voluntad 
divina para conmover los fundamentos del Estado y 
trastornar las ideas jurídicas de, Roana;. Pero no exalta 
el libertinaje ni condena el justo repudio. El divorcio no 
sólo refuerza esta ley de armonía moral, sino que es una 
condición esencial de esa, misma armonía. De ahí que 
Mahoma, en quien es evidente la influencia de las ideas 
de Jesús, consolide la libertad de la mujer dentro de la 
misma poligamia, asegurándole firmes garantías de di- 
vorcio contra la posible injusticia del marido. No im- 
porta que los padres de la Iglesia, violando el verdadero 
espíritu de la doctrina de Cristo, hayan elevado el ma- 
trimonio a la categoría de un sacramento invulnerable. 
No importa que en el concilio de Trcnto se haya esta- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


193 


blecido, esgrimiendo el pensamiento enmascarado del 
evangelio de San Mateo, el lazo indisoluble de la insti 
tución conjugal. Más tarde veremos a los escolásticos 
embrollados en disputadas sutiles; veremos cómo el de- 
recho canónico cae en contradicciones monstruosas y 
acaba por admitir la disolución del vínculo, por simples 
motivos religiosos, cuando triunfan, sobre el deslum- 
bramiento fugaz del sexo, las razones sagradas del cre- 
yente. Es que. por debajo de la dialéctica vacía, por 
debajo de los intereses de secta, hierven pasiones 
profundas, se agitan misterios eternos. Más fuerte 
que el capricho supersticioso del hombre es el secre- 
to de su propio destino. El divorcio existe en el fon- 
do mismo de la naturaleza humana. De tantas dis- 
cusiones, de tantos gritos, de tantas polémicas, hoy no 
queda más que un polvillo estéril. Nos asombra ahora 
la idea de que el hombre haya podido menospreciar el 
tiempo en tan vanos ardores. He ahí por qué Alfredo 
Xaquet ha sido prontamente olvidado. Muere dentro de 
esa otra gran muerte que es el silencio sin recuerdos, 
ese silencio que ha tejido sus sombras alrededor de la 
vida. Llegó en el momento oportuno, como han llegado 
siempre los grandes espíritus de Francia. Llegó como 
Gambetta, desconocido antes de 1870, la voz augural que 
hace resucitar, en un minuto de fiebre, a la patria en 
ruinas. Llegó como Joffre, trabajador ignorado antes 
de 1914, cuya frente de taciturno estaba h'eeha para los 
laureles del Marne. A pesar de todo, la muerte de Al- 
fredo Naquet, no está desposeída de grandeza. En medio 
de la Francia que sangra, de la Italia que hizo vivir los 
primeros vagidos de la justicia ; en medio de la solida- 
ridad latina, dentro de un mareo magnífico de sufri- 
mientos y de heroísmos, Naquet es la piedra que rueda 
silenciosamente hacia abajo, el esfuerzo humilde que boy 
se pierde en el abismo sin color donde van a juntarse, 
fundidos y deshechos, todos los sueños, todas las qui- 
meras, todas las esperanzas. . . 


13 



CAPITULO XXXIX 


Ivn medio ele las olas de sangre que la envuelven, 
Francia no se Ira olvidado de tributar a Gambetta el 
homenaje de su recuerdo. 31. Antonio Dubost, presiden- 
te del senado, lia evocado, en una sesión memorable, las 
hazañas de aquel hombre fuerte, que, fue el alma, de la 
defensa nacional de 1870. Bajo los ojos atónitos de las 
generaciones jóvenes, ha desfilado la silueta admirable 
y vigorosa del gran republicano, que, en una hora difí- 
cil para su patria, maravilló al mismo Bismarck y con- 
movió el espíritu tranquilo del viejo Guillermo I. Y 
en verdad que la oibra de Gambetta tiene algo de pro- 
digio, lleva en sí mucho de extraño, de temerario, de 
milagroso. Dubost nos relata que el ilustre demócrata 
quiso y comenzó dos grandes cosas que hoy se. han rea- 
lizado y que llevan a Francia hacia el mejor destino. 
Puso su pensamiento en el ejército de la república y dió 
fuerza a un pueblo “que desafía la muerte, pero que 
no quiere morir.” Si Gambetta hubiese vivido cuatro 
siglos antes, se le hubiera creído gobernado por el dedo 
divino, sie le hubiera beatificado como a Juana de Arco. 
Pero el incansable organizador se meció en una época 
de. dura impiedad y de positivismo científico. Sin em- 
bargo, su obra maravillosa se hizo de la nada, su es- 
fuerzo gigantesco se formó en el caos. Este hombre, que 
trabajó en el vacío, logró plasmar una conciencia eter- 
na. El ejército democrático que soñó Gambetta. es 
actualmente una realidad. “Nosotros lo tenemos ya. 
exclama Dubost, y no hemos pensado en él más que 
para mejorarlo y darle el secreto de la victoria.” "Más 
adelante, el orador se detiene sobre la energía moral que 



LA SOMBRA DE EUROPA 


195 


brota de los derechos del pueblo, de las virtudes ciuda- 
danas esas verdades resplandecientes a las cuales Gam- 
ite tta dedicó su vida entera. “Él quiso, prosigue, colocar 
a Francia bajo la protección de las potencias morales 
que proclamaba inmanentes y que anunciaba/, para un 
día no lejano, como superiores a la fuerza! Y son ellas 
las cuales, de, un extremo a otro de la tierra, hoy han 
congregado tantos ejércitos para dar su sanción a la 
justicia de los pueblos.” Como se ve, la batalla que 
comenzó Gambetta hace medio siglo, acaba de. alcan- 
zar su punto culminante. Cercado en París, fran- 
queando en globo las líneas alemanas, arengando a 
las muchedumbres abatidas, nombrando prefectos, po- 
niendo en pie al ejército del Lo, iré, haciendo funcionar 
de nuevo la vida administrativa, sacudiendo la paráli- 
sis de la nación, Gambetta no hizo más que organizar 
fuerzas psicológicas, no hizo otra cosa que preparar el 
advenimiento de un nuevo ideal. Del choque de dos 
tendencias opuestas ha nacido un nuevo concepto de la 
libertad. De la reacción entre el imperialismo prusiano 
y las quimeras de los visionarios del siglo XVIII, ha 
surgido la actual democracia francesa. Gaimibetta supo 
perpetuar esos resplandores sagrados. Situado en medio 
de crepúsculos, entre ideas marchitas y polvo de héroes, 
le tocó unir dos senos luminosos a través de una centu- 
ria. Fué el intérprete de un futuro en el cual empeza- 
mos a entrar con la cabeza erguida v sin doblar las ro- 
dillas. Fué el augur dichoso que puso en contacto dos 
mundos distintos, el médium que toca el fuego sin que- 
marse, como si una capa misteriosa lo hiciese impenetrable 
a la destrucción. Frente al segundo imperio que se co- 
rrompía, que caía a pedazos, invadido por una lepra 
maldita, Gambettiai /no abdicó de su fervor tenaz y dis- 
creto. Vivió en un plano superior, donde no llegaba el 
vaho de las pestilencias. Soles apagados, grandezas 
muertas, fiebre, silencio, todo lo que pone en la concien- 
cia la sensación amarga y melancólica de nuestra vida, 
había entristecido su cerebro, había dado a su pensa- 



196 


ADOLFO AGORTO 


miento un sello de dignidad y de suave nobleza. No se 
contagió su inteligencia con la inercia que la bloqueaba 
por tedias partes; se levante contra el medio,, estallo 
brutal y enfurecida, comunicando a sus contemporáneos 
el impulso de su actividad y de su inquietud, salvando la 
historia de un salto, levantando masas de hombres, y 
consiguiendo extender en el tiempo, como una campa 
nada eterna, la vibración de sus sueños dominadores. 

* 

* * 

En Le Matin, M. Gastón Thomson publicó las cartas 
que Gambo. tta escribía hace cuarenta años a su amigo 
Ramc. Son algunas líneas amaneadas a la intimidad, so- 
brias y fuertes, escritas en momentos en que Iiismarek 
amenazaba de nuevo a Francia. El gran repúblico con- 
fiaba al papel sus temores y sus esperanzas. Eñ aquella 
época sus previsiones hubieran sido adimitidas como 
fruto de una imaginación exasperada. Pero esas pala- 
bras, que nacieron para apagarse dulcemente en e.1 seno 
de la amistad, tienen una poderosa visión profétiea. 
Gambetta lee el porvenir sin frases solemnes, s ; n gestos 
de adivino, sin contorsiones ni mascaradas. Una mano 
enérgica desgarra la niebla y se abre paso sobre las 
incertidumbres del presente. En ello hay algo de frial- 
dad discreta, de melancolía disimulada, de dureza pro- 
fesional. Es que Gambetta no era sólo el soñador violen- 
to que marcó los destinos de. un pueblo, el lírico arreba- 
tado que cantó al borde del deslastre el renacimiento de 
Francia. Gambetta era un brazo fuerte, un hombre de. 
acción. No perdió el tiempo en la plaza pública, como 
los retóricos de la decadencia bizantina, discutiendo fór- 
mulas vacías frente al enemigo sanguinario, a la oleada 
bárbara que rugía a las puertas del hogar nacional. Su 
dios no era la bacante de líneas duras y armoniosas que 
consagraba era su tomo a los teóricos sutiles del bajo 
Imperio, el genio dionisíaco, blando y sonriente, coro- 
nado de pámpanos, con sus ojos sensuales, sus muslos 



LA SOMBRA DE EUROPA 


197 


lúbricos, sus labios glotones, esos labios manchadlos aú\n 
por el vino, todavía agrios por el zumo de la vendimia. 
Su ideal era la Victoria de Samotracia, la diosa die alas 
dominadoras y pecho augural, el tronco mutilado que 
no conoció los besos enervantes de la orgía, sino el lati- 
gazo áspero de la tormenta. Luchar coimtra las fatalida- 
des de la historia, poner un freno a la adversidad, ésa 
fue la obra de Gambetta. Para comprender la injusticia 
de los liomhres, el tribuno no esperó que la sangre del 
degüello salpicase el pedestal de las estatuas. Aún 
cuando los mármoles de Santa Sofía empezaron a cu- 
brirse con su velo rojo, no obstante el torbellino de la 
muerte, los filósofos proseguían sus divagaciones sobre 
la fraternidad de los espíritus y la supervivencia del 
afecto. Gambetta previo el inmenso fastidio de un pueblo 
completamente feliz, que vive paira la contemplación, 
que ignora la lucha creadora y que repudia el soberano 
trabajo de los músculos. El dolor surgiría entonces de 
la propia dicha. La. desgracia daría en coincidir con 
la fortuna, y el sufrimiento se buscaría como un placer. 
Cuando se vuelve hacia los enemigos, Gambetta no es- 
talla en frases altisonantes. La amargura de la derrota 
no ha conseguido enturbiar el sentimiento de su justicia. 
“Bismarck, escribe, ha sabido transformar la Alemania, 
dividida e impotente, en un gran imperio disciplinado 
y fuerte. En cambio, no estuvo tan bien inspirado al 
exigir la anexión de la Alsacia y la Lorena, pues va en 
ello el germen de muerte de su obra. . . En unía época 
de civilización refinada como la nuestra, no se conquista 
a los pueblos contra su voluntad. La conquista moral no 
lia seguido nunca a la conquista material. ’ ’ Gambetta 
define la acción libertadora -de la cultura francesa, des- 
entraña el choque fatal de dos tendencias opuestas, de 
dos mentalidades distintas. “De ahí, agrega, que las 
poblaciones de las provincias anexadas, habiendo vivido 
lo más caballeresco y seductor de la cultura francesa, 
se resistan a aceptar el régimen de brutalidad y de escla- 
vitud que se les ha impuesto.” El ilustre tribuno asiste 



198 


ADOLFO AGORIO 


a la alteración del equilibrio europeo en favor de Alema- 
nia. La espantosa guerra de que somos espectadores esta- 
ba prevista hace cuarenta años. “Los alemanes han he- 
rido el corazón de. Europa, dice Gambetta. Hasta; que 
no hayan reparado su falta, nadie osará desarmarse. La 
paz del mundo, tan necesaria a todos los pueblos, que- 
dará a merced del primer incidente..” 

* 

* * 

Desde que se puso la firma al pie del tratado de 
Francfort, se ha venido jugando torpemente con la paz 
de Europa. El más simple movimiento, la menor inicia- 
tiva, los más insignificantes proyectos eran turbados por 
el espectro amenazante de, la guerra. Si Rusia e Ingla- 
terra, en 1870, hubieran acertado a limitar las ambicio- 
nes del pangermainisino, Europa hubiera evitado los pe- 
ligros de. una nueva invasión en tiempos de Thiers, se 
hubiese ahorrado las asechanzas de la política oriental 
y los golpes teatrales de Tánger y de Agadir. En el 
fondo de todo problema internacional hay un pequeño 
sedimento de egoísmo. Lo mismo que el Times decía en- 
tonces sobre Francia, los diarios alemanes lo repetirían 
cuarenta años más tarde sobre Inglaterra. ¿No estamos 
cansados de escuchar las frases hechas acerca de la de- 
generación inglesa? La historia repite los ecos de una 
misma campana misteriosa que suena no se sabe en dónde. 
El eco, fantasma del sonido, tiene los atractivos inquie- 
tantes del error, que es el fantasma de la inteligencia. 
Parece que la humanidad lavase en el dolor ajeno sus 
placeres culpables. Si Rusia y la Gran Bretaña, presin- 
tiendo el florecimiento germánico, se hubiesen arrojado 
a la manera búlgara sobre el imperio 'naciente, las pági- 
nas actuales habrían de escribirse en otro sentido. Dege- 
neración no es debilidad, ni la fuerza significa el privi- 
legio de la virtud. A pesar de todo, la guerra que san- 
tificó Mazzini, la guerra sin deseos de rapiña ni apetitos 
repugnantes, es compatible con un ideal de renovación 



LA SOMBRA DE EUROPA 


199 


y de libertad. El fuego abrasa las tiranías, haiee cenizas 
de los tronos. La violencia no excluye el advenimiento de 
la justicia. Se mata para amar más cómodamente, y para 
vivir mejor. La guerra existirá mientras haya hombres 
capaces ele turbar la armonía de las leyes universales. 
He ahí las cartas del héroe de la tercera república, las 
confidencias hechas al amigo, las palabras ciue no espe- 
raron la publicidad sino para iluminarnos sobre la co- 
rriente de un pensamiento que creíamos muerto. Se diría 
que el planeta no reposase sobre ninguna idea de bon- 
dad, que fuese un péndulo gigantesco, oscilando eterna- 
mente entre lo torpe y lo sublime. Gamibetlta confía en 
el juego silencioso de las alianzas, en las combinaciones 
disimuladas de la política internacional. Oree en la 
sagacidad del príncipe de Gales, el futuro rey Eduardo 
VII. “No participa*, dice, de la hostilidad de una gran 
parte de la nación inglesa contra Rusiay Siento en él 
la pasta de un graia estadista.” Gambetta revela el fon- 
do íntimo de sus ideas. Desea que Rusia tenga por ene- 
migos a los enemigos de Francia. De allí podría brotar 
un sentimiento espontáneo de alianza entre los dos paí- 
ses. “Es claro que Bismarck quiere unirse a Austria, 
exclama. Es preciso, pues, que la Rusia advierta que 
nosotros podemos ser sus aliados. Desde la Revolución, 
nuestro país ejerce una gran influencia en Europa. No 
lia de pasar mucho tiempo sin que vea. a Inglaterra y 
Rusia con nosotros.” Los presentimientos de Gambotta 
se han cumplido. De tantais visiones brillantes no lia que- 
dado más que un residuo amargo. La sangre ha llega lo 
otra vez al seno de Francia. Pero en medio de la deses- 
peración y de la tristeza, su antiguo heroísmo no la ha 
abandonado. Cartas, hojas errantes, frías y olvidadas 
como !a hora en que fueron escritas, polvorientas como 
la lápida donde un forjador moribundo vertió sus espe- 
ranzas en forma de lágrimas. Ellas son hoy un acicate 
y un consuelo. Emilio Cas-telar, que mes dejó, triado 
con su mano de maestro, un retrato admirable de ( nm- 
'•ctta. conmueve, más que por su sensibilidad de artis- 



200 


ADOLFO AGORIO 


/ 

ta, por la. ternura del hombre que espió en silencio 
triunfo de la justicia. El camino no se abre con apretck 
nes de mano y con sonrisas mágicas. Solamente compren- 
den la, existencia aquellos que, a pesar de verse tortura- 
dos por un vértigo de emociones, saben esperar sin in- 
quietud, sin falsa angustia, pues sólo se orientan des- 
pués de haber muerto en germen las quimeras del 
corazón y de haber cortado sin piedad el vuelo del alma. 



CAPITULO XL 


En la tarde del 14 de noviembre de 1914 la vida de 
Lord Roberts se apagaba dulcemente sobre las líneas 
fantásticas de Flandea Ya octogenario, habiendo senti- 
do caer el crepúsculo sobre sus sienes, los ojos enérgi- 
cos, la mano erguida y vacilante, el' forjador de la 
epopeya colonial de Inglaterra se hundía en el horizon- 
te incendiado, desaparecía entre el humo y la polvareda 
de la batalla. Durante toda su vida, Lord Roberts fué 
el vocero ardiente de la conscripción. Tratado de visio- 
nario, creía él, sin embargo, que la victoria no se im- 
provisa con frases bonitas. Se dijo que era demasiado 
bondadoso para guerrero, demasiado impresionable 
para conquistador. No obstante, Lord Roberts había 
ilevado a cabo en la India una obra gigantesca de pene- 
tración moral, había conseguido poner una nota¡ de paz 
en la tragedia abominable de los espíritus. El militar 
británico llegó hasta donde nadie había llegado : hasta 
la conquista íntima de las razas, proclamando el inter- 
cambio de los valores éticos y respetando la autonomía 
de las sociedades incorporadas a la corona de Inglaterra, 
Lord Roberts sintió entonces el fuego de las tribus rebel- 
des, aspiró el veneno de la selva indostánáca, llamó en 
su auxilio al sortilegio de los ríos sagrados, luchó con 
la fiebre, con la peste y con los insectos. Sobre la super- 
ficie lisa de los pantanos flotaron entonces los signos 
misteriosos de la redención, sobrenadaron los lotos mís- 
ticos, aparecieron las flores de la gratitud y del sacrifi- 
cio. La espada del conquistador se transformó en 1a. hoz 
resplandeciente que se levanta con la aurora para abatir 
la cosecha contra la tierra y segar las mieses maduras. 



20 2 


ADOLFO AGORIO 


A pesar de todo, Lord Roberts era un i n comprendí do 
para la Gran Bietaña. Por algo Anatole Franee nos en- 
seña a llamar escépticos a los que no poseen nuestras 
ilusiones. E'n Lord Roberts los ingleses no lian querido 
ver más que al héroe de la campaña de Afganistán, al 
pacificador de la India, al mago que formó de la nada 
regimientos maguí (icos, hechos con indígenas impasi- 
bles, a cuya cabeza marchaban raja es millonarios, cu- 
biertos de vestidos extraños y de pedrerías fastuosas. 

* 

* * 

En sus correrías lejanas, amontonando la experiencia 
diaria, Lord Roberts había madurado la sutileza de su 
instinto militar. No deseaba para la Gran Bretaña un 
ejército de mercenarios. Rechazaba el enganche a base 
de contratos denigrantes, abominaba de la esclavitud 
pactada con el hambre, la desesperación y la ignorancia. 
En cambio, el anciano militar quería el servicio activo 
de los ciudadanos, reclamando la mayor suma de liber- 
tad dentro de la disciplina, restableciendo lai autono- 
mía consciente de los individuos sobre los deberes lógi- 
cos del soldado. Lord Roberts no buscaba ni anarquistas 
ni autómatas. Creía, que el bienestar de la especie no 
se hace a costa del cercenamiento completo de la per- 
sonalidad humana, sino sacrificando algo de nosotros 
mismos, algo de nuestra placidez egoísta, en holocausto 
a los grandes ideales que gobiernan nuestra existencia,. 
He ahí el sentido psicológico, la esencia subjetiva del 
servicio militar obligatorio, doctrina que apasionó al 
mundo político de Inglaterra después de transcurrido 
un año desde la muerte de su precursor, sistema de 
acción social que crece al calor del país más individua- 
lista del planeta y que ¡firve de bandera al propio Lloyd 
George, uno de los más grandes reformadores de este 
momento histórico. ¿Por qué Lord Roberts sabe, ganar 
batallas después de muerto? Porque donde todos habían 
visto un rudo guerrero, nadie había querido descubrir 



LA SOMBRA DE EUROPA 


203 


al hombre de ideas, al organizador moral, a la inteli- 
gencia que era una disciplina para las almas. 


* 

* * 


La Gran Bretaña inició la guerra con un ejército que 
no correspondía a su grandeza ni a sus recursos en 
hombres. No obstante sus años, Lord 1 Roberts se interesó 
vivamente por las operaciones. Sus trabajos no se hubie- 
ran visto nunca completos sin una visión de la reali- 
dad. El viejo militar no podía resignarse a su retiro de 
Inglaterra. Quiso bajar al continente, ipresenciar ¡por 
última vez el choque espantoso de los hombres. Lord 
Roberts se sentía de nuevo el sabueso que olfatea la 
muerte, que husmea la fatalidad y que sigue la pista del 
destino. Ya en tierra de Francia, estremecida por los 
truenos del cañón, Lord Roberts se vió rejuvenecido. 
Pudo mezclarse con sus soldados hindúes, con sus que- 
ridos soldados hindúes, alma de esos regimientos que él 
había visto nacer de sus manos y en cuyas filas había 
pasado cuarenta años de su vida. Ahí estaban las unida- 
des de Delhi, la división de Labore, el 47.° de sikhs, los 
batallones de gourklias, los Garwal Rifles, los escuadro- 
nes de Meernt. . . Ahí estaba toda la India, tranquila, 
misteriosa, toda la India llena de recogimiento, de he- 
roísmo y de majestad. El 13 de noviembre Lord Roberts 
se hallaba en Saint-Oaner. Del lado de Neuve-C'hapelle, 
hacia Riehebourg, rugía el cañón de Francia. Roberts 
no quería marcharse sin visitar el cuartel general de 
Foch, ese centinela avanzado bajo el cielo enrojecido 
de F1 andes. “El general Foch, escribe Le Temps, reci- 
bió al viejo mariscal en su oficina municipal, donde ha- 
bía pasado tantas horas conmovedoras durante la bata- 
lla del Yser, mirando un antiguo reloj de pared y espe- 
rando el campanillazo del teléfono”. Lord Roberts se 
interesó por las explicaciones de Foch, felicitó a los ofi- 
ciales del estado mayor y declaró su admiración por la 
forma prodigiosa cómo los franceses cumplían los prdin- 



204 


ADOLFO AGORIO 


eipios de las batallas modernas, estableciendo diques 
formidables para contener la oleada invasora. El maris- 
cal estaba de buen humor. Sus ojos brillaban, enardeci- 
dos por la. esperanza. Hasta sus arrugas del rostro pare- 
cían sonrisas. Por la tarde, Lord Roberts volvió a sus 
regimientos indios. “Entonces tuvo una coquetería de 
soldado, agrega Le Temps. Se quitó la pelliza para .pasar 
revista a las tropas. Esos días de noviembre eran muy 
fríos. Al regresar a Saint-Omer, Lord Roberts tiritaba. 
El 14, al declinar la tarde, estaba muerto”. La agonía 
fue lenta y dulce, sin violencias, sin crispaeiones, sin 
espasmos. La vida del guerrero se deshizo como capo de 
nieve, se disipó en un soplo de invierno. Inglaterra per- 
día, más que un hombre, una entidad moral. Los hom- 
bres se renuevan, se transforman, se substituyen. Sólo 
los valores íntimos dejan detrás de sí el vacío, cuando 
desaparecen agostados por el sufrimiento o languidecen 
en un estertor irreparable de repugnancia, de fastidio v 
de amargura. He ahí la gran enseñanza que hemos des- 
preciado y que el porvenir ha de aprovechar a costa 
de nuestra insensatez. 



CAPITULO XLI 


Desconocido ayer, humilde jefe del regimiento 33.° de 
infantería, Felipe Pétain ha alcanzado hoy, frente a las 
fortalezas de Verdún, el más alto .grado de la celebri- 
dad. II est parvenú á la grande foale, como dicen 
sus biógrafos. Ha llegado al fondo mismo de la multi- 
tud que lo ignoraba, que no lo había visto penetrar en 
Bélgica desde los comienzos de la guerra, que no había 
asistido a la maniobra admirable que lo llevó desde 
Yimy hacia la inmensa llanura que se extiende hasta 
Lens y hasta Douai. Las. hazañas de Artois ya estaban 
olvidadas. La epopeya magnífica y terrible de Cham- 
pagne, esa página prodigiosa de la historia de Francia, 
no había descubierto aún el nombre del soldado genial 
que la concibió y que supo afrontarla. Fue necesario 
el espanto de un nuevo , desgarramiento para que las 
miradas del mundo se volviesen, maravilladas y enter- 
necidas, hacia el misterioso general que surgía de uin 
torbellino de humareda y de sangre para imponerse, al 
enemigo, no sólo con el arrebato de la victoria, sino tam- 
bién con el prestigio de los valores técnicos y de, la 
ciencia militar de Francia. Aún cuando todos los crí- 
ticos del general Pétain están de acuerdo en sostener 
que, sin la guerra europea, la figura de este vigoroso 
estratega se hubiese apagado en el silencio, hay que 
convenir, a pesar de todo, que los sucesos forjan a los 
hombres cuando existe una voluntad humana superior 
a las fatalidades de la historia. Solamente sobre las me- 
dianías los acontecimientos obran como caricia efímera. 
Felipe Pétain es hijo de sus concepciones, es un expo- 
nente de su propia fuerza moral. Necesitó de la gue- 



20(3 


ADOLFO A GORIO 


na como el artista necesita del lienzo. El campo de ba- 
talla fue el escenario de su corazón y de su genio. “Te- 
nía u<ma reputación sólida en el ejército, escribe Le 
Journal ; pero la gran masa no sabía nada de él. Veinte 
meses de guerra lo han puesto a la altura de los más 
famosos generales. Tía franqueado de un salto todos los 
peldaños. Vedlo ya en plena gloria¡. ” Cuentan los bió- 
grafos del defensor de Verdón que, en las maniobras de 
otoño, cuando llegaba el momento de hacer la crítica 
de las operaciones, Pétain se acercaba silenciosamente, 
con la pipa colgada de los labios, al círculo de oficiales 
de estado mayor. Como recogido sobre sí mismo, echan- 
do gruesas bocanadas de humo, Pétain escuchaba todas 
las censuras, todos los elogios, todas las opiniones. Lle- 
gado el instante en que se requería su juicio, el militar 
se expresaba secamente, con decisión, em términos bre- 
ves y geométricos. Pétain es el perfecto general de una 
democracia, para quien los valores morales, más que 
una fuerza, constituyen una recompensa. (1) Se relatan 
casos curiosos en que siendo la opinión de Pétain con- 
traria a la de, todos sus jefes, le tocó demostrar prác- 
ticamente, siempre con éxito, las consecuencias funes- 
tas del error que otros habían defendido. No obstante, 
su sinceridad alimentó los progresos de la injusticia, 
Pétain conoció las reservas crueles de la intriga, las 
durezas de la indiferencia y del abandono. De ahí que 
posea la pasta íntima del triunfador, ese fermento sa- 
grado que lleva más de amarguras que de sonrisas. ‘ ‘ Sus 
ascensos, escri/be un biógrafo, no fueron rápidos. Sin la 
guerra, hubiese corrido el riesgo de morir nada más 
que con las dos estrellas. ¿ Por qué ? Es tan modesto, que 
nunca se sintió capaz de solicitar ni aún aquello que le 
correspondí a.” La guerra que reveló al militar, ha 
desnudado también las antiguas miserias. Pero un espí- 
ritu de justicia inviolable, más fuerte que todas las con- 


(1) «L’expression do ccs chanclos syrnpathies est une des recompenses des sacri - 
fices consentís*. (Párrafos de una carta del general Pétain sobre mi libro La 
Fragua ) . 



LA SOMBRA DE EUROPA 


207 


ti agencias del destino, hace que Francia, identifiqúe la 
gloria del general vencedor con la suprema aspiración 
hacia las reparaciones de su derecho hollado y de su 
integridad escarnecida. Los soldados pasan y mueren, 
pero Francia es eterna. 


❖ ❖ 


La. vitalidad de Francia, la vieja emergía francesa 
proclamada por Gabriel Hanotaux en un libro célebre, 
mientras Demolins nos embriagaba con sus himnos al 
poderío de los anglo-sa jones, mientras el misino Le Bota, 
saturado de virus germánico, anotaba los grados fantás- 
ticos de la decadencia latina, la vieja energía francesa 
de la cual desconfiaron en un minuto de locura sus más 
formidables representantes, nos da hoy el espectáculo 
prodigioso de. su capacidad para vencer y de su fuerza 
para penetrar las almas. Ella viene desde el infinito de 
la raza como la savia de un árbol secular. Nos renueva 
con el soplo de las centurias, ese. aliento sutil del abis- 
mo, que trae consigo todas las enseñanzas y todas las 
grandezas de las horas muertas. Pétain no es otra cosa 
que una encarnación admirable de esa soberana vitali- 
dad francesa con raíces ignoradas. El nombre del sol- 
dado no recuerda leyendas de heráldica ni sugiere bla- 
sones de aristocracia. Sus orígenes no pueden ser más 
humildes. Descendiente de campesinos, Pétain conserva 
todavía sus amigos de la infancia en Cauchy-á-la-Tour, 
en la cuenca hullera de Pas-de-Ca.lais, donde aún existe 
la granja paterna. Ai igual que Pétain, el general Jof- 
fre desciende de un pequeño industria! de Rivesaltes y 
el general Sarrail es hijo de modestos burgueses de Car- 
casona. Foeh nace en la aldeai de Valentine, enclavada 
en los contrafuertes milenarios de los bajos Pirineos, y 
Gallieni pasa sus primeros años en Saint-Béat, villorrio 
perdido en la frontera de España. La, energía francesa 
busca sangre nueva a la sombra de las montañas y se 
rejuvenece con la soledad del campo. Los que no pensa- 



208 


ADOLFO AGORIO 


ron en una Francia enriquecida bajo este aluvión de 
fuerzas gigantescas <e incontaminadas, <no ¡pudieron 
prever su renacimiento incomparable. Contra los que 
siguieron las teorías frívolas de Demolins, contra los 
que se dejaron arrastrar por la sirena de un doctrinaris- 
mo de decadencia que sólo existía en la verba abstracta 
de los metafísicas y en la imaginación absurda de los 
profesores de la energía sajona; contra las frases de los 
escépticos y los gestos de los impotentes, Francia se 
levanta de nuevo para destruir con hechos maravillosos 
la obra intelectual de dos generaciones de descreídos y 
de inertes, en quienes la derrota de 1870 había inocu- 
lado el veneno de la tristeza y del desaliento. Nadie 
como Carducci profetizó esta deslumbrante resurrec- 
ción. (1) El espectáculo de la Francia vencida sugería 
al gran poeta de la unidad italiana la visión radiosa de 
Anteo, el héroe mitológico que renacía con más vigor 
cada vez que sus espaldas tocaban la tierra. Madre tam- 
bién de Francia, la tierra le da sus energías escondidas, 
sus fruitos apenas desflorados. Anteo parece fecundarse 
a sí mismo, cada vez que cae contra el surco. En ese sen- 
tido, Pétain es un símbolo viviente, de la fuerza fran- 
cesa. Retoño de un viejo tronco de agricultores que, 
desde hace doscientos años, viene sembrando la tierra 
de Fralncia, Pétain es el soldado en guardia, la última 
espiga hecha bayoneta, la postrer semilla que. defiende 
a la madre común tantas veces violada por las herra- 
mientas del trabajo y embellecida por los cantos de la 
fraternidad. Los símbolos se. integran y se desgarran en 
el ciclo infinito del universo. Cuando vuelvan las horas 
de paz y de placidez, esa pequeña, granja de Caiuehy-á- 
la-Tour, con sus corrales, con sus graneros, con sus 
establos llenos de estiércol donde picotean las gallinas, 
esa casa construida para la labor de. los campos, donde 
vivieren y murieron tantas generaciones de labradores, 
ese cortijo perdido en la inmensidad del planetai, que 


(1) Léase el capítulo XXXTÍT de este libro. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


209 


•de pronto da a la luz el guerrero predestinado por la 
conciencia universal para ganar la más grande batalla 
de la historia, esa casa rústica y olvidada será la demos- 
tración más evidente de todo lo que puede el espíritu 
inagotable de Francia, cuyo genio nace bajo las piedras 
de las alquerías en la hora de prueba, y cuya energía 
brota a torrentes, sin descanso, como de una arteria 
recién abierta. . . 


u 



CAPITULO XLII 


Durante el período inquietante del 21 al 25 de febre- 
ro de 1916, se jugaba en Verdún la suerte d.e Francia. 
Una formidable ofensiva se había iniciado contra la 
ciudad heroica, la ciudad bajo cuyos muros debería des- 
arrollarse la más espantosa de todas las tragedias de la 
historia. Muchos días han corrido desde aquella fecha. 
La atroz matanza aparece ahora vestida de penumbras, 
velada por tonos discretos. El tiempo apaga los matices 
del heroísmo, pero exalta las reservas morales de la na- 
cionalidad. Es la bóveda inmensa que recoge el recuerdo 
y lo multiplica como un eco sagrado 1 . De Verdún no 
queda hoy más que una sensación de grandeza. Los de- 
talles se han perdido en el vacío. No obstante, se hubie- 
ra dicho que el mundo había paralizado su vida espiri- 
tual en ese minuto terrible en que se decidía por se- 
gunda vez de los destinos de Europa. En páginas ad- 
mirables, Henry Bordeaux nos ha trasmitido todo el 
horror y toda la angustia de aquellos días. Seiscientos 
mil hombres quedaron tendidos sobre esos campos de 
desolación, campos .extraños, a los cuales la monstruosa 
artillería moderna transforma en verdaderos paisajes lu- 
nares, monótonos y fríos, cubiertos de cráteres negros y 
de lodo sangriento. La intensidad del bombardeo era 
inesperada. Nada más horrible que aquel diluvio de 
fuego. El obús germánico registraba todos los rincones 
del campo enemigo, hundiendo trincheras con estrépito 
y levantando montañas de fango. Durante la noche, el 
trueno parecía enfurecerse y redoblar sn rabia. La luz 
lívida de los reflectores se confundía con el relámpago 
de las. granadas. Cuando el cañón enmudecía por mo- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


211 


mentos, estallaíban cohetes lejanos, multicolores, señales 
misteriosas desgarrando la sombra. En Haumont una 
compañía entera volaba en pedazos. Muchos soldados no 
podían resistir la conmoción nerviosa, y corrían como 
fantasmas entre las llamas de los incendios. Y allá se 
perdían, a lo lejos, mordidos por su repentina locura, 
con la boca crispada y los ojos brillantes de fiebre. Y 
allá caían, deshechos y; pulverizados por los fuegos de 
barrida, mientras sus compañeros, en medio de u¡na 
lucha gigantesca, se sostenían a lo largo de Herbebois, 
Bois des Caures, de Wavrille, de Douaumont. Siete 
cuerpos de ejército, bajo las órdenes del príncipe here- 
dero de Prusia, forman un semicírculo implacable alre- 
dedor de Verdón. Los obuses con gases lacrimógenos y 
sofocantes, hacen explosión en las posiciones francesas). 
Las comunicaciones telefónicas han sido cortadas. Los 
abrigos empiezan a ceder. En Bois des Caures batallo- 
nes enteros son sepultados entre los escombros. El co- 
ronel Driant reorganiza a sus cazadores dispersos y 
carga para morir. Una hala en 1.a sien lo derriba contra 
las empalizadas de alambre de púa, esas barreras ya 
deshechas, furiosamente retorcidas por el aterrador 
bombardeo. Cuando cae el último de los cazadores del 
coronel Driant, un oficial- germánico reconoce el eadláver 
del jefe francés. Su sepultura es digna de su sacrificio. 
Por otra parte, en Bois de la Ville se suceden dramas 
espantosos. Mientras la artillería francesa se empeña 
en bombardear la selva de Spincourt, donde la cantidad 
de cañones enemigos es incalculable, la línea de defensa 
se repliega en busca de nuevos abrigos. Eb el bosque de 
Gremilly, al norte de la Jumelle, los alemanes poseen 
tantas bocas de fuego que los aviadores no consiguen 
determinarlas todas. Las primeras líneas son totalmente 
niveladas bajo esa tempestad de metal y de 'llamas. Del 
lado de Samogneux, la situación no puede ser más críti- 
ca. Los muertos y los heridos son abandonados. A veces, 
a pocos metros de las trincheras, se arrastra algún hom- 
bre con el uniforme desgarrado y la barba llena de 
barro sanguinolento. Imposible socorrerlo. Sus quejas 



212 


ADOLFO AGORIO 


no se oyen, sus súplicas se pierden en el vacío, sofocadas 
por el estruendo, devoradas por el torbellino de la ma- 
tanza. Allí morirá de fiebre y de sed, de angustia y 
desconsuelo, siempre que alguna bala piadosa no ven- 
ga, silenciosamente, a aplacar esa gran desesperación 
anónima. Se diría que un demonio gigantesco triturase 
a los hombres basta convertirlos en polvo. El relato del 
representante de la United Press que se inclina a reco- 
ger un casco militar y que encuentra dentro de él una. 
cabeza humana, no constituye la fantasía diabólica de 
un humorista de la guerra a lo Bernard Shaw. Ese epi- 
sodio era una realidad constante en aquellos días de epo- 
peya y de infierno. Las líneas francesas parecían un 
monstruo flexible, extraño y fantástico, que se reple- 
gaba y se retorcía sin romperse. Era necesario abrir 
Una brecha para marchar rápidamente sobre Verdún. 
El emperador arenga a sus famosos soldados de Bran- 
déburgo. La palabra imperial enardece a esas tropas 
magníficas, escapadas de la leyenda, hijas del fervor 
militar de Prusia, y donde el heroísmo se concede como 
un privilegio de la fortuna. ¿Quién se sentiría capaz de 
resistir a soldadas tan admirables? En esos días entra 
a la hoguera la legión de hierro. Francia ha arrojado al 
volcán su última esperanza. Ún viejeeito todo blanco, 
un soldado de ojos bondadosos y enérgicos, mamdiai la 
legión de hierro, dirige a su puñado de elegidos bajo un 
diluvio de chispas mortales. Ese hombre es Balfourier. 
Lleva sobre sus espaldas una responsabilidad terrible, 
lia dicho que el enemigo no pasará. Debe cumplir su 
palabra. Su simplicidad es tan profunda como su he- 
roísmo. (1) Los alemanes se encarnizan, con sus 305 y 
sus 380, sobre las granjas de Anglemont y de Mormont. 
"Era preciso, para mantenerse allí, dice el Bulletin des 


(1) Je ne maudis d’aiHeurs qti’á moitié raon retard , puisqu’il me permet de vous 
dire tout.e mon émotion ít la locture de eos lignes si vibrantes, d’une humanité 
vra ? ment supérieur . Mcici de tout coeur du plaisir que je vous dois- S'il m’est 
jamais donné de vous rincón trer, soyez certain que ce me sera une joie sincére de 
vous redirc mes sentiments de grati tilde et de cordiale amitié». (Fragmento de 
una carta del general Balfourier al autor de este libro). 



LA SOMBRA DE EUROPA 


213 


Armées, toda la energía de los jefe©, toda la admirable 
disciplina de las tropas bajo la metralla, la voluntad 
unánime de todos. Nadie flaqueó”. Sin dormir, co- 
miendo apeáas, en acecho perpetuo frente a lai línea 
enemiga, la legión de hierro soportó un ¡bombardeo 
atroz de setenta y dos horas. Entretanto, la batallai se 
extendía hasta Beaumont y Herbebois, pasando por 
Chaume, Vacherauville, por los bosques de Rappe y da 
Fosses. Luego, después del 26 de febrero, cuando la 
rápida ofensiva alemana había terminado, vinieron la© 
cargas formidables contra Damloup y contra Douaumont. 
La entrada de los brandeburgiueses y de la legión de 
hierro dió al espantoso choque una grandeza descono- 
cía. Balfourier deja aproximar al enemigo a alguno© 
metros de las fortificaciones y luego lo barre con las 
ametralladoras. Las ráfaga© de hierro abren claros entre 
las filas grises de los atacantes. En algunas partes los 
soldados se mezclan, gritan, cantan, aturdiéndose con el 
ruido infernal de sus juramentes, con la embriaguez 
trágica de esa lucha de bayonetas, bestial y vertiginosa 
como una orgía satánica. A un hombre le cuelga lai mano 
de un hilo de carne ensangrentada. Con movimiento 
brusco, mordiéndose los labios de dolor, el hombre rom- 
pe el músculo, todavía palpitante, y arroja la mano al 
azar. En los alambrados de púa hay prendido un musco 
de restos malditos. Brazos, piernas, cráneo©; trozos de 
piel humana, guiñapos de uniformes, armas y andrajos, 
todo cuelga en confusión d'e esas barreras intrincadas, 
deshechas y revueltas por la artillería. ¿Qué sucedería? 
Nadie osaba preguntarlo. Mientras la legión de hierro 
se desangraba en una lucha sin ejemplo, hasta el límite 
de las fuerzas humanas, Pétaim sueedíai a Humbert. La 
ciudad organizaba sólidamente! su defensa. Muiy pronto 
deberían surgir Nivelle. y Mangin. Es que la legión de 
hierro había permitido este supremo renacimiento. El 
momento era grave y solemne. Ya nadie llegaría a ha- 
cerse dueño de las ruinas. Verdón se transformaba en 
una fragua de héroes. Cuando se empieza a crear, des- 
pués de haber sufrido, la victoria es un manto sagrado 
que so defiende con el bálsamo de su misterio. 



CAPITULO XLIII 


Los paladines de la diplomacia han cedido al paso de 
los soldados. Cuando sólo hablan los cañones, un polvo 
gris eae sobre la suntuosidad de las embajadas y el bri- 
llo de las conferencias ceremoniosas. El humo de las 
batallas borra el recuerdo de las recepciones resplan- 
decientes, desvanece el encanto de las alianzas firmadas 
entre brindis sonoros. Ya que los ejércitos han entrado 
en juego, los antecedentes diplomáticos no sirven más 
que para justificar las razones de la violencia. Eíntre el 
torbellino de las noticias militares, los periódicos france- 
ses dedican algunas líneas escuetas y breves al esfuerzo 
realizado por Jules Cambon en favor de la paz euro- 
pea. Nadie ha intentado desconocer el entusiasmo ar- 
diente, casi religioso, de este espíritu fuerte y joven. Su 
sueño ha sido la fraternidad entre todos los pueblos de 
Europa. Jules Cambon representaba a Francia en Berlín 
cuando estalló la ¡guerra. Esta sola circunstancia basta 
para suponer toda la energía, toda la fuerza moral, todas 
lais virtudes que pueden ser necesarias al triunfo de las 
ideas francesas. En un medio áspero, agresiVo, caldea- 
do por doctrinas imperialistas, Jules Cambon hizo es- 
cachar la pailabra serena del derecho, la voz de la jus- 
ticia humana desconocida. Algún día, cuando los hombres 
depongan las aranas, cuando la conciencia universal 
vuelva a su tranquilidad íntima, han de surgir a la luz 
esos minutas lejanos en que se luchaba por suavizar el 
instinto bestial de la especie. Y entonces, una humani- 
dad convaleciente y enternecida, de espaldas al abismo, 
reecinocerá el supremo heroísmo de esos campeones si- 
lenciosos, tenaces, olvidados en un mal momento de lo- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


215 


cura social y de fiebre colectiva. Leyendo el Libro Ama- 
rillo, uno reconstruye sin fatiga el vestíbulo de la 
tragedia, las antesalas de este desgarramiento for- 
midable. Se tropieza con. informes curiosos, con datos 
sugestivos, con escenas que ignorábamos completamen- 
te. Dentro de una precisión vigorosa, en un relieve 
admirable, surge de esas páginas la personalidad de 
Jules Camben. Del fárrago de los despachos, de las 
notas de las comunicaciones, se desprende un soplo 
original, lleno de vida, palpitante de sinceridad. Los 
hechos no hacen otra cosa que confirmar ese encartndza- 
miento del embajador para defender la seguridad de la 
familia.' europea. El ultimátum enviado a Servia por el 
gobierno austriaco había alarmado a todas las poten- 
cias. Rusia, especialmente, se sentíai amenazada eim su 
papel de custodio de la soberanía de los demás pueblos 
eslavos. La humillación de Servia significaba, pues, la 
humillación de Rusia. No obstante, el gobierno del zar 
aconsejó la calma. El empeño de no perturbar la paz 
llegó hasta el punto de que la contestación de los serbios 
a la nota austríaca toleraba algunas condiciones afren- 
tosas. Fué en este período de la discusión diplomática 
que, por intermedio de Sir Edward Grey, Inglaterra 
propuso que las potencias que no se hallaban, directa- 
mente interesadas en el conflicto, deberían reunirse en 
conferencia con el objeto de solucionar las dificultades. 
Pero quedaba convenido que, mientras durasen las ne- 
gociaciones, Servia, Rusia y Austria se abstendrían 1 de 
toda operación militar. “Múltiples ventajas parecía 
ofrecer este procedimiento, dicen los profesores Dur- 
kheim y Denis. Servia cedería más fácilmente a Europa 
que a Austria, y, ganando tiempo, aumentarían las pro- 
babilidades de una solución pacífica”. Ttalia, Francia, 
y hasta la misma Rusia, se apresuraron a. aceptar la idea 
de Mr. Grey. Sólo Alemania se negó resueltamente a 
estudiar el proyecto. La cancillería imperial contestó 
con evasivas. En términos imprecisos, con palabras muy 
vagas, Alemania renunció a una intervención pacífica. 
Es en este instante crítico en que entra en juego todlai 



216 


ADOLFO AGOBIO 


la influencia de Jules Cambon. El ministro Yon Jagow ,. 
aunque sin justificar su actitud, ya había quitado toda 
esperanza al representante de la Gran Bretaña. Sin 
embargo, Camben no vacila uin segundo. No ipodía re- 
sistir al deseo de abrir todos los misterios, todas 
las reservas, todos los manejos ocultos, a las brisas 
de la verdad. El 27 de. julio abordó a Yon Jagow. Aun- 
que el ministro le recibe con frialdad, la. conversación 
se hace cada vez más ardiente y toma por momentos 
giros dramáticos. Yon Jagow insiste en su negativa con 
una violencia formidable. 

— No es posible — exclama — instituir una conferencia 
para tratar asuntos de Austria y de Busi¡a:. Eso no nos 
incumbe a nosotros! 

Jules Cambon se pone de pie y protesta con energía. 
Sus razonamientos, templados por una voluntad de acero, 
sus palabras duras y persuasivas, vuelven a sonar en el 
despacho ministerial. 

— La proposición Grey, señor ministro, es algo más 
que una cuestión de forma. Lo que importa as asociar a 
Inglaterra, a Francia, a Alemania, a. Italia, en una obra 
de paz. Esta asociación, una vez formada, podría mani- 
festarse por diligencias comunes en Yiena y en San Pe- 
tersburgo. Sería un hermoso y saludable ejemplo el que 
los dos grupos de alianza, en lugar de oponerse perpe- 
tuamente el uno al otro, obraran de común acuerdo para 
impedir el conflicto. Con esto, probaríamos que existe 
realmente un espíritu europeo. 

Ydn Jagow, alejándose de la cuestión, contestó con 
frases difusas y repitió las mismas cosas que había di- 
cho antes. Luego declaró desconocer el texto de la con- 
testación servia. Entonces, Jules Cambon se impacientó. 
Se daba cuenta de que el ministro ocultaba algo, pues 
la nota de Servia era ya conocida de toda Europa. Can- 
sado, irritado, lleno de fastidio, el embajador hizo ade- 
mán de marcharse. De pronto, preguntó con brusquedad : 

— ¿Entonces Alemania quiere la guerra? 

El ministro se sintió vivamente herido y comprendió 
que se había colocado en mal terreno. Quiso volver sobre 



LA SOMBRA DE EUROPA 


217 


sus pasos y manifestar las buenas intenciones de su 
gobierno. 

— ¡Y bien! — agregó el embajador francés.— En ese 
caso, es preciso que las obras respondan a esas buenas 
intenciones. 

Al despedirse, asomó a los labios de Jules Cambon 
una delicada ironía. Refiriéndose a la nota servia, que 
toda Europa conocía, exclamó: 

— Cuando leáis la contestación senda, pesad sus tér- 
minos con vuestra conciencia. O's lo suplico en iniomibre 
de la humanidad. No asumáis personalmente una piáirte 
de responsabilidad en las catástrofes que dejáis pre- 
parar. 

A los cuatro días de esta conversación, Alemania de- 
claraba la guerra a Francia y a Rusia. Todos los esfuer- 
zos para, mantener la tranquilidad de Europa se disipa- 
ron como visiones al choque de realidades sangrientas. 
El fantasma rojo que, durante cuarenta y cuatro años, 
no haibía cesado de excitar las imaginaciones belicosas 
y de atormentar los cerebros calenturientos, desencade- 
naba su cólera sobre la tierra enriquecida por el hom- 
bre y fecundada por el trabajo. Las herramientas de la 
paz habían sido rotas. Pero, como consuelo a la concien- 
cia humana exasperada por el desastre, la historia ha 
extendido, juntamente con la vibración de ese dolor so- 
berano, el recuerdo de los espíritus audaces que lucha- 
ron contra la inmensidad del destino y se sintieron ca- 
paces de disputar a la guerra cada uno de sus pasos 
abominables. 


* 

* * 

En su testamento filosófico, revelado en medio del 
horror y de la fascinación de la guerra, Octavio Mirbeau 
escribe que la mayor gloria de Francia es la de haber 
deseado la paz. Antes de estallar el gran conflicto, Fran- 
cia había santificado las virtudes creadoras del trabajo 
pacífico. II faut avoir anssi le courage de la paix, se re- 



218 


ADOLFO AGORIO 


petía en todos los momentos. Pero sostener las mismas 
ideas de estos minutos supremos, absorbidos por la glo- 
ria guerrera, embriagados por la sugestión die opera- 
ciones militares brillantes, parecería un contrasentido 
abominable o una burla sangrienta. No obstante. Octa- 
vio Mirbeau sabía que en el fondo de esta lucha mons- 
truosa se agita una idea vital de derecho, de paz, de 
solidaridad. Se diría que en todo choque colectivo la jus- 
ticia se presenta con apariencias engañosas:. Hay una 
manera de desentrañar el contenido ideal de la guerra, 
de fijar el matiz de las responsabilidades. Recorriendo ha- 
cia atrás la vida internacional de Europa, es posible 
definir lentamente el contraste de intereses y de psico- 
logías. ¿El tiempo transforma las mentalidades o es el 
espíritu del hombre quien pone sobre los siglos su huella 
discreta y profunda? Los eruditos han desenterrado una 
respuesta profética que el sabio Be.rthelot dió en 189ó 
al Mercare de F ranee sobre las relaciones sociales entre 
Francia y Alemania. “Estas relaciones no podrán ser 
íntimas, escribía Berthelot, sino hasta, el momento en 
que cada nación renuncie a sus deseos de prepotencia 
sobre los vecinos, y hasta que Alemania cese de procla- 
mar en el mundo el derecho antiguo de la fuerza y de 
la conquista, restituyendo a las poblaciones anexadas 
por la violencia el derecho moderno de elegir su desti- 
no. E's el abuso que Alemania hace de sus victorias lo 
que mantiene el antagonismo de los pueblos, amenazan- 
do el porvenir con nuevas catástrofes. ’ ’ Berthelot no se 
hallaba equivocado sobre las consecuencias morales de 
esta predisposición a la violencia v a la conquista. Los 
reflejos mortales de la gran tragedia avanzaban ya sobre 
el mundo. Pensar constantemente en la guerra es fal- 
sear el sentido fecundo de la paz y prepararse para la 
mentira y la injusticia. Alemania inventó la fa^sa -le 
Nuremberg a fin de justificar una rápida agresión a 
Francia. Tres días antes había falsificado una edición 
del LoJca.1 A.nzeifjer para poner a Rusia en el trance de 
movilizar, estableciendo así el punto de partida de la 
guerra. Se cumplían los principios del gran Federico. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


219 


¿No es la mentira instrumento noble cuando persigne 
una finalidad nacional ? He ahí la estructura ética del 
pangermanismo. Subordinar al espíritu d,e conquista 
todas las grandezas morales, llegar hacia el fin por cual- 
quier camino, dejar a nuestro paso un surco de desas- 
tres. . . Nuestro premio será el botín manchado' de san- 
gre, abrasado por las lágrimas de los vencidos, saludado 
por un coro de sollozos y de blasfemias, premio innoble, 
despojo que hemos pagado al precio de nuestra corrup- 
ción espiritual y de nuestro envilecimiento sin ejemplo. 

* 

* * 

De cómo los apetitos de conquista violenta, la neuro- 
sis imperialista, los sueños de gloria militar, pueden 
perturbar el sentido de la justicia y llevar el desorden 
al universo de los valores morales, nos da una idea la 
página que James W alter Smith ba consagrado al libro 
de Dillon, Rusia y Alemania , donde aparece la historia 
“de los treinta y cinco minutos fatales y decisivos del 
30 de julio de 1014”. A las dos de 1/ai tarde, el barrio 
principal de la Unter der Linden, en Berlín, barrio 
donde estaban instaladas la Agencia Havas y la ¡agen- 
cia telegráfica rusa, fué invadido por un grupo de ven- 
dedores pregonando un suplemento especial del Lokal 
Anzeiger. Este suplemento, que no fué vendido en nin- 
guna otra parte, anunciaba la movilización general ale- 
mana. El jefe de la agencia rusa, M. Markoiff, habiendo 
comprado un número del Lokal Anzeiger , intentó comu- 
nicar a su embajada la terrible noticia. Entonces, detalle 
singular, le fué exigido a Markoff que telefonease en 
alemán, y no en ru§o, según su costumbrei. El represen- 
tante diplomático de Rusia cayó en la trampa. Conven- 
cido de la exactitud de la noticia y teniendo en cuenta 
que los propietarios del Lokal Anzeiger son de lai inti- 
midad del príncipe heredero, el embajador advierte te- 
legráficamente a Petrograd. La asechanza inolvidable 
de Ems surge del fondo de la, historia. E\ golpe maes- 
tro de Bismarek se renueva y espera la cosecha trágica. 



220 


ADOLFO AGORIO 


Rusia moviliza rápidamente. Entonces el canciller ger- 
mánico aprovecha la circunstancia para desmentir la 
noticia por intermedio de la agencia -Wolff, y amones- 
tar a los directores del Lokal Anzeiger. A su vez, M. 
Markoff quiere telegrafiar el desmentido. Pero se le 
oponen razones de censura y se le prohibe toda comuni- 
cación con el exterior. Por otra parte, los despachos del 
embajador ruso son trasmitidos con varias horas de 
retardo y con palabras en blanco. Permitir el paso de 
los desmentidos equivalía a desbaratar la maniobra dia- 
bólica. El plan había tenido éxito. Rusia ya no podía 
detenerse. La guerra era inevitable. De ahí que Alema- 
nia haya arrojado sobre las espaldas del zar la respon- 
sabilidad del cataclismo europeo. Pero el suplemento 
solapado del Lokal Anzeiger , hecho especialmente p ira 
precipitar al embajador ruso, respondía a circunstancias 
reales y verdaderas. Esto fué lo que nunca pudo poner 
en claro el canciller alemán al responder en el Reichstag 
a la lógica formidable de Lord Grey. El socialista Kurt 
E'isner, redactor del Vonraerts, demostró en el Volks- 
stimme, de Chemnitz, que Alemania había movilizado 
en silencio. “El 28 de julio, escribe, dos días antes que 
apareciese la edición especial del Lokal Anzeiger, la 
movilización alemana estaba ya decidida”. El subter- 
fugio había hecho de la movilización rusa la causa apa- 
rente de la guerra. Entretanto, las tropas se amontona- 
ban sobre la frontera de Bélgica, porque la necesidad 
no conoce ley y porque los pueblos débiles deben gravi- 
tar en la órbita de las grandes potencias. Bélgica espera. 
Ama la paz, pero no teme una guerra por el derecho. 
Los aeroplanos fantásticos que arrojaron sobre Nurem- 
berg bombas imaginarias, hacen el resto y prueban que 
vale más la paz sin grandeza que la guerra victoriosa a 
costa del menosprecio del alma. Como vemos, es necesa- 
rio un gran valor consciente para afrontar sin inquie- 
tudes los problemas de la tranquilidad social. La paz 
posee también su heroísmo. Ante estos- cuadros desola- 
dores y deprimentes para la dignidad del hombre, bri- 
lla con más fuerza el instinto soberano y grave evocado- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


221 


por Mirbeau, esa gloria austera que no necesita de sac 
orificios estériles ni de miserables engaños, esa paz so- 
ñada por Kant en lio minuto de embriaguez y de 
contemplación, cuando sintió sobre su alma sagrada, 
creadora de arquitecturas eternas, el enervamiento del 
infinito y la gran armonía del destino. 



CAPITULO XLIV 


Bajo los escombros humeantes del fuerte de Loncin, 
bajo las cúpulas de acero destrozadas por los abuses, 
entre los afustes rotos y las vigas ennegrecidas por el 
incendio, yace un hombrecillo seco, de cabellos grises, 
uto' manojo de nervios aniquilados por el sufrimiento y 
heridos por la muerte. Es el defensor de Lieja. Después 
de tantas fatigas, de tantos sacrificios, de tantos heroís- 
mos, ya imposibilitado para la resistencia, Leman ha 
querido hacerse volar con la pólvora amontonada en el 
soterrado de los fuertes. El golpe trágico pareció fallar 
en su destino. La explosión formidable arrebató ,a los 
saldados en el vértigo de fuego, en un torbellino ardien- 
te y rojo, en u:na vorágine infernal. Pero Leman quedó 
tendido sabré las brasas, sin conocimiento, descansando 
en las ruinas del hogar enrojecido por la sangre, cuya 
defensa había sido confiada ail último esfuerzo de los 
héroes. El general belga cayó agotado al pie de sus 
ideales. Había prometido al rey que no retrocedería una 
pulgada, que moriría sobre las piedras de sus fortale- 
zas. No obstante, la fortaleza se encargó de burlar el ju- 
ramento sombrío, y aún cuando la muerte pasó rozando 
la frente envejecida del guerrero, apenas dejó sobre las 
torres blindadas, estremecidas por el trueno, ese. polvi- 
llo sutil que cae del infinito y que constituye, en su 
soberana melancolía, el bálsamo discreto de los inmor- 
tales. Este viejo irritable, de hombros anchos y gesto 
nervioso; este viejo extraordinario, con una vida íntima 
desgraciada; este viejo que busca su consuelo en las 
matemáticas y que sale de los establecimientos de ense- 
ñanza para arrojarse sobre la llanura donde ruge el 



LA SOMBRA DE EUROPA 


223 


cañón germánico, tiene la belleza suprema de siu propio 
dolor. Leman caído, pero palpitante, es el símbolo de 
la Bélgica vencida y llena de arrogancia, de la Bélgica 
erguida altivamente bajo la bota de su conquistador. 
El defensor de Lieja triunfa desvanecido. Los oficiales 
alemanes no pueden acercarse a él sin emoción. Y cuan- 
do el invasor devuelve la espada rendida, el acero que 
había sabido esgrimirse en un espasmo de gloria y de 
martirio, no hace más que confirmar ese homenaje es- 
pontáneo que surge del fondo del alma y que corona el 
minuto magnífico de todo sacrificio. 

* 

* * 

Leman llega al borde de nuestro infierno material des- 
pués de una carrera larga y fecunda. Había trabajado 
en el libro y en el laboratorio. Matemático', químico, 
profesor, filósofo, se interesó por la medicina y por la 
historia, abarcó todos los ramos del conocimiento huma- 
no. A Lucrecio, el espíritu para quien nada era desco- 
nocido, Leman le llevaría la ventaja de ser general. Ja- 
más el militar belga dsedeñó la obra sabia y profunda 
del intelecto. Gustó de la abstracción llena de gérmenes, 
del sistema vigoroso y sobrio, de la teoría que carece de 
expresiones verbales demasiado frondosas y que huye de 
la retórica sonora y brillante. Por eso, su mecanismo 
interior tiene la solidez de un monumento druídico. El 
pensamiento es el beso de la eternidad. Pensar es una 
lujuria soberana, un espasmo que dura siglosi. Nada hay 
comparable a este placer que nos eleva por encima de 
los demás hombres y nos hace iguales de los dioses. Se- 
remos tanto más perfectos cuanto más armonicemos 
nuestra vida interior con la energía del desinterés. Bél- 
gica es grande por su pensamiento y por su heroísmo. 
Sobre sus ciudades desiertas, sobre sus campos incendia- 
dos, sobre todos los corazones librados al desamparo y 
a la angustia, flota el misterio de la fuerziai, el secreto 
de la renovación, el encanto pujante de la esperanza. El 
alma de Bélgica, pura y rebelde, se refugia en su inti- 



224 


ADOLFO AGORIO 


iniciad .solitaria, no conoce cadenas mi opresión,. Los in- 
vasores, en legiones ebrias de impiedad, soberbias de 
violencia, pisotean el suelo querido, se desbordan sobre 
las praderas sembradas, profanan los templos y saquean 
las bodegas. Pero no consiguen más que apurar un sorbo 
pasajero, que envenenarse, con la gota efímera de la 
delicia material. Jamás alcanzarán a tocar los tesoros 
subjetivos de la marión belga, jamás llegarán a dominar 
una sola de esas ideas que escapan a la penetración del 
conquistador, que suben al cráneo y que fulminan con 
rabia insensata. Leman es la encarnación del alma de 
Bélgica todavía virgen de la huella teutónica, es el sím- 
bolo viviente del derecho desguarnecido en un m omen- 
to de locura® fraternales, el símbolo de la justicia que 
un día se agitó en el vacío, pero que hoy se afirma cada 
vez más sobre la Europa bañada en la sangre de sus 
hijo® y conmovida por el grito de los guerreros que des 
fruyen a bayonetazos, en cargas terribles y atroces, las 
quimeras alimentadas por tradiciones amables y forta- 
lecidas por una neurosis secular. 



CAPITULO XLV 


Al cabo de uta larga era de, paz, después de muclios 
lustros de tranquilidad laboriosa, turbada apenas por 
las agitaciones de la política, la Bélgica devastada por 
el azote de una guerra formidable^ alcanzará los aniver- 
sarios de su independencia constitucional en medio' de 
los estruendos de la batalla y del dolor de su pueblo 
herido por la suerte adversa, tocado por un des- 
tino funesto. Nacionalidad potente dentro de sus 
fronteras limitadas, raza por donde circula la sa- 
via vigorosa del trabajo, enjambre basado en la 
solidez moral, estremecido por los ruidos del aje- 
treo cotidiano, síntesis admirable de todas las fuer- 
zas. no queda de Bélgica más que el espectro ra- 
diante de su pasado y el ensueño consolador de un por- 
venir maravilloso que todos esperamos. Pero la fecha, 
vibrante de recuerdos, que se alejó cuando el cañón ger- 
mánico iba a tronar sobre los fuertes de Lieja ; vuelve 
liov como una buena amiga, tierna y afectuosa, a desper- 
tar el encanto de la lucha, a sugerir los impulsos de la 
esperanza, A su contacto tibio, reconfortante corno las 
grandezas evocadas en la historia, suave como las emo- 
ciones libertadoras de 1830, el corazón de Bélgica pal- 
pita de orgullo y .se convierte en la fortaleza inviolable, 
para la cual no hay armas que. puedan rendirla. He ahí 
el organismo que crece y qu,e vive entre cadenas, la 
fuerza íntima que resquebraja; su armadura, la inteli- 
gencia que acecha detrás de su máscara de acero. Pensar 
que Bélgica puede morir, equivale a creer en el triunfo 
de la perfidia y de la injusticia. Su destino está unido 


15 



226 


ADOLFO AGOItlO 


a la dignidad del murado. Las ondas del tiempo, coano 
millones de obreras misteriosas, rehacen los escenarios 
olvidados, trazan sobre la playa sus dibujos extraños, 
dejiain los mismos arabescos sutiles sobre la arena de los 
siglos. E'n esta inmensidad monótona, donde se junta la 
“gran sombra r ’ de Víctor Hugo con la polvareda fría 
del Eclesiastés, Francia y Bélgica vuelven a encontrar- 
se, se dan la mano a través de un mismo ideal. Bajo el 
período revolucionario, los ejércitos de Dumouriez, de 
Jourdan, de Picbegru, limpiaron el suelo belga de tro- 
pas austríacas, desarraigaron la planta fatal de los 
Augsburgo. Lo que antes había sido de España y de Aus- 
tria, entró a formar parte die la familia francesa. En 
razón diel tratado de Campo Foraño, Bélgica se convir- 
tió en ocho departamentos franceses que vivieron los 
grandes días luminosos de la república. El agonizar de 
la prodigiosa orgía napoleónica sorprendió a, 1a nación 
belga, se desencadenó sobre ella como una tempestad de 
locura. Los fantasmas trágicos, manejados por Metter- 
nich, reunidos como aves de rapiña en el congreso de 
Viena, se repartieron los despojos de Bonaparte. Sin. 
ninguna consulta, sin la menor ceremonia, plebiscitaria, 
se dispuso de la suerte, de Bélgica. De esta manera, los 
belgas fueron ¡anexionados a Holanda. Entonces surgió 
de nuevo la rivalidad secular entre valones y flamen- 
cos, el conflicto eterno entre los hijos de la cultura fran- 
cesa y los descendientes del tronco teutónico. Bélgica in- 
tentó reaccionar contra la monstruosa combinación de 
1815. La lucha, sorda y disimulada al principio, estalla 
en un magnífico florecimiento revolucionario. Las barri- 
cadas de París, en 1830, llevan su vibración hasta Bru- 
selas. El grito de independencia belga encuentra apoyo 
oficial en Francia, nación dividida por discordias inter- 
nas, pero que no lia. abandonado su piapel de celosa de- 
fensora del principio de las nacionalidades. La guerra 
se prolonga, tiene sus contratiempos y sus alternativas. 
El 4 de octubre el gobierno provisorio proclama la in- 
dependencia. El Congreso Nacional ratifica esa decla- 
ración el 18 de noviembre. El 7 de febrero siguiente se 



LA SOMBRA DE EUROPA 


227 


promulga la constitución. Los 'belgas ofrecen el trono 
al duque de Nemours. Y el rey Luis Felipe, no obstante 
ver quie se le escapa de las manos la satisfacción de 
una vanidad personal, reehaza altivamente la propues- 
ta. El príncipe Leopoldo de Sajonia Coburgo es pro- 
clamado entonces, el 4 de junio, rey de los belgas, e 
inaugura su reinado, haciendo jurar la constitución del 
reino el 21 d)e julio de 1832. A pesar del tratado de 
Londres, que reconoce la soberanía de Bélgica, los ene- 
migos no están dispuestos a abdicar. Holanda resiste, 
rechaiza todas las tentativas de arreglo. Pero los ejér- 
citos franceses intervienen, se abren paso hasta Ambe- 
res, conquistan la ciudad, amenazan los territorios del 
norte y obligan al gobierno de los Países Bajos a re- 
nunciar para siempre a su empresa. Toca de nuevo a 
Francia afianzar el tesoro de las libertades ajenas, esa 
tarea sublime que parece haberle señalado lia, historia. 
En virtud de la convención de 1839, firmadla por Ingla- 
terra, Prusia, Austria, Francia y Rusia, se establecía la 
neutralidad perpetua del reino de Bélgica. Al estallar 
la guerra de 1870, tanto Francia como Alemania acep- 
taron un artículo adicional, propuesto por Gladstone, 
según el cual la Gran Bretaña estaría en contra de 
aquella potencia que faltase a sus compromisos. 

f 

* 

* * 

Gladstone, ilustre estadista y espíritu humanitario, 
no creía que. se pudiese defraudar la fe internacional, 
jamás pensó que los tratados fuesen pedazos dle papel. 
En cambio, no dudó un solo momento de que Inglate- 
rra estaría a la altura de su misión histórica. “No 
creo, decía, que permanezcamos con los brazos cruzados, 
presenciando el desarrollo de actos que equivaldrían a 
la extinción total del derecho público en Europa. No 
creo que podríamos presenciar tranquilamente la eom>- 
sumación de este sacrificio de la libertad humana.” 
Cuando en un minuto amargo de Sedán, la batalla es- 



228 


ADOLFO AGORIO 


tuvo a , punto de convertirse en desastre, el ejército de 
Napoleón III, acorralado contra la frontera de Bélgica, 
pudo salvarse de la ruina, violando una neutralidad 
que Francia había prometido respetar. En aquellos 
momentos, el emperador francés pudo haberse excusa- 
do, como el canciller Bethmann-Hollvveg, exelaina/ndo 
que “la necesidad carece de ley”. Pero Napoleón III 
ano era un “real político” en el sentido de Bismarek. 
¡Prefirió .caer prisionero, afrontar el sufrimiento de la 
derrota perder su corona, arrastrar en el extranjero la 
tristeza de su calvario, antes que deshonrar a Francia 
con una mancha de deslealtad. El hombre que había 
sido traidor a la república del 48, como su tío lo había 
sido a la república del 93, no quiso enlodar el buen 
nombre francés ni aún con la sombra de una bajeza na- 
cional. Los hechos cambian, el mundo se transforma 
constantemente, los países mudan de disfraz. A pesar 
de todo, en el fondo de las razas perduran sus manías, 
sus prejuicio^, su propia organización para el mal. No 
nos interesa saber si la ética de. Bismarek es la misma 
ética del pueblo alemán. Los extravíos morales derivan 
recíprocamente de los estadistas a la muchedumbre. Hay 
uln intercambio de sensaciones vagas, un tráfico de anes- 
tesia crítica. La conciencia, que delibera y que sancio- 
na, sólo interviene ante la realidad universal de una 
abominación. ¿Acaso no está convencida Alemania de 
que la violación de Bélgica le restó todas las simpatías 
mundiales y le significó un verdadero cataclismo moral 
en el seno de la humanidad civilizada? Los tratadistas 
militares alemanes demostraban la necesidad estratégica 
de agredir a Bélgica, y el mismo emperador, eft 1913, 
sugería, al rey Alberto algunos destellos de la terrible 
decisión. Al desencadenarse la guerra, el canciller bri- 
tánico preguntó a Bélgica si estaba dispuesta a hacer 
respetar su neutralidad. El ministro belga contestó sin 
vacilar. La soberanía del territorio sería defendida por 
la fuerza contra cualquier atacante. Francia dió inme- 
diatamente a Sir Edv'ard Grey las seguridades de. que 
Bélgica no sería invadida por sus tropas. Alemania no 



LA SOMBRA DE EUROPA 


229 


contestó. El drama se inicia entre torbellinos de fuego 
V de sangre,. Desde este momento empieza el martirio de 
la heroica raza,. Pero cada aldabonazo sobre el suelo cal- 
cinado de Bélgica, parece llamar a las puertas de la 
humanidad 'conmovida. Se ha abierto el hogar hospita- 
lario, lleno d'e, lágrimas, se ha enternecido el corazón 
áspero de la especie. Hablar de Bélgica es proclamar el 
renacimiento de la justicia. El sacrificio espantoso, con- 
sumado entre el fragor de los disparos, el estrépito do 
las correrías y el vértigo de los derrumbes, aplastantes 
y atronadores, se cierne hoy en un plano de ternura 
tranquila, de siana sentimentalidad, ese flujo afectivo 
que brota del derecho hallado, del derecho colmado de 
desprecio, envilecido por la fuerza brutal, por el arre- 
bato que no tiene ideas y por la violencia que carece de 
resortes morales. 


* 

* * 

La simple violación de un tratado, un hecho perdido 
ea la inmensidad de la historia, ha bastado para crear 
sobre las ruinas de la nación mártir la figura universal 
de su rey. Y ahora que las armas se detienen en la 
tarea sangrienta para rendir su homenaje al más puro 
heroísmo de nuestro siglo, uno se pregunta asombrado 
qué ha hecho de prodigioso ese soberano humilde para 
merecer tan solemne y tocante consagración. El sacri- 
ficio de Bélgica ha herido profundamente la sensibili- 
dad de la especie, y no hay hombre civilizado que no 
comparta el enorme dolor de una raza que, por ser fiel 
a una palabra, a “un insignificante pedazo de papel”, 
ha soportado altivamente las miserias de la derrota y los 
sufrimientos atroces de la invasión. Con sólo haber de- 
jado pasar a las tropas germánicas, todos esos horrores 
se hubiesen evitado. De esa manera, habría humillacio- 
nes, pero no desangramientos, ni violencias, ni incendios. 
Los in cleses que piensan como Bemard Shaw hubieran 
aplaudido alegremente esta tímida solueióa, capaz de 
quitar a Inglaterra todo noble pretexto para intervenir 



230 


ADOLFO AGOBIO 


en la lucha. Por su parte, los franceses esperaban confia- 
dos la ofensiva por la frontera Este, detrás de sus cua- 
tro formidables campos atrincherados que el enemigo 
rio se atrevió a atacar. Los alemanes prefirieron desga- 
rrar con la espada del guerrero el tratado que antes 
habían consolidado con la pluma de los embajadores. El 
calvario de Bélgica fue una consecuencia de la sólida 
preparación francesa. Desguarnecidas las plazas de 
Belfort de Epinal, de Toul, de Verdón, el pueblo belga 
se hubiera salvado del desastre. Pero quiso el destino 
que la única defensa de. Bélgica fuese un legajo firma- 
do, unas pobres líneas escritas que se hicieron trizas en 
las manos del canciller alemán. Los teorizantes de la 
fuerza, los maestros de la destrucción civilizadora, se 
encargaron de preparar la conciencia de las sociedades 
humanas, de envenenar el espíritu erguido frente a los 
grandes problemas de, la omnipotencia militar. Antes 
que sus obuses, los germanos atinaron a lanzar al espa- 
cio los libros de sus propagandistas y de sus pensado- 
res. ¿Qué nos han enseñado Stammler. Nietzsche, Ost- 
wald ? Hasta en el mismo Marx, intemacionalista doctri- 
nario, aparece radiante su concepto positivo de la disci- 
plina científica y de la fuerza organizadora. Lia energía 
humana que tiende a expandirse, se sobrepone a los 
principios morales y vence a las leyes jurídicas. Las 
convenciones sólo se respetan cuando no incomodan al 
libre desarrollo de las nacionalidades y de los indivi- 
duos. “La necesidad carece de ley”, exclama resuel- 
tamente Bethmanm-Hollweg. “Allí donde estén en juego 
los intereses de Prusia, no hay tratado que pueda dete- 
nernos”, agrega Bismarck. ¿A quién pudo haber tomado 
de sorpresa la violación del territorio belga? Alemania 
se nos ha presentado tal conno es. No muestra una sola 
contradicción a través de su larga historia. Su pensa- 
miento nunca se mantuVo oculto, sino que lo conocemos 
desde hace años, en toda su potencialidad de hierro, por 
intermedio de sus profesores, de sus políticos y de sus 
militares. El imperio de Guillermo ha procedido de 
acuerdo con las terribles doctrinas que ha proclamado 



LA SOMBRA DE EUROPA 231 

a todos los vientos desde la época de Federico el Gran- 
de. No importa quie todo ello resulte chocante para Paul 
Descbainel, quien en un notable discurso en la Sorbona 
define el conflicto actual como la lucha entre el derecho 
y la fuerza, entre la libertad y la opresión, entre el es- 
píritu y la materia. “Confundir la ciencia con el des- 
precio de la verdad y del derecho, añade, es el más 
monstruoso error que haya jamás pervertido la razón, 
es la más mortal injuria, a la inteligencia, el más formi- 
dable retroceso de la conciencia humana.” He ahí, fren- 
te a frente, el criterio de dos razas adversas. Por eso, 
esta guerra significa algo más que un encuentro de. ejér- 
citos; representa el choque de ideas distintas y de men- 
talidades opuestas. El rey Alberto, sin discutir nada, pu- 
do muy bien permitir el paso de los soldados imperiales. 
Pero su resistencia gloriosa es lia protesta más viva 
centra un sistema brutal que, repugna al espíritu de su 
pueblo. Ha disputado a bayonetazos cada pulgada de 
su territorio, y sólo ha dado pasos atrás cuando la oleada 
invasora, esa vibración soberana de la muerte, lo ha 
empujado hacia su destino. El homenaje a Alberto es 
el testimonio de la humanidad enlemecida y maravilla- 
da. El rey obtiene su verdadero puesto. Su mayor so- 
berbia se identifica con el espectáculo trágico dé la na- 
cionalidad despedazada; su más imponente grandeza 
está en ese débil fragmento de tierra donde aún domina, 
donde todavía posa sus plantas, donde palpita el alma 
indomable de la Bélgica que no ha sido vencida. 

* 

* * 

Este hilo de agua, que ha dibujado su propio lecho 
sobre una tierra de tragedia, canta todavía en el Flan- 
des sangriento la vieja canción de la libertad. He ahí 
el torrente que ha de evocarse en el futuro como algo 
sagrado, que ha sido la barrera donde, el invasor detuvo 
sus huellas malditas. La sangre negra de los cadáveres, 
la humareda de la batalla, el lodo de las inundaciones, 



ADOLFO AGOBIO 


23V 


pusieron sobre el río una tonalidad de plata sombría, 
Pero esa trinchera fantástica no ha sido dominada;. Es 
la misteriosa línea de carbón que los magos del medioevo 
trazaban alrededor de las cosas queridas para evitar el 
asallto de los espíritus del mal. Nadie ha osado franquear 
el Yser sin sentirse abatido por una fuerza extraña, pro- 
digiosa, sobrenatural, que parece nacer de ese pequeño 
fragmento de territorio que todavía está libre, de esa 
alma de Bélgica que vuela sobre La. inmensidad de Euro- 
pa y que, sostiene a todos con el fermento magnífico de 
su sacrificio. Los soldados del rey Alberto saben que el 
río es un espejo lleno de secretos, empañado por ase- 
chanzas peligrosas, que refleja los relámpagos del de- 
sastre y de la esperanza. A pesar de todo, las aguas ha- 
blan con ruda franqueza. No se* trata de ocultar eil pe- 
cado cristiano, el delito que se disimula detrás de una 
empalizada de seducciones. Las ondas del Yser no des- 
granan el fruto del encanto ni las manzanas de la tenta- 
ción. Del otro lado del río, no hay más que miserias y 
ruinas, el espectro de una Bélgica colmada de angustia, 
de hondo sufrimiento, de. tristeza reflexiva. Ninguna 
emoción lamalble se desvanece en el desierto. Junto al 
toque de alegría suena la campanada del dolor. Desde el 
momento en que el ejército belga se replegó sobre el 
Yser, bajo la presión germánica; desde el instante en 
que los heroicos fusileros del almirante Ronarch se de- 
sangraron sobre las aguas, esperando los primeros re- 
fuerzos; desde, el minuto supremo en que Fooh se pone 
de acuerdo con el mariscal Freneh para detener el 
avance sobre Calais y conservar las únicas hectáreas de 
Bélgica que restaban libres, se sucedieron diez y siete 
meses de luchas de epopeya, de mezcolanzas formida- 
bles, de ataques en masa, de regimientos segados como 
espigas, de encuentros cuerpo a cuerpo, con el agua al 
pecho, de bombardeos espantosos, donde el trueno en- 
loquecedor de los obuses se confundía con el repiqueteo 
diabólico de las ametralladoras, carcajada de hierro que 
parece la risa de la muerte. A ratos se sucedía la calma 
vigilante, la guerra de desgaste, La- mina y la zapa, el 



LA SOMBRA DE EUROPA 


233 


heroísmo sin teatralidad y sin, moví miento. “El ejército 
belga, dice Fierre Nothomb en la lievue Hebdomadaire, 
ha pasado ya en el Y ser un otoño sangriento, un in- 
vierno terrible y un largo verano. Hoy dispone, por se- 
gunda vez, de sus cuarteles de invierno, y no tiene más 
que un deseo': sostenerse y avanzar”. 

* 

* * 

Por medio de compuertas sabiamente dispuestas, el 
Yser puede enfurecerse, desbordar sus aguas y anegar 
el triunfo enemigo. Fierre Nothomb, que es un historia- 
dor de talento, nos describe maravillosamente este nue- 
vo método de conquista, donde el río parece saltar de su 
cauce, rodear las aldeas *y las granjas llenas de enemi- 
gos, vencer a fuerza de inundaciones. “Todos esos refu- 
gios fueron tomados uno a uno, dice, gracias a expedi- 
ciones nocturnas, sorpresas audaces, golpes de mano, 
centinelas expedidos en silencio, muros cercados, matan* 
zas a la bayoneta. El agua durmiente se teñía con el 
rojo de la sangre. Se navegaba en barquillas aplanadas, 
realizándose inmersiones en el fango, pasándose de islote 
a islote, trepando a los árboles, forjando emboscadas . . . 
Después de escucharse un silbido, el asalto se realiza, los 
hombres caen, los disparos de fusil brillan al azar en 
las tinieblas”. Más adelante, Pierre Nothomb nos habla 
de la noche, alumbrada por cohetes y reflectores, de la 
noche que se anima, que se enciende como una antorcha ; 
nos pinta la primavera con sus flores, con sus perfu- 
mes, con sus paisajes de color y de luz; se enternece 
junto al ganado que pace bajo el sol, junto a los aldea- 
nos que marchan al trabajo por los canales sometidos ai 
bombardeo, que viven entre las ruinas de su propia casa, 
que limpian sus herramientas, que apilan el trigo, indi- 
ferentes a la metralla que ruge a su lado. El escritor 
nos lleva al encuentro de una vieja estoica, la tm De- 
bopuf, condecorada por el rey Alberto. T.os alemanes es- 
tán a cincuenta metros de la anciana. No pueden ha- 
cerla huir de su choza de adobe, pegada a los diques. 



234 


ADOLFO AGOBIO 


“La carita ha sido atravesada por las ibombas siete ve- 
ces, escribe Nothomb ; pero la aldeana no ha llorado más 
que una vez, la tarde en que su perro familiar fué 
muerto. La vieja dedica el final de su vida a cuidar a 
los soldados como una madre, a distribuirles café, a 
cortarles rebanadas de dulce”. El Yser bañará por mu- 
chos siglo® una zona legendaria, fecundadla! por el sacri- 
ficio, a la cual el heroísmo ha dado un tinte de solem- 
nidad, una pátina de melancolía por donde ha chorrea- 
do toda la amargura de la vida. Pero lo que más fascina, 
lo que más estremece, lo que más conmueve, es esa pasión 
del trabajo cía medio de la muerte. “Ante Dixmude, dice 
Nothomb, bajo el fuego vertical de una ruina que forti- 
ficaron los prusianos, al otro lado del puente, se me 
enseñó, .bajo una casa desmenuzada, la cueva redonda 
donde duerme durante el día un viejo labrador de ne- 
gras arrugas y eabel'ios blancos. E ( 1 hombre se levanta en 
la obscuridad, siega la hierba, corta la avena y la lleva 
en manojos al primer pueblo habitado”. A los labios del 
historiador sube la frase de un oficial que vió al viejo 
inclinarse sobre la simiente bajo una tempestad de gra- 
nadas. “No olvidaré aquella noche de marzo, dice el ofi- 
cial, en que un proyector alemán lo descubrió de impro- 
viso detrás de nosotros, en campo raso, yendo y viniendo 
e. zancadas, con los brazos extendidos, sembrando trágica- 
mente el trigo!” E'n el Yser las anécdotas se amontonan, 
brotan bajo nuestros pies, como los guerreros que sur- 
gieron de los dientes esparcidos por Cadmo; se confun- 
den con el fuego de los cañones y forman el remolino 
lívido de la fortuna. Pero no importa que la fatalidad 
sea más fuerte que la cólera del río sagrado. Mientras 
el Yser pueda sentir el contacto tibio de la sangre de 
Bélgica, pueda reanimarse con el ardor de un pueblo 
que todavía no ha muerto a la vida internacional, pue- 
da cobrar energías con la victoria de los grandes ideales 
del espíritu humano, no perderá la visión de un porve- 
nir apacible, rico de sugestiones y de promesas, ni abdi- 
cará de su fuerza grandiosa gravitando sobre la huma- 
nidad y sobre la historia. 



CAPITULO XLVI 


En Italia se festejó ruidosamente al cardenal Mercier. 
El pueblo italiano no ha querido saludar en este hombre 
altivo y inerte al príncipe de unía religión ni al héroe 
de un momento histórico en la vida de Europa. Mercier 
es algo más que eso. Se nos aparece como la imagen 
vigorosa de una Bélgica encadenada, ruda y sublime, 
que no ha conocido la súplica y que ruge bajo los grillos 
infamantes. Representa una parte admirable en la his- 
toria de la dignidad humana ; es el espíritu hecho verbo, 
la esencia subjetiva, eternamente libre, que no puede 
afrentarse con injurias, que no puede dominarse co>n¡ el 
hierro, que no puede envilecerse bajo el azote.. . . Al no 
abandonar sn puesto de lucha. Mercier quedó sin más 
compañía, que su rigidez paternal, que su austeridad 
tierna. En medio del puéble, se convirtió en el estímulo 
del alecto nacional, en el norte de la congoja colectiva. 
Sin más armas contra el invasor que la palabra medita- 
da, que la reflexión madura, filtrándose en la conciencia 
como una lluvia suave y reconfortante, Mercier llevó el 
desconcierto al corazón de los dominadores, atrajo con- 
sigo el fantasma de la. inquietud, provocó el espectáculo 
milagroso de una formidable maquinaria* militar que 
tiembla ante algunas pastorales rebeldes a la paz ger- 
mánica, donde las ideias truenan como tempestades y 
chisporrotean como las llamas de un castillo incendiado. 
Pero la hoguera todavía arde. Mercier atizó sin descan- 
so el rescoldo sagrado;. Sin rey, sin magistrados, sin 
ejército, la nación se miró en el profeta y se identificó 
con >.u sacrificio. Encarcelado o libre, Mercier fué siem- 
pre la encamación de nn fuego íntimo que nadie logra- 



ADOLFO AGORIO 


Üü6 

rá apagar, el tesoro secreto de una raza, el alma inviolada 
de Bélgica. La verdad sin fórmulas, sin fronteras, cayó 
sobre ©1 enemigo enceguecido, lo arrastró en un sober- 
bio torbellino de muerte. Es que. nada deslumbra tanto 
como la luz de la revelación. El templo de los misterios 
de la India, perdido en la inmensidad de las tradiciones 
orientales, dejaba sin ojos al insensato que osaba profa- 
narlo. Ya no se trata de comprometer nuestro porvenir 
a cambio de goces actuales,. No perseguimos verdades, 
sino quimeras. El 'héroe de Goethe, que vende su alma al 
diablo, que se deja fascinar por los placeres fugaces de 
la juventud, está convencido de haber realizado un. buen 
negocio. Bélgica, en cambio, renuncia transitoriamente 
al bien material. Prefiere a la orgía de la libertad físi- 
ca, la pureza de sus sensaciones morales. Los funda- 
mentos del esplritualismo están en la abjuración del bien- 
estar presente. No hay verdadera integridad sino en 
la vida de los ideales. Cuando se dijo que valía más. 
para la grandeza de Inglaterra el nombre de. Shakespea- 
re que todo el imperio de. las Indias, se proclamó, jun- 
tamente con la máxima idealista, un principio universal 
de renovación y de cultura. De nada vale conquistar te- 
rritorios, incorporar millones de hombres que no hnm 
de pertenecemos jamás, vivir en medio de ulna raza 
cuyo pensamiento es un enigma y cuya sensibilidad no 
acertaremos a comprender nunca. Los pueblos someti- 
dos por la espada son indescifrables. De la misma ma- 
nera, llega un momento en que la victoria sin fuerza es- 
piritual, sin empuje ético, no se reconoce a sí misma. Ef 
cardenal Mercier, con su fina penetración de psicólogo, 
ha profundizado sabiamente en este plano desconocido. 
Ahí está el sermón pronunciado en. la gruta de nuestra 
señora de Lourdes, cerca de Gante, esa bella página que 
posee más de ciencia de humanista que de misticismo de 
«revente. En Mercier la toga del profesor no lastima 
la investidura del sacerdote. Los términos fuertes están 
vedados La autoridad alemana vigila en todos los ins- 
tantes. Pero aun las frases más suaves se agitan, palpi- 
tan, vibran como estremecidas por nervios de acero. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


237 


"“Los que habitan entre nosotros desde, hace un año, dice, 
están desconcertados. ¡Un año qne viven entre nosotros, 
y no nos conocen todavía ! Los enemigos están asombra'- 
dos. Es que. nadie se queja, nadie murmura, todos respe- 
tamos sus reglamentos. Pero ningún corazón está con 
ellos.” 


* * 

Aunque cristiano, Mercier parece abominar de la 
compasión universal hacia el pueblo heroico de Bélgica. 
Sus frases no suenan como siseos de mansedumbre, sino 
como campanadas de rebelión. La placidez evangélica se 
ha trocado por el grilto de la arrogancia. La humildad ha 
desaparecido bajo el vértigo de la fiebre. “¡No! ¡No! 
exclama. Nada de pobre Bélgica^ sino grande Bélgica, 
heroica Bélgica, incomparable Bélgica ! Sobre el mapa, 
ella no era antes más que un punto minúsculo, inad- 
vertido al extranjero. Hoy no existe nación en el munido 
que no tribute su homenaje a esta Bélgica. Si todos la 
viesen como nosotros la venios, sabrían que, después de, 
un año de sufrimiento, no hay un solo belga que llore 
o que murmure! Yo no he encontrado en mi camino 
nadie, que se queje de su suerte, ningún obrero sin tra- 
bajo, ninguna mujer sin recursos, ninguna madre afligi- 
da, ninguna esposa desolada!” Eta Italia, reconocido ;al 
homenaje del pueblo, conmovido ante las simpatías de 
todos, el cardenal Mercier ha pronunciado pocias pala- 
bras. Ha dicho, no obstante, que la pobreza de los bel- 
gas es tan grande, que se lian visto impelidos a aceptar 
la humillación de la generosidad extranjera, de la li- 
mosna que viene de los otros. El cardenal se emociona 
y se irrita frente a los movimientos espontáneos de la 
ajena piedad. Lo que en Jesús era instinto, lo que en San 
Agustín era deber, en el cardenal Mercier eis una afren- 
ta. En nuestra época de modernismo revolucionario, 
puede perdonarse a un príncipe de la Iglesia que, su 
concepto de la caridad se eneuentre^más cerca de Spen- 
cer que de los apóstoles cristianos. Pero las ideas del 



238 


ADOLFO AGOBIO 


cardenal Mercier suponen unía afirmación victoriosa y 
digna. Bélgica no necesita caridad, sino justicia. El de- 
recho no es piltrafa que se regala, sino galardóln que se 
conquista. La ternura contemplativa no hace más que 
mártires y que fracasadlas. Entre los filántropos yanquis 
que quieren salvar a Bélgica co¡n toneladas de, harina y 
los comerciantes deshonestos que quieren redimirla con 
toneladas de obuses inofensivos, no hay diferencia algu- 
na. Sólo los que cuidan sus ideales se defienden a sí mis- 
mos y defienden en Bélgica su propio interés moral. Los 
matices de la fiera humana armonizan siempre,. Actual- 
mente la angustia nos hace inmortales Cien veces más 
cruel que la esclavitud es esperar la gracia d!e la sinceri- 
dad ajena. De ahí que el cardenal Mercier, cerrando los 
ojos, sienta prolongarse la lucha indefinidamente, sin 
vislumbrar más horizontes que las leyes íntimas de su 
abatimiento y de su dolor, quie las postulados de su fe y 
de su martirio. 



CAPITULO XLVII 


El 2 de agosto de 1914 las primeras tropas germanas 
penetraron en el territorio neutral de Luxemburgo, 
cuya soberanía estaba garantizada por la firma de Alema- 
nia. He allí la primera víctima de la agresión, la más 
olvidada de todas, porque es la que ha sufrido' menos. 
La guerra no había sido declarada aún a Francia. El 
ministro Yon Sehoen permanecía tranquilamente en 
París, esperando con ansiedad el menor pretexto, el más- 
leve insulto de la muchedumbre irritada, para: pedir sus 
pasaportes y declarar rotas las relaciones. Pero, inio obs- 
tante haber sido violado el territorio francés en siete 
parajes distintos, sin haberse abierto oficialmente las 
hostilidades, el pueblo de París se mantuvo dentro de 
una calma admirable, burlando con su actitud discreta 
los proyectos del embajador alemán,. Mientras por un 
lado continuaban las negociaciones diplomática®, nume- 
rosos convoyes repletos de pertrechos, trenes cargados 
de tropas, franqueaban la frontera luxemburguesa para 
llevar hacia adelante los primeros zarpazos del “ataque 
brusco”, del célebre plan militar, potente y diabólico, 
combinado desde treinta años atrás por el estado mayor 
germánico. A los pocos días, el cañón empezaba a tro- 
nar sobre tierras de Bélgica. ¿Qué resistencia pudo 
oponer un estado como Luxemburgo, completamente 
desamparado, inofensivo, sin armas y sin fortalezas? No 
le fué dirigido ningún aviso al gobierno ducal. Luxem- 
bursp estaba condenado. En el dispositivo de lias vías 
férreas tudescas, en los calmpos militares de Elseniborn 
y ’Wasserlieseh, en las tropas permanentes de guarni- 
ción en la frontera, en la concentración estratégica de 



240 


ADOLFO AGORIO 


todos les caminos, se pedía, leer la suerte, del pequeño 
estado. Ion virtud de la demolición de sus fortificaciones, 
estipulada en el tratado de 1867, Luxemburgo se hallaba 
eu la imposibilidad de defenderse.. No le quedaba otro 
recurso (pie el de la protesta altiva y valiente. El presi- 
dente del gobierno, M. Paul Eyschen, comunicó a todas 
las potencias la forma cómo había sido violada 1a neu- 
tralidad del país. “El domingo, día 2 de agosto, de ma- 
drugada, la tropa alemana, según informes llegados al 
gabinete ducal a esta hora, ha penetrado en el territorio 
luxemburgués por los puentes de Wasserbillig y de Re- 
miel*, dirigiéndose principalmente hacia el sur del país.” 
La comunicación de Paul Eyschen agregaba que cierto 
número de. trenes blindados, con tropa y municiones, 
.corrían hacia la capital por la vía férrea de Wasserbi- 
llig. “Estos hechos, decía, implican actos manifiestamen- 
te contrarios a la neutralidad del gran ducado, garan- 
tizada por el tratado de Londres de 1807. El gobierno 
luxemburgués no ha dejado de protestar enérgicamente 
contra esta agresión cerca de los representantes del em- 
perador de Alemania en Luxemburgo. Idéntica protesta 
va a ser trasmitida telegráficamente al Ministerio de 
Negocios Extranjeros en Berlín.” 

* 

* * 

Lo más curioso de todo es que, a petición de la misma 
Prusia, el tratadlo de Londres hizo de Luxemburgo a:\ 
estado perpetuamente neutral, con lia garantía de Euro- 
pa. El gobierno alemán se comprometió, no sólo a res- 
petar, sino a hacer respetar la neutralidiad así procla- 
mada. “En cambio die la fortaleza de Luxemburgo, de- 
cía Bismarck, hemos obtenido una compensación con- 
sistente en la neutralidad clel país, y en una garantía 
que se mantendrá el día del vencimiento supremo.” De 
esta manera, Luxemburgo es la cerradura desguarnecida, 
la ipuerta sin goznes que salta a>l primer culatazo. Fren- 
te a la Bélgica que resiste con su heroísmo, el gran du- 
cado opone sólo la frase arrogante, erizada de espinas. 



LA SOMBRA DE EUROPA 


241 


la subjetividad de su protesta íntima. Aludiré Weiss, 
miembro del Instituto de Francia, en una interesante 
monografía, cita la opinión del intemacionalista Ser- 
váis, quien sostiene que lo único que se puede exigir a 
Luxemburgo, es que no esté en connivencia con el inva- 
sor, y que, en caso de agresión, la denuncie con su pro- 
testa. No sólo existe la nota enérgica de Eyseiien. “La 
gran duquesa de Luxemburgo, escribe Weiss, aprovecha 
la ocasión de la apertura del período parlamentario, 
para afirmar de nuevo, con palabras de una, sencillez 
trágica, los derechos escarnecidos de su patria. ’ ’ En esos 
momentos terribles, cuando la Bélgica era uniai mancha 
lívida sobre el mapa de Europa, cuando ya había sido 
arrasado el norte de Francia, cuando el Luxeinburgo no 
era más que un fragmento del imperio alemán;, la gran 
duquesa, venciendo las amenazas ‘y los peligros, se atre- 
vió a desafiar la cólera de los conquistadores,. “La neu- 
tralidad de Luxemburgo ha sido violada, exclamó. Yo 
y mi gobierno hemos protestado de inmediato, dando 
cuenta de muestra situación a las potencias fiadoras del 
tratado de Londres. Nuestros derechos han sido atrope- 
llados, pero serán mantenidos. Luxemburgo no se con- 
sidera de modo alguno como desligado de su neutralidad, 
y en lo futuro cumplirá cdm lealtad los deberes que ella 
le impone. Nuestra protesta subsiste en toda su integri- 
dad”. En otra parte de su discurso, la gran duquesa 
reclama para Luxemburgo el derecho a la vida, lai libre 
expansión de su fuerza nacional. “No sie nos podrá 
acusar, agregó, de haber faltado voluntariamente a' 
nuestras obligaciones internacionales. Hasta estos últi- 
mos tiempos, Luxemburgo, como país independiente, era 
dichoso, eunroliendo todos sus deberes, dentro como 
fuera de sus fronteras. Habita' demostrado que era capaz 
y digno de vivir. Quiere y debe continuar viviendo.” La 
esnantosa máouina militar de los germanos ha pa- 
sado vertiginosamente, rozando apenas el territorio de 
Luxemh-T! roo. Sobre la tierra, oprimida por la so- 
berbia red de hierro de los ferrocarriles, los invaso- 



242 


ADOLFO AGOBIO 


res han dejado sólo el sedimento administrativo de 
su. disciplina, de su rigidez científica^ No han tenido 
tiempo de detenerse, a observar una de las válvulas de la 
expansión germánica. Ya conocían el angosto pasaje, el 
corredor de salvación esa galería tranquila donde palpi- 
taba la lealtad sostenida al pie de los tratados y la 
confianza de una fe jurada por el honor. Pero los doctri- 
narios imperialistas nos han enseñado que poco vale una 
firma ante la necesidad, nos han predicado que el dere- 
cho no so ha inventado para los débiles, nos han con- 
vencido de que los países incapaces de defenderse, deber, 
(desaparecer frente, a la sola legitimidad de la fuerza. 
Las tropas pasaron sobre Luxemburgo como una tem- 
pestad de desprecio, de soberana injuria hacia la nación 
desarmada, que sólo opone palabras para rechazar la 
oleada invasora. Entre la Bélgica deshecha y la Ale- 
mania pujante, Luxemburgo es el cauce de la muerte. 
La nación entera ha cicatrizado su sufrimiento, ha aho- 
gado en lágrimas furtivas su angustiosa impotencia, ha 
curado con el espectáculo de, la sangre ajena, abomina- 
blemente vertida, su gigantesco dolor moral. El fuego, 
pasando sobre ella, cauteriza sus llagas. Las llamas vue- 
lan, como harapos deshila, eh ados, sutiles y brillantes, sin 
quemar los hogares ni marchitar las flores. La muerte- 
se ha fabricado su propio cauce. Y allá va, con su for- 
midable impulso, ciega y desbordante, sin pensar era el 
marco húmedo y risueño que flanquea su cuerpo, obse 
si ociada por la tarea monstruosa que ha de llevar a cabo 
en el mediodía lleno die luz, donde los hombres se ape- 
ñuscan y se desgranan como racimos maduros, donde la 
hoz invisible siega cráneos y árboles, donde se ciernen 
legiones de espectros enloquecidos y delirantes... Pasa 
y pasa el fuego, corre sin descanso, pero el cauce no se 
quema. La muerte, circula por una vena azul, y des- 
aparece allá abajo, en las praderas asoleadas, entre la 
frescura del follaje, en lo más espeso de las serranías, 
donde un hilo de agua canta su himno monótono sobre la 
piedra. Su felicidad es también su insensatez y su ln- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


243 


consciencia No piensa que algún día, acaso muy próxi- 
mo, tal vez muy lejano, puede volver atrás, en un espas- 
mo furioso, y destruirse a sí misma, secarse sobre su pro- 
pio lecho de tristeza, después de aniquilar lo que toda- 
vía no había tocado . . . 



CAPÍTULO XLVIIi 


Con recogimiento medroso, como en njn templo, pene- 
trarnos en la era de los aniversarios. Apenas si nos atre- 
vemos a mirar para atrás. Sentimos temor y angustia. 
Pesa sobre nosotros todo el horror de la imagen bíblica, 
el cuadro abominable de ios seres convertidos en esta- 
tuas de piedra y de sal por el delito de volver los ojos 
hacia el pasado. Nuestros pasos suenan furtivamente 
sobre las losas frías. Bajo la bóveda, entre la luz ama- 
rilla de los cirios, que se refleja en ios candelabros de 
plata repujada, y que parpadea en el oro muerto de. los 
altares, danzan figuras sangrientas y espectros de reyes. 
Es una jiga loca, brutal, incoherente. Es la misma: his- 
toria hecha baile, movimiento sin ritmo, la historia que 
no tiene armonía, ni fondo, ni sinceridad. Los rostros 
giran hacia nosotros, helados y gesticulantes. Imposible 
descubrir la realidad de un espíritu. En un mismo sem- 
blante vemos mil fisonomías distintas, muecas de odio y 
.sonrisas de amistad. El templo nos aturde, nos llena el 
cerebro de visiones fantásticas, nos deja adormecidos y 
postrados, como después de un delirio ardiente. La¡ ma- 
riposa gris, huyendo en medio de la noche, ha manchado 
nuestros dedos con su polvillo sutil, donde el capricho 
dibuja mapas de ensueño y la fatalidad traza sius cifras 
misteriosas. El vértigo no nos concede más que frag- 
mentos de verdades, así como el mar no nos devuelve, más 
que las ruinas del buque náufrago. Pero en los fallos 
clel destino está la compensación del error. Al año de 
la guerra, al pie del primer aniversario, palpitó ya el 
germen de la leyenda. ¿Cuáles son las causas del desas- 
tre? .¿De dónde partió la chispa incendiaria? Las doe- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


245 


trinas históricas justifican las fuerzas ciegas del planeta, 
buscan el punto vulnerable de la responsabilidad huma- 
na. Seamos providenciatistias, como Bossuet, o seamos 
deterministas, como Marx, o seamos fatalistas, como 
Vico. Hagamos derivar todo de la tradición y del 
análisis, como Ernesto Renán, o descubramos discre- 
tamente la ridiculez de los sistemas históricos, co- 
pio Amatóle France. Del seno de la lucha ideológica 
surgirá siempre el vigoroso razonamiento de los (pensa- 
dores, gladiador magnífico que se abrirá paso a través 
de gases sombríos y que morderá el tronco milenario de 
la mentira. Guillermo II puede creer sinceramente en 
el derecho divino, puede ser lógicamente providenciailis- 
ta. Nada mejor que el éxito para fortalecer la adhesión 
a Dios. Sin embargo, es muy probable que el cardenal 
Amette, admirador de Bossuet, se resista a aceptar la 
hipótesis de que el monarca prusiano sea un delegado de 
la divinidad. De la misma mantera, Jaurés, convencido 
marxista, no pensó seguramente, al ser asesinado el 31 
de julio como contragolpe del ultimátum enviado a Ru- 
sia por Alemania, qne él también era una víctima del 
“factor económico”. Más prácticos resultan los discí- 
pulos de Vico, pacientes y tranquilos, quienes esperarán 
la solución del problema para dictar sus fallos. Es que 
no asistimos sólo a uin eboque de ejércitos, sino a un con- 
flicto de ideas. De todo ello, ha nacido un caos de sis-, 
temas, de apetitos, de religiones, un torbellino de dudas, 
la verdadera ineertidumbre universal. 

* 

* * 

El l.° de agosto es el punto máximo del cataclismo. 
La declaración de guerra a Rusia se nos presenta como 
el segundo acto de la gran tragedia europea, cuyo des- 
enlace la humanidad espera con verdadera fiebre. El 
día anterior, el emperador alemán se había dirigido al 
zar, pidiéndole duramente que suspendiese una moviliza- 
ción cpie Alemania ya había terminado, en secreto, hacía 



246 


ADOLFO AGORIO 


quince días. Rusia aceptó la mediación propuesta por 
Inglaterra. “Comprendo que te veas obligado a movili- 
zar, escribía Nicolás a Guillermo, la tarde del l.° de agos- 
to. Pero quisiera de ti una garantía análoga a la que 
yo te he dado, es decir, que esas medidas no significan 
guerra”. El kaiser contestó con sequedad: “Me es im- 
posible, con gran sentimiento mío, tratar el asunto que 
motiva tu telegrama”. Esto equivalía a una violenta 
amenaza. Aquella misma tarde, Guillermo declaraba 
oficialmente la guerra a Rusia. El torbellino sangriento 
comenzó a ensancharse. Francia, Inglaterra, Japón, más 
tarde Italia, intervinieron en la lucha contra los impe- 
rios centrales. La Bélgica, sorprendida en su trabajo 
•pacífico, fué arrasada y deshecha por un alud de hierro. 
Servia y .Montenegro resistieron heroicamente el peso de 
ejércitos superiores. Y el cañón de Europa, estreme- 
ciendo 1a. tierra, lanzó su rugido hasta las lejanas colonias 
de Asia y de Africa, donde los indígenas, atónitos y 
asombrados, vieron despedazarse a sus implacables con- 
quistadores. No obstante las finas reservas, a pesar de las 
intrigas diplomáticas, la guerra estaba decretada hacía 
tiempo. A fines de julio, después de su retorno a Ber- 
lín, Guillermo II se confesaba a su amigo el conde Axel 
von Schwering, quien se suicidó dejando escritas varias 
páginas impresionantes, de las cuales se apoderaron los 
agentes secretos de ’ Inglaterra. Cuando se dieron a pu- 
blicidad los apuntes del conde Schwering, se levantó una 
polvareda espantosa. lia emoción fué intensa en toda 
Europa. Por fin se había podido descorrer el velo que 
cubría una parte del terrible, drama. 

* 

* * 


He ahí el cuadro pintado por Schwering. E’l empera- 
dor so dirigió hacia el conde, haciendo gestos nerviosos, 
golpeando rudamente el suelo. Sus ojos de acero brilla- 
ban como dos luces extrañas : ‘ ‘ Hasta el momento, excla- 
mo el emperador, habéis conocido en mí a un monarca 



LA SOMBRA DE EUROPA 


247 


esencialmente pacífico. A veces, me habéis juzgado de- 
masiado acomodaticio e.n presencia de las injustas acu- 
sac/ones contra la política alemana y contra Alemania. 
No era cierto que yo desease la paz a todo precio’. Yo 
creí que no había llegado todavía el momento de la ex- 
pansión de Alemania hasta el grado que ella puede pre- 
tender alcanzar. Me he quedado tranquilo, muy buena- 
mente, porque no estábamos prontos. Intervenir en una 
guerra donde hubiese noventa y nueve probabilidades de 
victoria contra una de derrota, sería todavía un cri- 
men.” Guillermo habla de su labor incesante de vein- 
ticinco años y de su ideal de morir por la grandeza de 
Alemania. ‘''He soportado los insultos de los pansla- 
vistas y de los francófilos, prosigue He tolerado que se 
juzgase a mi ejército con la mayor malevolencia. No me 
he movido, aun cuando alianzas formidaoles se pactaban 
contra el prestigio y la fuerza de Alemania. He cerra- 
do mis oídos a las locas bravatas de una prensa idiota 
que, en todos los países del mundo, denunciaba la exis- 
tencia de Alemania como un peligro público, contra el 
cual la humanidad se debería erguir para defenderse. 
Atacado por todas partes, he quedado impasible. ¿Su- 
ponéis que ello me ha resultado fácil? Error, amigo 
mío. Todas esas injurias/ todas esas provocaciones coti- 
dianas, me entraban en el alma como u)m hierro rojo. 
Pero mantuve mi serenidad, porque sabía que la hora de. 
arreglar las cuentas iba a sonar, y que muy pronto los 
mismos soberanos que habían creído hacerme un honor, 
asistiendo a las bodas de mi hija, se arrastrarían a mis 
pies en el polvo, humillarían sus cabezas altivas bajo el 
peso de mi espada, reconociendo en Alemania a la más 
grande, a la más poderosa marión del mundo, y en su 
emperador al monarca a quien nadie osará contrariar ni 
falsear sus designios.” La pluma del conde Schwerinig, 
asustada, parece vacilar. “El emperador se. detuvo, 
dice, como espantado de su propia violencia. Yo estaJba 
aterrado al descubrir que el soberano ia quien hubiese 
dado mi sangre, escondía un fondo terrible de violencia, 
de astucia tenebrosa.” Llegó un momento en que el kai- 



248 


ADOLFO AGOBIO 


ser rió fuertemente, como satisfecho de su superioridad 
sobre los demás hombres. El conde Sehwering, alemán y 
patriota., escucha conmovido, en silencio, las últimas pa- 
labras del monarca. 4 ; ¡ Ah, sí ! Dentro de algunos días la 
mitad del mundo me va a tratar de loco, porque yo me 
atrevo a desafiar a casi la totalidad de Europa. Eso no 
durará mucho tiemipo. Muy pronto la humanidad que- 
dará confundida por el espectáculo a que yo la habré 
convidado.” Las memorias de Axel von Sehwering son 
largas y complicadas ; pero se dirían escritas por un psi- 
cólogo, modeladas por un artista. De todas sus páginas 
se desprende una confiamiza brutal en la victoria de Ale- 
mania. No hay turbaciones, ni desasosiegos, ni inquie- 
tudes. Si el emperador volviese a hablar, probablemen- 
te dejaría caer de sus labios rígidos las mismas palabras. 
Es verdad que hoy tiene las mejillas descoloridas, la mi- 
rada triste y los cabellos grises. Pero tres años de lucha 
gigantesca, de desgarramientos monstruosos, no han bas- 
tado para disolver su entusiasmo, no han sido suficientes 
para enfriar su fe en la grandeza de Alemania, mientras 
sus ejércitos se desangran contra el genio latino y el mar 
eslavo, sus legiones se hunden en el infinito de Rusia o 
languidecen junto a las murallas formadas por pechos 
fram, ceses, fuente de idealidad, manantial inagotable de 
heroísmos, donde relampaguea el secreto de la vida y se 
esconde el encanto de una fuerza nueva. 



CAPÍTULO XLIX 


A la sombra de Europa fermentan misticismos devo- 
radores. Es un delirio radiante, una inquietud sober- 
bia, el fervor trágico que trastorna y renueva las almas. 
Los profesionales de la religión aprovechan ahora de 
ese estado de des-equilibrio nervioso piara fundar la base 
de una oligarquía y restablecer la conciencia de las vie- 
jas teocracias. Por otra parte, asistimos ¿1 duelo a 
muerte entre la barbarie y la justicia, al terrible con- 
flicto entre el espíritu y la bestialidad,. 4 ‘ Mejor es, cier- 
tamente, escribe Macaulay en su Historia de la revolu- 
ción inglesa, que se halle regido el mundo de leyes sa- 
bias y de opinión pública ilustradiai, que no de diploma- 
cia clerical; pero más vale todavía estar bajo el gobier- 
so del clericalismo, que de la fuerza bruta.” Espíritu 
profundamente británico, Macaulay abominaba tanto de 
la hipocresía religiosa como detestaba la violencia sin 
frenos morales. Pero prefería el reinado de la simula- 
ción piadosa al gobierno de los instintos brutales. De 
ahí que la fuerza creyente del espíritu humano dé en 
crecer frente a esos choques formidables contra los es- 
pantos de la naturaleza y de los hombres. La supersti- 
ción es el suave reactivo de la inteligencia todavía abru- 
mada por la sombra ancestral. El hombre primitivo- 
queda aterrado ante el espectáculo milagroso de la tie- 
rra que tiembla, del volcán que estalla o de los pueblos 
ebrios de matanzai, que galopan sobre las ruinas, hacien- 
do brillar sus moharras ensangrentadas sobre las socie- 
dades agonizantes. La ciencia grosera de nuestros ante- 
pasados explica la alegría y el dolor, la dicha y la des- 
gracia, por la intervención de fuerzas misteriosas, de- 



250 


ADOLFO AGORIO 


fastasmas duros e inmutables, superiores a la voluntad 
•de Ja especie y al mecanismo de la historial. La vida 
normal disuelve la fe, porque da margen a la ociosidad 
retórica de los incrédulos. El escepticismo nace después 
de la victoria, cuando los imperios paladean las inmensas 
riquezas amontonadas por el pillaje, cuando los solda- 
dos, cruzándose de brazos, beben y disputan. Las con- 
troversia® del bajo Imperio son la distracción favorita 
de guerreros enriquecidos, que han perdido todo contacto 
con el temor v a quienes no asusta el espectro descolorido 
de la decadencia. Pero basta el menor confinaste, el más 
simple desgarramiento, para que todas las reservas mís- 
ticas, adormecidas por la caricia tierna de la fortuna, 
desarmadas por la monótona repetición del éxito, bro- 
ten a Ja luz en un impulse espontáneo y obscuro, como 
si intentaran torcer la fatalidad o conjurar lo irremedia- 
ble. 


* 

* * 

Estamos muy lejos, no obstante, de la mascarada dia- 
bólica planteada en la peligrosa disyuntiva de Macau- 
lay. La fe que se vuelve hacia los muertos es una fe 
pura, porque nada espera del presente. El culto se en- 
ciende en la mitología celta, al abrigo de las encinas sa- 
gradas, para dominar luego todo el mundo bárbaro. Los 
muertos son lo® más fieles consejeros y discretos minis- 
tros de Alfonso V de Aragón. “Sus escritos me dicen 
la verdad, exclamaba el sabio monarca; cuando quiero, 
les pregunto, y siempre me responden sin pasión, ni te- 
mor alguno de desagradarme”. La religión actual pre- 
tende restaurarse en las viejas fuentes, quiere purificar- 
se por el recuerdo de los héroes sacrificados a la causa 
de la justicia. Aquellos que todo lo han perdido se arro- 
dillan sobre las ru'nas de las iglesias y murmuran su 
oración sobre los escombros todavía humeantes. De los 
templos deshechos por el bombardeo, fluye hacia el infi- 
nito el encanto de la plegaria. Es una humareda blan- 
ca y tranquila, que parece arrastrar en un abrazo fugi- 



LA SOMBRA DE EUROPA 


251 


tivo los ritos suaves de la piedad. En las naves, heridas 
por 1a, muerte, la voz humana resuena con angustia, como 
órgano roto. El altar en llamas resplandece como una 
constelación. Se diría que alguna fulgurante ceremo- 
nia religiosa va a animar las ruinas. Pero el espectácu- 
lo de las losas rotas, de las casullas pisoteadas, de los 
copones apenas iluminados por los reflejos del incendio, 
de las hornacinas vacías, de los paños suntuosos, salpi- 
cados con lágrimas de oro y de plata, ahora cubiertos de 
lodo y de sangre, nos sugiere la amarga realidad de la 
guerra, el ensueño sombrío de les desastres. 

* 

* * 

A pesar de todo, esos templos pulverizados por la me- 
tralla, no lian, perdido su forma ideal. Su arquitectura 
sobrevive en espíritu. La fantasía del pueblo hace, na- 
cer junto a. los muros derruidos el espectro inviolable de 

un nuevo santuario. Y de adentro brota a raudales la 

% 

música de la vida subjetiva, el gran himno del trabajo 
moral. La reconstrucción es una plegaria,- se siente y 
se vive como un mecanismo dominador de. la inmensidad, 
señor de las fuerzas fatales del universo. “El que tra- 
baja reza”, decía Benito de Nursia:, después de haber 
impuesto en el monte Casino la severa disciplina de la 
labor manual, de la sobriedad y de la¡ resistencia a las 
fatigas del cuerpo. Solamente un gran impulso ético, 
un misticismo vertiginoso, puede reparar sin nostalgias 
la obra destruida de cinco siglos. Y allá van las muje- 
res, a quienes la invasión ha deshecho el hogar y disper- 
sado la familia; allá van arrastrando su miseria, aho- 
gando su sufrimiento, a rezar sobre el polvo de las ca- 
tedrales. Rezan por sus muertos, para que tanta san- 
gre vertida no haya sido inútil, para que alguna vez 
triunfe sobre la t’erra el reinado de la dulzura y del 
amor. La plegaria sin odio de los desamparado® se con- 
funde con el sentimiento de su ignorancia y de su jus- 
ticia. Hay una grandeza sombría en esta humanidad 



252 


ADOLFO AGORIO 


que medita sobre un infinito que le roe las entrañas. De 
ahí la victoria de esas energías obscuras y nobles, que 
buscan en el plano incierto de la religión caminos olvi- 
dados, por donde, hace mucho tiempo nadie transita, vías 
discretas y silenciosas, sendas ocultas en las cuales los 
últimos viajeros, aturdidos por el clamor implacable de 
la ciencia, abandonaron tesoros de bondad, el lastre pre- 
cioso que corta el vuelo de la insensatez y que nos acerca 
a la morada de los dioses. 



CAPÍTULO L 


Alis previsiones de La i ragua se han cumplido. El 
inundo se desploma reformándose. La humanidad se 
ilumina con nuevos resplandores. Una aurora roja inun- 
da las inmensas estepas de Rusia, y llega hasta la mis- 
ma Alemania el reflejo extraño de la hoguera que abra- 
sará al planeta. América se ha sentido arrastrar también 
por este cataclismo formidable. A pesar de todo, fuerza® 
superiores a nosotros, corrientes históricas, atavismos le- 
janos, nos llevan fatalmente a la inercia triste, a la impo- 
tencia desesperada. Hemos perdido el tiempo en luchas 
estériles, devorados por nuestras sórdidas pasiones crio- 
llas, sin pensar que algún día habrá que ceder el paso a 
los fuertes. Hemos creado el desorden dentro del hogar, 
nos hemos forjado inquietudes artificiales, mientras los 
apetitos de afuera roen sin piedad los cimientos de nues- 
tra casa. Las naciones de América, en sn mayoría, han 
procedido cual si viviesen aisladas del mundo. Sola- 
mente el Brasil, gobernado por hombres sabios, guiado 
por políticos sutiles, ha comprendido la intimidad del 
gran drama continental. Profundamente idealista en me- 
dio del desierto de las almas, frente ál estupor de las con- 
ciencias neutrales, idiotizadas por el miedo, aplastadas 
por el poder de la barbarie, él Brasil protestó contra la 
violación de Bélgica, mientras el resto del mundo busca- 
ba un consuelo en la pasividad silenciosa, mientras el 
propio 'Wilson sellaba humildemente los labios. . . 

* 

* * 

No puede esperarse nada bello ni grande de esta mor- 
tal inacción del resto de América. La lucha es un ad- 
mirable creador de ideales. El aislamiento cobarde, liu- 



254 


ADOLFO AGOBIO 


raño e, impasible, excluya la posibilidad de todo sueño 
generoso. Nada más cómodo que cruzarse de brazos 
frente al incendio que habrá de devoramos implacable- 
mente. Ira debilidad no enaltece a nadie. Es la fuerza 
coinsciente la que nos hace nobles; son las disciplinas 
deliberadamente consentidas, son los sacrificios reflexi- 
vos, los ún’cos valores capaces de. humillar la brutalidad 
desenfrenada de los instintos. En el minuto histórico 
en que Inglaterra, después de una larga controversia in- 
telectual, acepta la necesidad de incorporar los métodos 
del enemigo para vencerlo con sus propias armas, la de- 
mocracia británica gana la más espantosa de sus bata- 
llas. La historia nos enseña que el triunfo mío corres- 
ponde a las buenas palabras, sino a las buenas o malas 
acciones. La especie es movimiento, contraste, desaso- 
siego; necesita más del latigazo áspero de los músculos 
que de la caricia enervante de los retóricos. Callicles, 
ese personaje inolvidable de Platón, objeta a Sócrates 
que los hombres tienen por más deshonroso recibir una 
injusticia que cometerla. En el primer caso. el hom- 
bre es un esclavo, que siente con amargura la humilla- 
ción que le impone el más fuerte. “Los débiles, agrega 
Callicles, incapaces de defenderse solos, han inventado 
las leyes y las han puesto sobre la naturaleza. Pero 
nadie se deja engañar por estas leyes ; a. pesar de la le- 
gislación, el más fuerte es el que desempeña mejor pa- 
pel.” 


❖ 

* * 

No importa que Sócrates replique que el más fuerte, 
dentro de la sociedad, es el mayor número; no importa 
que intente identificar al pueblo con lo más poderoso, 
el pueblo que hace las leyes contra la injusticia, “porque 
cree que es un mal mayor cometerla que sufrirla”. La 
fuerza interviene de cualquier modo en el proceso infi- 
nito del bien y del mal. He ahí el ejemplo desgarrador 
de esa Bélgica débil, paralizada por los tratados y cuya 
neutralidad permanente le impedía buscar el apoyo de 



LA SOMBRA DE EUROPA 


255 


amigos poderosos. Una prueba de que Bélgica pudo ser 
temible es este acuerdo de las potencias para condenarla 
a una inercia perpetua. El pueblo que, según la expre- 
sión de Sócrates, falla contra la injusticia, es el mismo 
pueblo que aplaude a los emperadores que menospreciara 
con éxito los progresos de la moral. Lo que no se per- 
dona jamás es el fracaso en la perversidad. De ahí que 
el más grave peligro de la fuerza sea la embriaguez in- 
sensata que la misma fuerza provoca aún después de su 
victoria, injusta sobre lo® pueblos desamparados). La 
discreta sabiduría del helenismo comprendió que el úni- 
co límite de. la violencia que suprime el derecho, es la 
violencia que lo restablece. La vida humana no es so- 
lamente una gimnasia para la felicidad, sino un duro 
aprendizaje para el dolor. Es necesario fortalecerse, 
tanto contra el enervamiento de la molicie como contra 
los zarpazos de la angustia. El porvenir pertenece a los 
fuertes, a los espíritus capaces de sobreponerse a la for- 
tuna y la desgracia, a les corazones a quienes no asusta 
la amenaza brutal de lo® hombres. Cuando termine la, 
pesadilla universal, cuando se disipe la sombra de Eu- 
ropa, diez millones de guerreros nos contemplarán con 
ojos voraces. Legiones de soldados a quienes la coni- 
tionda europea habrá hecho sobrios y vigorosos, busca- 
rán en las riquezas apenas desfloradas de South Ameri- 
ca un campo espléndido para el ejercicio de sus virtu- 
des. Si no nos sentimos con fuerzas para civilizarnos 
a nosotros mismos, la cultura nos será impuesta por me- 
dios exteriores. La práctica del panamericanismo no 
puede reposar sobre una desigualdad tan profunda, de 
tendencias y mentalidades. Será necesario nivelar el 
formidable abismo que existe, eintre el estancamiento 
criollo y la civilización angloamericana. El equilibrio 
no podrá ser restablecido sino a costa de nuestros viejos 
hábitos, que deberán ser sacrificados para abrir paso al 
perfeccionamiento industrial, intelectual y técnico. Has- 
ta tanto nó se convierta en realidad este gran ideal de 
armonía entre dos culturas divergentes, el panamerica- 
nismo no constituirá más que un benévolo protectorado 



256 


ADOLFO AGCRIO 


<3e los Estados Unidos sobre las otras repúblicas de Amé- 
rica. No se concibe la alianza psicológica entre pueblos 
que se desconocen completamente. Para que. el paname- 
ricanismo sea pasible, en su verdadera acepción moral, 
será necesario que. la América latina forme un solo Es- 
tado militar que gravite sobre los destinos del mundo. 
De lo contrario, profundamente disociados en nuestros 
ideales comunes, pero unidos junto al regazo de la fuerza 
norteamericana,, somos la paloma fatigada que busca 
.asilo en la caverna de um león bondadoso. 


* 

* * 

Los viejos fundamentos de la ética tradicional se han 
transformado. El dolor, la gloria, la simpatía, la muerte, 
todas las fuerzas donde reposaba la vida espiritual del 
mundo, están actualmente sometidas a una dura prueba. 
Ha sonado el instante de reorganizamos sobre las ruinas 
del edificio moral de la humanidad. Ha llegado para nos- 
otros el momento de fundar una civilización autónoma, 
con todos los atributos de la cultura y de la fuerza. 
La obra de los pensadores y de los artistas debe con- 
tribuir a formar la unidad de, la conciencia americana. 
Hay que habituarse a la idea de considerar compatrio- 
tas a todos los hijos del continente. De esta manera, 
una vez asegurada la armonía anoral, el concurso de las 
fuerzas materiales vendrá por sí solo. He ahí cómo po- 
dremos constituir un valor positivo dentro del paname- 
ricanismo. Siirn fuerza no existe afirmación de voluntad. 
Nuestra vida debe ser una aspiración eterna a crecer y 
a renovamos. Un haz de energías disciplinadas equiva- 
le a la dignidad, al respeto y a la fortuna. Debemos 
•destruir con el ejemplo, en el seno de la democracia nor- 
teamericana, la idea de que somos un fardo pesado que 
paraliza sus movimientos, un estorbo inerte que perju- 
dica la libre expansión de su existencia internacional. La 
doctrina intervencionista de los Estados Unidos nos ofre- 
ce la oportunidad de demostrar que podemos ser útiles 



I,A SOMBRA DE EUROPA 


257 


a la causa de América. E r l presidente Wilson ha puesto 
en nuestras manos una clave reveladora, secreto piadoso 
que nos ha llevado a descubrir horizontes desconocidos, 
que nos ha hecho comprender la necesidad de ser fuertes, 
ahora que los Estados Unidos, por primera vez en su 
vida, se mezclan en las lueíhas del viejo munido, ahora 
que se interpone, entre ellos y nosotros, la sombra de 
Europa. . . 

Julio de 1917. 

FIN 


17 




ÍNDICE 


Pag. 

A LA INTELECTUALIDAD FRANCESA. . 5 

La sombra de Europa . . ... . 9 


Capítulo 

I 

--Transformaciones .... . 

.... 13 

» 

II 

—De las ideas morales 

21 

» 

III 

- La canción bárbara . . . 

... 31 

* 

IV 

— De las profecías . . . . . . 

... 37 


V 

—Los soñadores. ... . . • 

.... 41 

» 

VI 

— De la ciencia. ... 

. . 45 

» 

VII 

—Del método ... . . 

49 


VIII 

—De la piedad 

53 

* 

IX 

—La alegría del aniquilamiento 

57 

»» 

X 

— Tout passe 

6L 

» 

XI 

— Del dolor . 

... 66 


xu 

—De la crueldad . 

69 

•> 

XIII 

—De la juventud . 

. . 75 

> 

XIV” 

— La gran angustia' ... . 

77 

:> 

XV 

— Pacifismo. . . . .... 

80 


XVI 

--El amo de labora . ... . . 

. . 83 

» 

XVII 

—De la simpatía ... ... 

.... 87 

» 

XVIII 

—El gallo de las Gaitas ... ... 

... 90 

>’ 

XIX 

—Desde las estrellas 

... 92 


XX 

—Señal en la sombra. ... ... 

. . 96 


XXI 

— / Debout , les morts! . ... . . 

... 98 

v 

XXII 

—Del fanatismo heroico . 

. 105 


XXIII 

—De la muerte. 

. 108 

» 

XXIV 

—Una vena azul .... 

118 


XXV 

—La oración de Lloyd George . 

121 

- 

XXVI 

—La caja de hlerrro . 

125 


XXVII 

—La teoría del bandido . 

129 


XXVIII 

—De la gloria . . 

132 


XXIX 

—De la revolución. . 

137 


XXX 

— Reacciones de conciencia . 

141 


XXXI 

•-Italia 

149 

• 

XXXII 

— Maquiavelo ... 

164 



260 


ÍNDICE 


Pág . 


Capítulo XXXEÍI —Carduce! . . . 168 

» XXXIV — Montesquicu . 172 

» XXXV —Los inmortales ... . 176 

i XXXVI -Ribot . . . . ... 180 

» XXXVII — Castelar ... 185 

» XXXVIII -Naquet 190 

» XXXIX — Gambetta 194 

» XL — Lord Roberts. . .* . . 201 

» XLI — Pétain . . 205 

XLII — Balfourier 210 

» XLIII —Del heroísmo de la paz . .... 214 

» XLIV - -Leman 222 

» XLV -Bélgica ... 225 

» XLVI — Mércier . . . 235 

» XLVII — Luxemburgo. .... . . 239 

» XLVÍII —De los aniversarios. . 244 

» XLIX —De la plegaria . . . . 249 

» L -Fin 253 




DEL AUTOR: 


LA FRAGUA. - Apuntes de la Uiu\ Guerra. 
FUERZA Y DERECHO. - Aspectos mor iles de 
la Guerra Europea.